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David Ordaz Bulos

14/03/2019 - 12:02 am

En el Afropolitanismo: una crónica sobre Sudáfrica

Quiero acomodarme para jugar Pac-man pero un movimiento en falso hace que derrame el café sobre el pasajero vecino. Lleva dormido desde que salimos de la Ciudad de México, no despertó ni para comer, pero ahora casi grita al sentir el líquido caliente en sus pantalones. Apenas el avión aterriza en Londres la policía de […]

“¿Se puede conocer a un país estando ocho horas en uno de sus aeropuertos? Quizás sí”.  Foto: David Ordaz Bulos

Quiero acomodarme para jugar Pac-man pero un movimiento en falso hace que derrame el café sobre el pasajero vecino. Lleva dormido desde que salimos de la Ciudad de México, no despertó ni para comer, pero ahora casi grita al sentir el líquido caliente en sus pantalones. Apenas el avión aterriza en Londres la policía de élite irrumpe –pistola desenfundada en mano– a detener a dos pasajeros de rasgos árabes. Detrás de mí un mexicano toma fotos de la escena con su celular. Su desplante muy folklórico, es aplacado por un grito ronco: No photos! No photos!

¿Se puede conocer a un país estando ocho horas en uno de sus aeropuertos? Quizás sí, poniendo atención a la ropa de las personas alrededor, me digo, mientras deambulo por los pasillos de este lugar en lo que será una escala de ocho horas, donde cada 5 minutos sonará como un mantra propio del autoritarismo suave de los aeropuertos: All baggage that is found without an owner will be removed and destroyed.

Desde la ventana del avión veo el amanecer: los tonos naranjas y morados contrastan con aquella franja de tierra, África. El taxi que recorre la autopista atraviesa un paisaje lleno de chimeneas gigantes y montañas producto de la actividad minera –sé que el viento esparce los metales pesados, altamente tóxicos–; recuerdo los jales de Pachuca, colocados en la antigua periferia de la ciudad, que hoy son las bases sobre las que se construyó el estadio de fútbol y fraccionamientos residenciales. Son una especie de desiertos artificiales, con lagunas fosforescentes y grietas que rompen con la percepción del espacio y tiempo de la ciudad.

He llegado a la capital de Sudáfrica pensando en ¿qué hay después del apartheid? Leo el texto Bye-Bye Babar de Taiye Selasi que habla del afropolitanismo, un término que reflexiona sobre identidades móviles de los hijos de las diásporas que se asumen africanos del mundo frente a la realidad regional compleja y en el caso sudafricano, llena de contradicciones históricas sin resolver que hacen al “país del arcoíris” el más desigual del mundo según el Índice Gini (2016).

El primer día resisto al impulso de salir de prisa al Safari más cercano con los compañeros de la ONG –pagaron ochenta dólares, regresaron decepcionados–. En vez de eso, doy un pequeño paseo de reconocimiento por las calles cercanas al hotel que está en el barrio universitario y comercial de Braamfontein. Cruzo la frontera “prohibida” para los turistas delimitada por un Kentucky Fried Chicken, la calle se vuelve cada vez más oscura y la banqueta está llena de dealers que ofrecen marihuana. Cuando regreso al vestíbulo del hotel, lleno de turistas que se preparan para salir a cenar, alguien me roba el celular del bolsillo izquierdo de mi chaqueta. Para presentar la denuncia y que el seguro de viaje pague el celular, debo ir a la comisaria.

¿Cómo le ha pasado esto a alguien que viene de México?, preguntan los policías en la patrulla y explican que estamos entrando al barrio de Hillbrow, donde por las noches hay tiroteos cada tres horas. Su referencia a México es la violencia y el viacrucis de semana santa en Iztapalapa que vieron en la televisión. Es la bienvenida a Johannesburgo –Joburg, como se dice coloquialmente–, donde poco a poco el shock por el celular robado conectará con un trauma colectivo y profundo: el apartheid sudafricano.

