Un cráneo y dientes custodiados revelarían el verdadero destino del dictador en La muerte de Hitler

13/04/2019 - 12:03 am

Establecer el destino final de Hitler lleva a los investigadores no sólo ante el férreo muro que supone la alta burocracia rusa, sino a una lucha casi política que confronta la visión de Occidente con el legado de la URSS y su posición de potencia mundial. 

Ciudad de México, 13 de abril (SinEmbargo).– La figura de Adolfo Hitler no deja de causar polémica. A casi 74 años de la caída de Berlín, el 2 de mayo de 1945, hay quienes dudan del fin del máximo líder del Tercer Reich. Unos aceptan su suicidio como hecho cierto, pero otros piensan que cambió su identidad y murió más tarde. Sin embargo, no faltan quienes tejen otras versiones y están seguros de que logró escapar y trasladarse hasta América del Sur, donde llevó una vida apacible y alejado de la mano de la justicia.

En La muerte de Hitler, publicado bajo el sello editorial Diana, la dupla conformada por el periodista Jean-Christophe Brisard y la cineasta Lana Parshina revela el resultado de una exhaustiva investigación que los llevó hasta lo más profundo del Archivo General de la Federación de Rusia, el GARF, donde quedaron resguardados los secretos de la temida KGB.

Parte de esos secretos son el cráneo y los dientes, por ejemplo, que se atribuyen al líder de la Alemania nazi, y que se conservan custodiados por un grupo de solemnes y leales colaboradores del GARF, que entienden a la perfección lo que está en juego detrás de esos restos.

“Ese cráneo, o lo que queda de él, es fuente de discordia, de polémica entre Rusia… y una buena parte del mundo. ¿Pertenece a Hitler? ¿Rusia miente? Larisa espera la pregunta esencial, la de la autenticidad de la osamenta. Su respuesta consta de dos palabras: ‘¡Lo sé!’. Dina y Nikolai, sus adjuntos, también saben. Nosotros no sabemos”, relata Brisard tras una de las visitas al GARF.

Porque establecer el destino final de Hitler lleva a los investigadores no sólo ante el férreo muro que supone la alta burocracia rusa, sino que se convierte en una lucha casi política que confronta la visión de Occidente con el legado de la URSS y su posición de potencia mundial.

A lo largo de los años, los caminos se les cierran y alargan la investigación que se mantuvo vigente gracias a la tenacidad de los autores, que se sobrepusieron a más de una cadena de negaciones que podrían haberlos desalentado, y que les permitieron revelar a la humanidad el destino final del hombre que marcó la historia y que aún hoy sigue colocándolo en el centro de la polémica.

Fragmento del libro La muerte de Hitler, de Jean-Christophe Brisard | Lana Parshina. :copyright: 2019, Editorial Diana. Traducción de Ivonne Said. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

***

Moscú, 6 de abril de 2016

Lana está desconcertada.

Sus contactos al interior de la administración superior rusa no le ocultaron que tenemos escasas posibilidades de lograr nuestro objetivo. Nuestra cita de las once está confirmada, pero en Rusia eso no significa nada. Un viento helado nos pica el rostro conforme nos acercamos al vecindario donde se encuentra el Archivo General de la Federación de Rusia. En Rusia se le conoce como GARF (Gosudarstennyy Arkhiv Rossyskov Federatsii), una institución nacional ubicada en pleno centro de Moscú. Alberga una de las colecciones de archivos más grande del país con cerca de siete millones de documentos, desde el siglo XIX hasta nuestros días. Se trata de documentos en papel, principalmente, pero también de algunas fotos y expedientes secretos. Es por uno de esos expedientes secretos que desafiamos el duro clima moscovita y la no menos dura burocracia rusa. Lana Parshina no es una completa desconocida en Rusia. Esta joven periodista rusoestadounidense, realizadora de documentales, es invitada con frecuencia a la televisión para hablar de lo que continúa siendo su logro más admirable, la última entrevista a Lana Peters. Lana Peters era una anciana pobre, olvidada por todos en un hospicio para indigentes en los confines de Estados Unidos. Se ocultaba y se negaba a hablar con los periodistas, sobre todo si era para evocar el recuerdo de su padre, un tal Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, es decir, Stalin. En realidad, Lana Peters se llamaba Svetlana Stalin y era la hija consentida del dictador. En plena Guerra Fría, en la década de los sesenta, escapó y pidió asilo político al enemigo estadounidense. Entonces, se convirtió en el símbolo de aquellos soviéticos que estaban dispuestos a hacer lo que fuera para huir de un régimen tirano. Lana Parshina había logrado convencer a la arisca descendiente para que le concediera una serie de entrevistas filmadas. Eso fue en 2008. Un éxito destacado en toda Rusia. De hecho, Stalin había vuelto a ponerse de moda en Moscú varios años atrás. Lana Parshina conoce a la perfección el complejo funcionamiento de la maquinaria administrativa y burocrática rusa. Está segura de poder consultar los archivos secretos, privados y complejos.

