El honor, la paciencia, la intensidad: los escritores y las palabras sobre el padre

16/06/2018 - 12:05 am

Los padres, esa ilusión de la que tanto ha hablado Sigmund Freud y por ausente o por presente estamos siempre atados a sus expectativas, a sus sueños, a querer satisfacerlos o a querer contradecirlos. Los extrañamos cuando no están y cuando están a veces no sabemos cómo hablarles. Los escritores saben qué decir y este es nuestro homenaje por el Día del Padre.

Ciudad de México, 16 de junio (SinEmbargo).– “Era un padre muy especial, intenso y vertiginoso, cuyo principal método de comunicación universal era la literatura. Era un padre muy paciente que compartía mucho las cosas y se preocupaba mucho por instruirnos ciertas cosas perdidas como el concepto del honor”. Así habla Laura Emilia Pacheco de su padre, el desaparecido José Emilio Pacheco (1939-2014), cuando presentó un libro infantil, una biografía de su progenitor.

“Todavía no lo puedo creer. Es un hecho que ha desorganizado totalmente mi vida. No hay nada que te prepare para esto. Es muy dura la experiencia de perder al padre”, decía por entonces, añorando a José Emilio, algo que si le preguntáramos hoy, sería igual.

José Emilio Pacheco, en su casa como biblioteca. Foto: Cuartoscuro

Este domingo se celebra el Día del Padre y muchos tenemos que recurrir al pasado para recuperar recuerdos de quien nos dio la vida. Los escritores, en cambio, han puesto palabra sobre palabra para compartir sus recuerdos. Algunos están muertos y permanecen en cada texto hacia él dedicado. Otros, vivos, son homenajeados por sus hijos, tan orgullosos.

El padre a veces está ausente y también marca mucho, pero en este caso, hemos elegido esos padres que todo lo dieron para la crianza de sus hijos en las palabras de escritores importantes.

“El padre suele desconocer el carácter y anhelos reales de sus hijos, por eso deposita en ellos tantas expectativas que, casi nunca, se cumplen. A veces es necesario romper con los vínculos para reemprender el camino, sin que la figura paterna funcione como la autoridad absoluta”, dice la escritora Bibiana Camacho. Y eso es muy válido, también.

Alejandro Páez en 2013, en un texto dedicado a Aurelio Páez Chavira, un periodista que falleció a los 78 años, en El Paso (Texas).

“ODIO (con mayúsculas) el ruido como nunca antes en mi vida. El ruido de los parques y el que hace la luz del sol cuando se estrella sobre las banquetas; los gemidos de los cigarros si me ven (“¡devórame, devórame!”) y el de las botellas que chocan.

Si cierro los ojos, ese cerrar de ojos hace ruido. Si leo, aunque sea en voz baja (baja interior), hago ruido. Si simulo que soy amable y si respondo con delicadeza, hago ruido. Si amo, hago ruido aunque lo haga en silencio. Si camino, si aborrezco, si todo: Hago ruido.

Y esto apenas comienza.

(Si cierro los ojos son los ojos de papá lo que abro.

Si digo una palabra son palabras de papá, las que digo.

Si corro al mostrador de esta aerolínea chafa es papá el que vuela.

Si pido café es papá quien lo pide.

Si leo un párrafo es papá quien me recita.

Si siento dolor es papá quien lo siente.

Si me tapo los oídos es papá quien me grita).

Don Aurelio Páez Chavira, empezó de muy joven, como linotipista, hasta ir ascendiendo. Fue, sobre todo, periodista. Foto: Especial

***

Simone, Niño y yo optamos anoche por el silencio. Les hice hígado con sal de ajo y yo metí al horno unas empanadas con queso de cabra y verduras y nos tiramos a la cama en paz. Noche de paz: ahora se qué significa.

Nos dormimos tarde escuchándonos en silencio; la pasamos muy bien. Una buena Navidad.

Ahora estoy en el aeropuerto y, otra vez, el ruido. El frío me cobija pero no soporto tanto ruido. Hay poca gente aquí y aún esa poca gente hace ruido.

No quiero pensar, no quiero escribir: todo hace ruido. No me quiero mover, no quiero viajar, no quiero ver a nadie o extender la mano.

Creo que es el mundo (o mi mundo) el que, mientras se desploma, hace ruido.

(Si me duele un pulmón es a papá a quien le duele.

Si me siento cansado es papá quien se cansa.

Si no me despierto es papá quien se duerme.

Si juego al trompo, si me como un gusano, si dejo el chupón, si quiebro un vidrio, si junto alacranes en un frasco, si nos mudamos a otro barrio del mismo Juárez jodido; si entro a sexto año, si salgo de tercero, si tengo novia, si publico mi primera historia con mi nombre en ella: todo es papá, es papá, es papá, es papá.