La estación de policía es un recibidor enorme y un pasillo con escritorios separados por mamparas. Ahí espero a que traigan los papeles para abrir el caso. Detrás de mí hay un mapa gigante de la ciudad: basta echarle un vistazo para caer en cuenta de las dimensiones de Johannesburgo y entender cómo lo que antes era un campamento alrededor de unas minas descubiertas por los colonizadores ha crecido sin ningún tipo de planeación.

Suid Afrikaanse Polisiediens. Station Commander, dice el formulario en lengua Afrikáans. Los policías me piden anotar mi nombre, edad, número de identificación y, también, tipo de raza: blanco o negro. Les digo que no puedo contestar esa pregunta, que soy mexicano; es más, les digo, soy negro. Sueltan una carcajada mientras pienso en que la broma tal vez no lo sea tanto, al pensar en el devenir negro del mundo explicado por el filósofo camerunés Achille Mbembe, donde los poderes crudos del post-colonialismo se han transnacionalizado. Y como Sayak Valencia lo ha definido en su libro Capitalismo Gore, en la necropolítica mexicana el cuerpo es una mercancía valorada y el asesinato tiene una comercialización política. ¿Es África el futuro de Latinoamérica?

El robo ha derivado en un tour inusual por la ciudad: un patrullaje de la zona en donde escucho conversaciones sobre la legalización de la marihuana en Sudáfrica y el trauma que aún representa el apartheid, por ejemplo, para muchas personas que viven en el campo: no quieren salir de sus pueblos. Los policías también hablan de Soweto, llamada “la ciudad de los negros” durante las décadas más pesadas. Es casi medianoche cuando cruzamos el puente de Mandela.

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Durante los años setenta al centro de Johannesburgo se le llamaba el “Manhattan africano”, debido a su “moderno” crecimiento, exclusivo para los blancos. Hoy es un cúmulo de edificios entre los que destacan la Hillbrow Tower, una gigantesca antena de telecomunicaciones, y Ponte City, conocida actualmente como la Vodacom Tower —por el anuncio de la compañía de telefonía móvil instalado en su techo, un símbolo en skyline de los nuevos poderes digitales y extractivistas. Es un enorme cilindro de 52 pisos que fue construido para que la elite blanca lo habitara. En 1992, cuando se decretó el fin de la segregación racial que impedía a la población negra vivir en esta parte de la ciudad, fue abandonado.

El edificio se convirtió en un refugio, principalmente para inmigrantes que llegaban de diferentes partes de África, hasta que fue remodelado en 2007. Durante ese periodo se le llamaba “Ciudad Suicidio” por ser el lugar predilecto para lanzarse al vacío. En aquel entonces la acumulación de basura al interior del cilindro llegó hasta el piso 14 y solo pudo ser removida a mano, en un trabajo que duró tres años. Entre los desechos encontraron 23 cuerpos humanos.

Foto: David Ordaz Bulos

Como turista no es fácil caminar por las calles de Hillbrow, donde está Ponte City. Los recorridos se hacen en grupo siempre acompañados por guías locales. Ahora estamos a los pies de la Vodacom Tower, en las oficinas de Dlala Nje, una organización dedicada al trabajo comunitario que ofrece recorridos. Algunos se toman fotos con los niños del lugar al estilo Barbie saviour.

Ponte City ha sido repoblada por familias del barrio de Hillbrow, sus calles son esto: pandillas alrededor de autos, música afrohouse por todas partes, casas en ruinas y edificios en pleitos legales o a punto de ser demolidos. Cantinas clandestinas donde los negros bebían durante el apartheid. Puestos ambulantes con frutas exóticas. Los turistas caminamos siempre en grupo. En las zonas con mayor flujo de peatones es común ver cómo algunas personas chocan casualmente, intentando robar con discreción.