Sin embargo, esta mañana de abril de 2016 la siento preocupada. Tenemos una cita con la directora del GARF, Larisa Alexanderovna Rogovaya. Solo ella puede permitirnos consultar el expediente H. «H» de Hitler.

Desde la entrada del vestíbulo principal del GARF se establece el tono. Un soldado con un bigote muy de los años setenta, tipo Freddie Mercury, exige nuestros pasaportes. «¡Control!», refunfuña como si fuéramos intrusos. Lana, con su identificación rusa, no tiene ningún problema, pero mi pasaporte francés complica las cosas. El soldado no conoce el alfabeto latino y no puede leer mi nombre. Brisard se convierte en БРИЗАР en caracteres cirílicos. Justamente así me anotaron en su registro de personas autorizadas para ese día. Después de una larga revisión y de la ayuda salvadora de Lana, finalmente podemos pasar. ¿La oficina de la dirección general de los archivos? Nuestra pregunta le molesta al soldado, que ya atiende a otro visitante con la misma amabilidad. «Hasta el final, después del tercer edificio a la derecha». La joven que nos respondió no esperó a que le agradeciéramos para darnos la espalda y subir las escaleras mal iluminadas. El GARF parece una ciudad obrera soviética. Se extiende por varios edificios con fachadas siniestras al más puro estilo soviético, mezcla de constructivismo y racionalismo. Deambulamos de un edificio a otro tratando de evitar los grandes charcos de nieve fangosa. «Dirección General» indica, con letras grandes, una placa sobre una puerta doble a lo lejos… Un auto oscuro bloquea la entrada. Nos quedan unos 20 metros por recorrer, cuando una mujer de estatura considerable sale apresuradamente del edificio para meterse al vehículo. «Es la directora..»., murmura Lana con un toque de desesperación al ver que se aleja el auto.

Son las diez y cincuenta y cinco, nuestra cita de las once acaba de esfumarse delante de nosotros.

Bienvenidos a Rusia.

Las dos secretarias de la dirección del GARF se dividen las funciones, está la agradable y la francamente desagradable. «¿Para qué es esto?». Sin entender nada de un idioma, como es mi caso con el ruso, es fácil percibir la rudeza de las palabras. Así que la más joven de las dos mujeres —la descortesía provenía de la menor— no es nuestra amiga. Lana nos presenta, somos los dos periodistas, ella es rusa y yo francés. Estamos aquí porque tenemos una cita para reunirnos con la directora, la señora directora, y después para consultar un objeto un poco particular… «¡No la verán!», corta de tajo la secretaria hostil. «Se fue, no está». Lana le explica que ya lo sabemos, que vimos el auto afuera, que la directora olvidó nuestra presencia y se esfumó delante de nosotros. Cuenta todo eso sin abandonar su entusiasmo. ¿Tenemos la opción de esperar? «Si les place», concluye la secretaria, saliendo de la habitación con un montón de archivos bajo el brazo, para indicar la importancia del tiempo que nos atrevimos a quitarle. Un reloj cucú suizo, que descansa sobre su escritorio, marca las once y diez. La otra asistente escucha a su compañera sin decir una palabra. Percibimos su aire de arrepentimiento. Lana se dirige a ella.

