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Antonio Calera

10/12/2016 - 12:00 am

Pollo

Alguna vez, recuerdo que no fue hace mucho, supe de un grupo de artistas en México que odiaban el pollo. Se hacían llamar “CHICKEN-PIO”. Supuestamente, los miembros de esta organización brindaban (o brindan), información expedita sobre el tema y extendían pases gratuitos a sus reuniones, además de brindar pláticas y asesorías sin costo sobre cómo […]

Si la humanidad vivió un periodo de amasiato con el ave, lo cierto es que acontece una época de desprestigio general y razonado del pollo. Foto: Shutterstock
Si la humanidad vivió un periodo de amasiato con el ave, lo cierto es que acontece una época de desprestigio general y razonado del pollo. Foto: Shutterstock

Alguna vez, recuerdo que no fue hace mucho, supe de un grupo de artistas en México que odiaban el pollo. Se hacían llamar “CHICKEN-PIO”. Supuestamente, los miembros de esta organización brindaban (o brindan), información expedita sobre el tema y extendían pases gratuitos a sus reuniones, además de brindar pláticas y asesorías sin costo sobre cómo comer bien.

Como dato al margen, cabe señalar que los fundadores de esta liga empleaban tres frases que fungían como axiomas de la organización o resumen sus actitudes fundamentales:

1. Para ellos, los comedores de pollo debían ser llamados “jilipolllos” (como se llama una pollería en la esquina de 5 de mayo con Isabel La Católica).

2. Si alguien les caía mal, automáticamente eran tachados de “chupapollo” (tal y como se llama otra pollería en la misma calle).

3. Para sus integrantes, lo único bueno que había dado el pollo a la humanidad era el mensaje de bienvenida en la máquina contestadora del artista Balam Bartolomé: “Por el momento no me encuentro. Salimos a comprar un pollo rostizado. Déjame tu mensaje”). Unos verdaderos fascistas contra el pobre animal los agrupados en aquella logia antiplumas.

Y la verdad es que sin importar si la humanidad vivió un periodo de amasiato con el ave, lo cierto es que acontece una época de desprestigio general y razonado del pollo. No habrá más, nos guste o no, lo que un amigo llamaba el Pollito ergo sum (Pollo luego existo). Incluso, pese a la opinión de algunos pensadores que creen que somos injustos con él, que somos unos mal agradecidos con él, luego de su acompañamiento en nuestra infancia en su versión de caldos, taquitos dorados, fideos, milanesas, ensaladas, croquetas y otras.

Empecemos analizando el lado oscuro del pollo como se debe, en su mero inicio de huevo: recordemos primero el tamaño del huevo a partir de la yema hace 30 años, en los años 70, cuando echarse una yema de huevo estrellado de jalón era considerado un deporte nacional: ¿Recordamos? Zambullirse a ese mundo cremoso y anaranjado (que no amarillento) de sabor, era algo grande, como grande era su yema, tanto que casi no cabía en la cuchara grande.

Ahora bien, sigamos con el pollo a manera de caldo, porque en ese tema hay mucho que decir. Y hay que reconocer como inicio que el caldo de pollo es ahora, para las madres de América Latina (asumamos) lo que la hostia para el catolicismo o el naproxeno para nuestro sistema de salud. Todo, absolutamente todo, se resuelve con un caldo de pollo: la gripe, un dolor de estómago, una decepción amorosa, un cólico. ¿Cierto? Aunque ya preconizara el señor Rius hace mucho tiempo, en su famoso libro La Panza es Primero, no es tan bueno como se pregona.

Cuando hacemos caldo de pollo, consignara en aquella obra, lo único que pudiéramos estar bebiendo es una especie de té o infusión de las hormonas, colorantes, químicos conservadores y toxinas que suda el animal. Ahora bien, habría que examinar severamente el tamaño del mismo animal. ¿Se trata de un pollo completo o una codorniz gigante? Podría uno preguntarse de paso por los expendios. ¿Y qué hay con el tamaño de las piernas? Hace 30 años, todos se peleaban por ellas, para empuñarlas con servilleta y meterles los colmillos y ni quien se acordara de los pobres muslos. Era el momento climático de aquel mito-estupidez urbano en la que científicos cruzaban pollos con pulpos para obtener 8 piernas y así no hicieran falta.

También fueron las fechas del apogeo de aquella estupidez –o para no herir a nadie le podemos denominar como se dice ahora: mito urbano–, que decía que la Kentucky Fried Chicken venía experimentando genéticamente desde años para engendrar Pollos sin cabeza, ciertamente increíble, y de esta manera dejar espacio a la creación de piernas y más piernas. Ingeniería del diablo había dicho la santa sede al New York Times. Pues ya nadie las quiere, ya sólo pechuguea la gente cuando come pollo. ¿Por qué? Por muchas razones se cuenta ya con un gran registro de varios vilipendios al pollo. Hace años un viejo amigo, chef de clase total, me confesaría, recargado sobre la barra de su propio restaurante, un secreto íntimo: “Mira amigo mío. Acabo de hacer un estupendo mole negro. Con estas manos que ves. Dos días de sudor. ¡Y me piden ahora unos clientes que le ponga pollo! Por Dios santo: ¿Cómo es posible?

Un pollo para semejante calidad de océano delicioso. ¡Yo me muero aquí me oyes! ¡Me llevas a la tumba pero te juro que a esta salsa no entra más que un pinche Guajolote así de grande! ¡Me entiendes! ¡Me entiendes!”. Y yo veía cómo simulaba el gran cuerpo del pavo, y no pude más que quedarme con el pico cerrado.

Y no escudriñemos en el mundo oscuro de la gallina, ya que lo más seguro es que si el pollito es chicken la gallina es hell: viejas musculosas, chismosas, ruidosas, a las que habría que degüellar como lo solicitara gentilmente Horacio Quiroga. Para que deambulen sin cabeza por los pasillos de la vivienda mexicana, para juego terrorífico de los niños en calzoncillos, o bien agolparlas en corrales, sudorosas y traumadas, para que se asfixien a sí mismas con su apestosa naturaleza, y dejen de vulgarizar así la digna vida agropecuaria.

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