Entramos a Ponte City, su base parece una montaña de piedra y la vista es similar a un set de la Estrella de la Muerte de Star Wars. Efectivamente, la guía nos dice que ahí se han filmado películas como Resident Evil.

Foto: David Ordaz Bulos

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En los videos de la última etapa del apartheid se ve a Eugène Terre’Blanche, el líder supremacista blanco, fundador de la Afrikaaner Resistance Movement (AWB), lanzando discursos a sus seguidores y sus paramilitares aludiendo al Dios protector que los ayudaba a defender la tierra prometida. Sorprende que un discurso nacido hace más de 300 años sobreviviera con tanta fuerza hasta el final del XX, ayer en tiempo histórico.

En el siglo XVII la región que ahora conocemos como Sudáfrica fue la tierra prometida de los afrikaaners o boers, cristianos calvinistas que llegaron de Holanda y — a diferencia de los portugueses que se establecieron en las costas con factorías— penetraron en tierra y se enfrentaron a tribus como los Xulu, Xhosa y Khoi, a quienes impusieron su credo pues se sentían los verdaderos hijos de Dios (sic). En 1797 los boers fueron derrotados por el Imperio Británico, que, en lugar de imponer su religión, buscaba sobre todo diamantes y oro.

De las boers wars surgió la Unión Sudafricana como colonia inglesa. En ella creció el Partido Nacionalista Afrikaner, impulsado por las reverberaciones nazis de la época y el resentimiento al dominio británico. Ese fue el comienzo del apartheid que desde 1948 —mismo año de la Declaración Universal de los Derechos Humanos—, avanzó durante cuatro décadas, a través de políticas segregacionistas vendidas como “una forma específica de democracia y buena convivencia”, que derivaron, por ejemplo, en la creación de bantustanes: territorios aislados para la “población tribal” no blanca, sin capacidad de voto, ubicados en áreas sin reservas minerales importantes, como reservas de mano de obra esclava.

En el libro House of Bondage del fotoperiodista Ernest Cole, quién durante los años sesenta y setenta documentó el apartheid, se pueden ver algunas escenas reveladoras de una época llena de atrocidades como la de una señora blanca de unos sesenta años, con un vestido floreado con medias blancas, sentada en el respaldo de una banca donde puede leerse Europeans only; o el del interior de un autobús en el que ven los pasajeros blancos de pie y en el piso, hacinados bajo un caos de bultos y maletas, los pasajeros negros.

El apartheid acabó en 1992, con la liberación de Nelson Mandela rodeado por un aura mítica de unidad y la reconciliación mientras en la región caían varias dictaduras y en el mundo terminaba la Guerra Fría. Se trató de un régimen político precedido por una genealogía de esclavitud y colonización que llega a un presente incierto.

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En cuanto llego a Cape Town, voy a Table Mountain, la montaña sobre la que se recarga la ciudad frente a la línea de cruce de los océanos Índico y Atlántico. En el taxi le pregunto al conductor sobre la grave crisis del agua resultado de las sequias y la posición geográfica de la ciudad. Me dice que están tranquilos porque llovió la semana pasada, lo cual, además de los esfuerzos implementados por la alcaldía por ahorrar agua, ha prolongado la llegada del “día cero”.

En la montaña conozco a un grupo de brasileños que son voluntarios de una ONG local. Kim, una rubia de unos cincuenta años, dirige la organización y afirma que la vida era más eficiente durante el apartheid porque los trámites en el gobierno eran rápidos. Se ofrece a llevarnos como guía de turista a los viñedos de Stelenbosch, donde Richard Branson, el dueño de Virgin Records, tiene varias propiedades. Nos detenemos en un viñedo en el que además de la producción de vino conservan leopardos. Kim aprovecha el viaje para conectar donaciones, le entrega folletos a uno de los directores.