Una reunión en el Kremlin, en presidencia, no estaba prevista en la agenda de la directora. Obviamente, cuando Putin o, con más seguridad, su gabinete llama, corremos. La secretaria simpática explica en voz baja, con frases cortas. Parece muy tierna, su voz es reconfortante a pesar de que la información que nos da es negativa. ¿Quién sabe a qué hora volverá? En todo caso, ella no. ¿Esa llamada de último minuto es por culpa nuestra? «No, ¿por qué sería culpa de ustedes?».

Son más de las cinco. La paciencia por fin rinde frutos. Una caja de cartón rígido acaba de abrirse ante nuestros ojos. Allí está, en el interior, muy pequeño, cuidadosamente conservado en un cofre.

—¿Entonces es este? ¿Es él?

—Da!

—Sí, ella dice que sí.

—Gracias, Lana. ¿Y eso es todo lo que queda?

—Da!

—No es necesario que traduzcas, Lana.

Al verlo más de cerca, el cofre se parece mucho a una caja de disquetes. De hecho, lo es. ¡El cráneo de Hitler está conservado en una caja de disquetes! Para ser precisos, se trata de un pedazo de cráneo que las autoridades rusas afirman que pertenece a Hitler. ¡El trofeo de Stalin! Uno de los secretos mejor guardados de la Unión Soviética y de la Rusia poscomunista. Y para nosotros, la culminación de un año de espera y de investigación.

Hay que imaginar la escena para comprender la extraña sensación que nos invade. Una habitación rectangular de tamaño suficiente para acomodar a una decena de personas; una mesa, también rectangular, de madera oscura laqueada; en la pared, una serie de imágenes en marcos rojos protegidas con cristal. «Son carteles originales», nos dicen. Datan de la época de la Revolución, aquella Gran Revolución, la Revolución rusa, la Revolución de Lenin de octubre o noviembre de 1917, según si nos regimos por el calendario juliano o el gregoriano. En ellos están plasmados obreros orgullosos de vientre hundido. Sus fuertes brazos levantan una bandera escarlata ante el mundo. Un capitalista, un opresor del pueblo, se cruza en su camino. ¿Cómo se reconoce su condición de capitalista? Viste un traje lujoso, porta un sombrero de copa y exhibe una barriga gorda y llena de grasa. Respira suficiencia, esa que los poderosos exhalan delante de los más débiles. En el último cartel, el hombre del sombrero perdió la soberbia. Está tendido en el suelo, con la cabeza aplastada por un enorme martillo, el del obrero.

El simbolismo, siempre el simbolismo. A pesar de lo poderoso que eres, terminarás aplastado, con la cabeza destrozada por la resistencia del pueblo ruso. ¿Hitler vio estas imágenes? Seguramente no.

Qué pena por él, porque los rusos terminaron por adueñarse de su pellejo; de su cráneo, para ser más exacto.

Pero volvamos a la descripción de la escena.

Esta pequeña habitación, esta sala de reuniones con rastros revolucionarios, se encuentra en la planta baja del GARF, justo al lado del área de secretarias, donde esperamos pacientemente a que regresara la directora, Larisa Alexanderovna Rogovaya. La mujer exuberante, con sus 50 años, no impresiona a sus interlocutores solo por su imponente presencia física. Su tranquilidad y su carisma natural la distinguen de la mayoría de los funcionarios moscovitas. A su regreso del Kremlin, cruza la oficina y entra a su despacho sin vernos. Lana y yo habíamos tomado asiento en las dos únicas sillas de la habitación. Una enorme planta verde tipo ficus las apartaba e invadía ampliamente nuestro escaso espacio vital. Incluso así de concentrada y con tanta prisa, era imposible que no notara la presencia de dos seres humanos cerca del ficus gigante. Eran entonces las cuatro. De un salto, nos ponemos de pie y recuperamos la esperanza. El teléfono acaba de sonar. «¿En la habitación de al lado? ¿La sala de reuniones? En 30 minutos…». La secretaria amable repite las órdenes que recibe por el auricular. Lana se inclina hacia mí sonriendo. Se refiere a nosotros.

