Ni los amantes sobrevivirán (o el imposible duelo)

29/11/2015 - 12:02 am

…soy otro cuando soy, los actos míos
son más míos si son también de todos,
para que pueda ser he de ser otro,
salir de mí, buscarme entre los otros, (…)

los otros que me dan plena existencia…

Octavio Paz, “Piedra de sol”

El domingo pasado –pocos días después de los atentados en París- se publicó en el diario La Repubblica de Italia un artículo inquietante. Se trataba del relato de los avatares vividos por una pareja de periodistas que decidió dar una vuelta por los lugares más característicos del centro de Milán (la Plaza del Duomo, la Galleria Vittorio Emmanuelle, la Scala) vestidos con el tipo de ropa que suelen usar en medio oriente los más tradicionales: traje largo negro y velo que apenas dejaba ver los ojos, casi una burka, ella; barba y gorro él. El aspecto que tenían provocó miedo, agresiones y burlas de parte de la gente con la que iban cruzándose. Desde aquellos que simplemente se alejaban con temor cuando los veían acercarse, hasta los que les gritaban, los insultaban o les hacían gestos de todo tipo. La Policía les pidió documentos, cuando no se los estaba pidiendo a nadie más, porque la gente comentaba que tenían un aire “sospechoso”.

A pesar de las marcas que han dejado en la Europa del Mediterráneo ocho siglos de presencia árabe -marcas que los latinoamericanos hemos heredado-, pareciera que la cultura musulmana es –para Occidente (whatever that means)- la gran “otra”.

Alfonso X supo, en pleno siglo XIII, que la que suma de esos “otros”, judíos y musulmanes, a la tradición católica significaba un enriquecimiento. O, como lo dice hoy Roger Bartra, supo que la otredad no existe, que somos también los otros. Y sin embargo, esos otros son vividos como un fantasma que me amenaza.

En Toledo, y bajo el reinado del Rey Sabio, funcionó la más rica y diversa de las etapas de la historia española. Una etapa de convivencia, de mutuos aprendizajes, de intercambios que produjeron finalmente parte fundamental de esta cultura que somos. América sumó el elemento indígena. Y lo sumó, desde el comienzo, no siguiendo el modelo de Alfonso X sino el de los Reyes Católicos, paladines del cristianismo. El Concilio de Trento arrasó con la idea igualitaria de los otros, y en esa imago mundi los pueblos originarios de nuestro continente entraron a la modernidad occidental como seres a los que había que vencer, someter, controlar; seres cuya cultura y tradiciones era necesario sustituir por las “verdaderas”.

Hoy es esa mirada la que se impone y nos lleva –a las comunidades, a los Estados, a los bloques de poder- a cerrar fronteras, a construir muros, a reforzar la presencia de ejércitos y policías, a bombardear, a imponer el terror. Todos los bandos parecen funcionar de manera similar.

“Si lloran por la víctimas de París, lloren también por las de Beirut, por las de Siria, por las de Irak…”, escribe Rana, mi estudiante palestina, en su muro de Facebook, y me lleva a pensar inmediatamente en el artículo que Judith Butler escribió al día siguiente de los atentados en París:

“El proceso de duelo parece haber sido totalmente limitado en el territorio nacional. Apenas se habla de los casi 50 muertos en Beirut del día anterior, tampoco se habla de los 111 muertos en Palestina sólo estas últimas semanas. La mayoría de personas que conozco dicen que están en un ‘punto muerto’, incapaces de pensar en profundidad acerca de la situación. Una forma de pensar en ello tal vez llegue con la invención de un concepto de duelo transversal – considerar cómo se produce la métrica del lamento, cómo y por qué los asesinatos en el café parisino me conmueven con mayor intensidad que los ataques en otros lugares.”

Para mí éste es el tema, el gran tema de reflexión y debate, más allá de las cuestiones políticas vinculadas a la lucha de poderes entre Estados Unidos y Rusia, ISIS y el Islam, Occidente y los países árabes. Sabemos, entre otras cosas, que no todos los musulmanes (quienes practican el Islam como religión) son islamistas (quienes consideran al Islam como una ideología política), estamos aprendiendo con estupor por qué los jóvenes europeos hijos y nietos de inmigrantes se pliegan al fundamentalismo. Pero el entender pareciera no cambiar nuestros estereotipos y prejuicios. Somos herederos de una filosofía centrada en el ser (¿será ese el origen de la gran falla de nuestra cultura?) y que, en tanto tal, ignora al otro, lo niega, no lo ve ni lo escucha, lo borra. ¿Cómo construir una nueva filosofía que se centre no en el uno, negando lo demás, sino en la alteridad –como lo proponía Emmanuel Lévinas-, que considere que somos seres relacionales, y que por lo tanto somos responsables éticamente del otro?

Este asunto –que sin duda merece una elaboración más profunda que la que aquí estoy apuntando- nos lleva a pensar no sólo en las torres gemelas o en París, sino que nos obliga a voltear la mirada hacia nuestra propia realidad. Hacia este dolido y a la vez potente México nuestro.

¿Quién es el Otro? ¿Quién es mi Otro? ¿Por qué me afecta o no lo que le suceda? ¿Qué hay de él en mí? ¿Qué pierdo si él se pierde?

Viejo tema de discusión para la antropología, para la filosofía, e incluso para la poesía. Vuelvo a Judith Butler, vuelvo a los enfrentamientos en las redes sociales (“¿Por qué ponen la bandera francesa si nunca han estado en París?”, “Se preocupan por los muertos franceses, pero no por los mexicanos”, “Lloras por un desconocido muerto en un concierto de rock y no por los cientos que murieron en los últimos meses por culpa de Hollande y otros como él”, etc., etc., etc. Éstas son algunas de las frases que con mayor frecuencia aparecieron en los días posteriores a los atentados). Los comentarios banales, ofensivos, discriminatorios, suben de tono, pontifican, ordenan, permiten o prohíben ciertos comportamientos. Estamos en el reino de las “buenas conciencias” virtuales; de los que se sienten obligados a mostrarnos los caminos correctos.

“No preguntes por quién doblan las campanas –escribió John Donne y lo retomó Hemingway-. Están doblando por ti.”

Y sin embargo, no es así, hay vidas, como lo plantea Butler, que importan menos socialmente, políticamente, que otras. Ya sé: no nos gusta escucharlo. Pero es cierto, hay vidas menos importantes, vidas “precarias”. Las muertes de esas vidas no nos duelen, o nos duelen poco. Son muertes no consideradas dignas de duelo. La línea que separa las vidas y muertes que importan de las otras es dibujada a través de complejas operaciones de poder. Y por eso es imposible en este momento que se imponga el duelo transversal que la autora propone.

“Mi gente me manda mensajes que buscan contrarrestar la ola de xenofobia que se ha desatado”, me escribe una amiga desde Milán. Con sus palabras llega un video de la maravillosa cantante y actriz libanesa Yasmine Handam, elegida por Jim Jarmush en su película “Only lovers left alive”. Me parece que ante tantos prejuicios, tanta violencia, tanta intolerancia, tanto egocentrismo, esta vez ni siquiera los amantes sobrevivirán.

Sandra Lorenzano
Es "argen-mex" por destino y convicción (nació en Buenos Aires, pero vive en México desde 1976). Narradora, poeta y ensayista, su novela más reciente es "El día que no fue" (Alfaguara). Investigadora de la UNAM, se desempeña allí como Directora de Cultura y Comunicación de la Coordinación para la Igualdad de Género. Presidenta de la Asamblea Consultiva del Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación).
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