Durante el último día en Cape Town voy al Zeizt Museum que fue construido sobre antiguos silos de granos por el Heatherwick Studio. Hay una exposición sobre arte contemporáneo, como la obra del fotógrafo Kudzanai Chiurai. Una de sus imágenes caracteriza a un ministro de educación que viste un frac con moño y un revólver en el cinturón. En la mano derecha carga un portafolio de dinero y bajo el brazo izquierdo tres libros: The Empire, Democrazy y Democrazy. La imagen pertenece a la serie Popular mechanics, que juega con las representaciones del poder y la masculinidad en África.

Podríamos decir que las fotos de Chiurai reflejan al post-colonialismo, aquella constelación de ideas que Achille Mbembe desarrolló a principios del siglo XXI, en universidades como Witwatersrand en Johanesburgo –ubicada en el barrio de Braamfountain, el mismo lugar donde me robaron el teléfono– para pensar los tiempos luego del apartheid y la guerra fría. Se trata de unos lentes para mirar el pluralismo caótico global, con sus poderes crudos, en el que corre otra transnacionalización identitaria, la del ser negro, una ficción construida por occidente a lo largo historia, resultado de una maquinaría de exclusión y brutalidad bajo la genealogía: esclavitud, colonización y apartheid; que llega hasta un presente donde no se sabe qué es África y sus Estados.

If it’s yellow let it mellow if it’s brown flush it down sign, dicen los letreros que no dejan de aparecer e invitan a ahorrar el agua. Son las últimas horas en Cape Town y me entero de Robben Island, la isla en la que Mandela pasó 18 años encerrado rodeado por muros de agua, como los de la novela de José Revueltas sobre la Islas Marías. Ya es de noche y desde el taxi que va al aeropuerto veo el cuerpo espectral de un planeta oscuro, es Table Mountain con fuego en sus laderas.

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Voy de regreso a mi fragmentada vida en la Ciudad de México, pero antes toca atravesar otra escala de ocho horas en Londres en la que no queda más que deambular hasta las dos horas antes del vuelo, cuando anuncien la sala de abordaje. En las bocinas se repite el mismo mantra: All baggage that is found without an owner will be removed and destroyed, pero ahora combinado con otro mensaje que anuncia la conmemoración de dos años de la tragedia en el Manchester Arena, la bomba que dejó 22 muertos en un concierto de Ariana Grande. Estoy en la sala de abordaje y han comenzado los dos minutos de silencio, los compatriotas mexicanos ni se enteraron de lo que ocurre, parlotean entre sí.

Ya en México, voy a un curso sobre Casos emblemáticos en reparación de justicia y defensa de los Derechos Humanos, en el Museo Memoria y Tolerancia. Adán García, ponente del curso, aseguraba que la transición sudafricana a la democracia fue blanda, un arreglo negociado para evitar una guerra civil en la que morirían miles de blancos. Y que, a diferencia de los juicios de Nuremberg, las comisiones de la verdad no tuvieron justicia ni reparación del daño, pues las víctimas estuvieron expuestas a presiones religiosas que las obligaban a otorgar el perdón. Efectivamente Hein Marais, definió a las comisiones de verdad como vías que sirvieron más para descargar angustia e ira, que para sanación y reconciliación. Pues siempre estuvo latente el riesgo de una contrarrevolución.

El trauma por el robo del celular poco a poco me conectó con un trauma colectivo más profundo: el del apartheid. Son más las dudas que las respuestas sobre una historia de colonización que corrió distinta a la de México, pero que comparte deudas históricas llenas de contradicciones entre la tradición y lo moderno, el clasismo y la desigualdad, en un presente postcolonial con democracias desacralizadas y nuevos poderes que amenazan los equilibrios del “Estado – nación”.

 

  1. Nota: una versión más corta de esta crónica fue publicada en la HorizontalMx en febrero de
    2019.

David Ordaz Bulos
Psicólogo social. Maestro en Sociología Política por el Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora. Estudiante del doctorado en Creación y Teorías de la Cultura de la Universidad de las Américas Puebla.

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