En silencio, la directora se sienta al final de la gran mesa rectangular y a sus costados, de pie como en posición de firmes, dos empleados. A la derecha, una mujer de edad bastante avanzada como para haberse tomado un merecido retiro desde hace mucho tiempo; a la izquierda, un hombre con un físico espectral salido directamente de una novela de Bram Stoker. La mujer se llama Dina Nikolaevna Nokhotovich, es la responsable de las colecciones especiales. El hombre se llama Nikolai Igorevich Vladimirtsev (se hace llamar Nikolai), es el jefe del departamento de conservación de los documentos del GARF.

Nikolai ha colocado con cuidado un caja de cartón grande justo frente a la directora. Dina lo ayuda a levantar la tapadera. Después, los dos retroceden, con las manos en la espalda, y clavan la mirada en nosotros. Una actitud de advertencia de estos dos vigías dispuestos a intervenir. Larisa, aún sentada, coloca las manos a cada lado de la caja como para protegerla y nos invita a mirar el interior.

Pensamos que ya no viviríamos este momento. Ese pedazo de cráneo parecía inaccesible aún esta mañana. Después de meses y meses de negociaciones interminables, de repetidas solicitudes hechas por correo electrónico, por correo convencional, por teléfono, por fax (sí, sigue utilizándose con frecuencia en Rusia), por conversaciones personales con funcionarios obstinados, por fin nos encontramos frente a este fragmento humano. A simple vista, se trata de una buena cuarta parte de una bóveda craneal, la parte posterior izquierda (dos parietales y un trozo de occipital, para ser exactos). El objeto de tanta codicia por parte de historiadores y periodistas de todo el mundo. ¿Es de Hitler como aseguran las autoridades rusas? ¿O corresponde a una mujer de unos 40 años, como lo afirmó hace poco un científico estadounidense? Preguntar eso en el edificio del GARF sería como hablar de política, poner en duda la palabra oficial del Kremlin. Una opción impensable para la directora del archivo. Completamente impensable.

Larisa Rogovaya dirige el GARF desde hace unos días apenas, en sustitución del antiguo director, Sergei Mironenko. Una posición muy política y delicada en esta Rusia de la era Putin. En nuestra presencia, Larisa Rogovaya mide cada palabra que usa. Solo ella responde nuestras preguntas, los dos empleados no tienen voz ni voto, siempre concisa, con dos, a veces tres, palabras y con el rostro constantemente tenso. Parece que la alta funcionaria ya lamenta haber accedido a nuestra petición. Aunque para ser precisos, ella no ha accedido absolutamente a nada. La orden de permitirnos observar este pedazo de cráneo viene de más arriba. ¿Qué tan arriba? Es difícil saber. ¿Del Kremlin? Sin duda, pero ¿de quién en el Kremlin? Lana está convencida de que todo viene de la oficina del presidente. Igual que en la época soviética, el archivo de la nación volvió a convertirse en un lugar casi secreto. El 4 de abril de 2016, Vladimir Putin firmó un decreto en el que se estipula que la gestión de los archivos, su publicación, su acceso y su revelación son responsabilidad directa del presidente de la Federación de Rusia; es decir, el propio Putin. Fue el fin del periodo de apertura de los documentos históricos iniciado con Boris Yeltsin; el adiós del carismático director del GARF, Sergei Mironenko, amigo de tantos historiadores extranjeros y portavoz de un acceso casi libre a los cientos de miles de objetos históricos de su institución. «Menos comentarios, más documentos. Estos deben hablar por sí mismos», le gustaba responder como una cantinela a sus colegas sorprendidos por esta política de apertura. ¡Se acabó! ¡Se acabó! Mironenko quedó al margen. Sus 24 años de servicio bueno y leal a cargo de la dirección del GARF no cambiaron nada. De un plumazo, el Kremlin lo degradó. No lo despidió, no lo jubiló (a los 65 años podía reclamar su jubilación), no lo transfirió a otro servicio, sino que lo bajó de rango. La humillación se suma a la desgracia porque, por supuesto, la nueva directora, nuestra querida Larisa Rogovaya, no es más que su antigua subordinada. Stalin no lo habría hecho de otra manera.