Si camino sobre hielo que se rompe, es la fuerza de papá la que me tumba, o la que me lleva).”.

En la revista Orsai, que dirige el argentino Hernán Casciari, Juan Villoro escribió “Mi padre, el cartaginés”. Estaba dedicada, por supuesto, al filósofo Luis Villoro (1922-2014).

“A principios de 2006 mi padre asombró a todo mundo preguntando por precios de motocicletas. A los dieciocho años yo le había pedido un préstamo para comprar la más modesta de las motos. Aunque mi fantasía aconsejaba una Harley Davidson —digna de la película Easy Rider y sus melenas al viento—, me conformé con codiciar una Islo, de fabricación local.

Jamás hubiera convencido a mi padre de adquirir un poderoso talismán norteamericano. En cambio, confiaba en su apoyo a la industria vernácula. La moto Islo debía su nombre al empresario mexicano Isidro López.

El padre filósofo, el padre que a Juan le hizo hacerse aficionado al futbol y que no le compró una moto. Foto: Cuartoscuro

La Revolución y la Independencia, gestas que cumplen cien y doscientos años, marcaban la agenda familiar. Mi padre había escrito Los grandes momentos del indigenismo en México y La revolución de independencia, versión doméstica del Antiguo y del Nuevo Testamento: lo que hacíamos derivaba de ese intangible sistema de creencias.

Miembro del grupo Hiperión, mi padre pertenecía a una corriente que combinó los suéteres de cuello de tortuga del existencialismo con las artesanías de barro de la antropología nacionalista. Siguiendo a Samuel Ramos, precursor de la filosofía del mexicano, los hiperiones hablaron de las esencias nacionales. Su empeño fue paralelo al de Octavio Paz en el ensayo literario (El laberinto de la soledad), Rodolfo Usigli en el teatro (El gesticulador), Santiago Ramírez en el psicoanálisis (El mexicano: psicología de sus motivaciones) y Carlos Fuentes en la novela (La región más transparente). Todas las expresiones artísticas, del muralismo a la fotografía, pasando por la música, la danza y la pintura de caballete, participaron de ese fervor nacionalista.

La identidad fue precisada por los nuevos filósofos: Jorge Portilla se ocupó de la “fenomenología del relajo”, Emilio Uranga de la ontología del ser local y mi padre de la mentalidad prehispánica y las ideas de independencia. Un atávico complejo de aislamiento se rompía al fin para aceptar nuestra diferencia, encarar a los otros sin remilgos y ser, como pedía Paz en la última línea de El laberinto de la soledad, “contemporáneos de todos los hombres”.

Cuando tu padre se compromete tan en serio con las esencias nacionales no puedes pedirle una Harley Davidson. Mi moto sería mexicana o no sería.

Pero él no apoyó la iniciativa. En los años setenta del siglo pasado, las motocicletas le parecían aparatos para hippies con demasiada prisa para llegar a la sobredosis.

Treinta años después mostraba una rara curiosidad por ese tema. La causa solo podía ser política y de preferencia indígena. En efecto: el subcomandante Marcos había decidido salir de la selva chiapaneca para recorrer el país en un itinerario que llamaba “la otra campaña” y pretendía demostrar que ninguno de los candidatos a la presidencia valían la pena. Su repudio a los políticos conservadores se daba por sentado. Más compleja era su oposición a Andrés Manuel López Obrador, candidato de la izquierda con francas posibilidades de ganar. Antes de subir a una moto de aspecto sub-Isidro López, es decir, de repartidor de pizzas, declaró al periódico La Jornada: “López Obrador nos va a partir la madre”.

Ignoro si mi padre participó en la compra del vehículo. Lo cierto es que recibió la puntual visita de un mensajero del EZLN con nombre de personaje de García Márquez (Arcadio Babilonia, digamos), donó fondos para la “otra campaña”, hizo su enésimo viaje a Chiapas y sumió a sus hijos en las repartidas cuotas de admiración y desvelo que nos despiertan sus causas sociales”. (Seguir leyendo en revista Orsai: https://issuu.com/revista_orsai)

La imagen intervenida del padre de Jis. Foto: Cortesía

“Sigo siendo hijo del Gran Molusco, don Federico Solórzano. Y ahora soy padre además, de tres chamacos. ¿Qué podemos pasarles a nuestros hijos? ¿Podemos decidir algo de lo que les heredamos? De pronto entra la sensación de que lo que con más fuerza atraviesa la cadena de las generaciones es algo que pasa directo de algún centro profundo inconsciente, más allá de cualquier intención. Y es al mismo tiempo aterrador y liberador. Me veo siendo alguien intentando concretar algo con mi ser, al tiempo que reconozco las múltiples maneras en que mi padre está en mí, desde manías, actitudes generales ante la vida, hasta modos de pararme, de bajar las escaleras. Uf… seguimos investigando.. (JIS, Molusco Tapatío, monero y pensador)