El decreto de Putin data del 4 de abril de 2016, y nosotros nos encontramos delante de la caja que contiene el pedazo de cráneo el 6 de abril de 2016. No resulta paranoico pensar que Larisa Rogovaya daría lo que fuera por vernos salir. Todo su cuerpo grita su aversión hacia nosotros, su miedo a acabar como Mironenko. Así, cuando pedimos que saque la caja de disquetes del cofre, la tensión sube inmediatamente de nivel en la pequeña habitación. Larisa se vuelve hacia sus dos centinelas, e inician un breve murmullo. Nikolai mueve la cabeza en señal de desaprobación. Dina toma una hoja del fondo de la caja, se acomoda sus pequeñas gafas, que le dan un aspecto apesadumbrado, y se acerca a Lana.

Al mismo tiempo, la directora indica a Nikolai con una señal que no ha cambiado de opinión. Él duda aún, vacila un momento. Luego, de mala gana, mete sus delgados brazos en el cofre y extrae con delicadeza la caja de disquetes.

«Deben firmar la hoja de asistencia. Escriban bien la fecha, la hora y sus identidades». Dina nos indica cómo llenar el formulario. Lana obedece con diligencia. Permito que lo haga y me dispongo a examinar el cráneo. Nikolai se interpone. Se coloca delante de mí y con un «pst, pst» en tono molesto me indica mi error. «Primero llene la hoja de asistencia», insiste la directora. Lana disculpa mi torpeza. «Es francés, es extranjero, no entiende», intenta explicarles sonriendo, avergonzada como si yo fuera un niño latoso. ¿Por qué tantas precauciones? ¿Por qué esta tensión? Mironenko pasa frente a la puerta abierta de la pequeña habitación. Lo reconozco porque lo he visto muchas veces en los reportajes a lo largo de mis investigaciones sobre el expediente de Hitler. Está solo en el corredor. De cuerpo pesado y encorvado, arrastra su gran esqueleto sin mirarnos siquiera. Por supuesto que sabe qué hacemos. Antes era él quien se reunía con los periodistas. Conoce el cráneo a la perfección. Son las cinco y media, ya trae su grueso abrigo, su sombrero esconde sus canas, su día terminó. El de Larisa no. «Todo debe hacerse conforme a las reglas. Los tiempos cambian, debemos ser prudentes», indica la directora en el momento en el que Mironenko abandona el edificio. «La administración central nos dio luz verde para permitirles ver el cráneo, pero tenemos que rendir cuentas». Lo único que Larisa quiere escuchar de nosotros es que digamos que entendemos, que es normal, que por supuesto no hay ningún problema. Ese cráneo, o lo que queda de él, es fuente de discordia, de polémica entre Rusia y… una buena parte del mundo. ¿Pertenece a Hitler? ¿Rusia miente? Larisa espera la pregunta esencial, la de la autenticidad de la osamenta. Su respuesta consta de dos palabras: «¡Lo sé!». Dina y Nikolai, sus adjuntos, también saben. Nosotros no sabemos. «¿Cómo pueden estar tan seguros?». Larisa recita a la perfección las frases hechas, preparadas con anticipación, repetidas mecánicamente. Años de investigación, de análisis, de cotejos llevados a cabo por la KGB y los mejores científicos soviéticos… Ese cráneo es el de Hitler. «En todo caso, oficialmente es de él». Por primera vez, la directora del GARF modula su discurso. La certeza se resquebraja un poco. La palabra «oficialmente» no es insignificante. Científicamente no es el cráneo de Hitler, pero «oficialmente» sí lo es.

Lana terminó de llenar la ficha de registro. Nikolai deja de bloquearme el paso como por arte de magia. La caja de disquetes y el cráneo son nuestros. Acercamos el rostro a la tapa de plástico. Una etiqueta adhesiva grande, como esas con las que se marcan los disquetes, nos impide ver bien. Nos contorsionamos para verla de lado, pero es lo mismo. Con un movimiento de mi mano pregunto si pueden abrir la tapa. La llave, ¿girar la llave? Mi gesto funciona. Nikolai saca una llave pequeña de su bolsillo y abre la cerradura. Luego regresa a su lugar, justo detrás de nosotros, pero no levantó la tapa. Repito el movimiento de mi mano, pero esta vez hago un gesto para abrir, levantar. Lo hago dos veces, despacio. Larisa parpadea, Nikolai entiende y abre la caja gruñendo. Por fin, el cráneo está realmente delante de nosotros.

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