José Agustín recibió la Medalla Bellas Artes por sus obras literarias en 2011, por sus aportes a la literatura universal, disciplina y constancia en la difícil carrera de las letras. Foto: Cuartoscuro

“En una cultura patriarcal marcada por la deserción y la usurpación, que dan lugar a la tristeza del abandono o a la violencia, yo y mis hermanos tuvimos el privilegio de un padre -José Agustín- que eligió la presencia sin ambivalencias, con todos sus riesgos y bendiciones. Nos regaló la experiencia de la literatura entendida como un juego para todos los días, y el amor por cada uno de los lenguajes artísticos, por la familia y sobretodo por nuestra madre. Hemos tenido la suerte de contar en el día a día con su sentido del humor y su intensa vitalidad.” (Jesús Ramírez Bermúdez)

“¡Como entiendo a mi papá ahora que soy padre! Orgullo absoluto y gratitud eterna… Los silencios que guardamos los padres para que los hijos crezcan lo mejor posibles son tan grandes. Siempre es un trabajo inconcluso, inexacto, tan humano… Es tan real por ser falible, porque vivimos entre el error y la devoción ciega. Nos equivocamos tanto y todos pagan en la familia los traspiés. Y siempre el contacto, la sonrisa, el cariño puro, serán memorables para hijos y padres. El mío me enseñó a amar rabiosa y entregadamente, a no esconder esa emoción. Jugar y acompañarse para crecer juntos, ese es el nombre de juego”. (Andrés Ramírez)

“Mi padre era masón y entendía el mundo a través de la honestidad. Fundó cuatro colonias populares de la Ciudad de México. Era veracruzano. Tuvo que lidiar con la historia de ser hijo bastardo en épocas donde esas madres sin padre eran acribilladas por el prejuicio. Lograron salir adelante, mi abuela y mi padre, que juró darles nombre y apellido a todos sus hijos. Así fue. Quiero y admiro a mi padre, aunque no exista el “día del padre”. (Braulio Peralta)

Juan Domingo Argüelles, un padre joven que sigue indagando y escribiendo sobre la lengua. Foto: Especial

SOBRE JUAN DOMINGO ARGÜELLES

“Hay tres cosas que le interesan de manera particular a mi padre: el tema de la lectura, el uso del idioma español y la poesía. Ha escrito libros en torno a los tres temas, pero sobre todo, ha leído muchísimo en torno a ellos. Es, pues, un intelectual al que le apasionan sus obsesiones y al mismo tiempo un promotor de sus campos de estudio. Ha sido generoso porque ha compartido su inteligencia e interés con un público lector muy amplio. Él, que aprendió el goce de la lectura con las historias de vaqueros que su padre leía, está muy interesado en ese lector que no es necesariamente ilustrado pero que siente pasión por la lectura. Creo que a ese lector ha dirigido sus antologías de poesía, sus libros sobre el uso correcto e incorrecto del español y también sobre la lectura”. (Claudina Domingo)

José Luis Carrera Muñoz, en el recuerdo de su hijo, el escritor Mauricio Carrera. Foto: Cortesía

“Tuve al mejor padre del mundo. Hoy sé que es cierto y que en parte ha sido una ilusión. No importa. Al igual que la vida, la paternidad no admite borradores ni enmendaduras. Es lo que es. Mi padre hizo lo mejor que pudo. Lo quiero, sé que me quiere, pero nos han separado los duelos, los orgullos, los malentendidos. No es fácil esto de la paternidad. A mí la vida y los desamores me han hecho ser un padre ausente, distante. Quien me conoce sabe lo que he llorado por mi hijo, en una lejanía ingrata y conosureña. Siempre cerca y sin embargo lejos. No soy el padre que quise ser, pero éste soy, no hay más. He sustituido estar ahí en todo momento por la inteligencia de modelar una relación amorosa y conversada. Ensayé canciones secretas y mil y un trucos de ternura para no ser odiado, olvidado, despojado de mis territorio de papá. He sido en muchas ocasiones padre y madre a la vez. Múltiples encuentros, nunca suficientes, aquí o allá. Nuestro triunfo: reencontrarnos siempre como si jamás nos hubiéramos separado. Reclamos, uno solo. Enojos, los de su adolescencia o los de mi inmadurez. Abrazos, una hermosa solidaridad de dos que se quieren, así como charlas triviales o luminosas, eso tenemos. Ya no lloro por las noches. Bendito whatsapp con sus mensajes y voces cotidianas. Tengo un hijo inteligente, mucho más maduro emocionalmente que yo, libre de hacer lo que se le pegue su gana, de hablar preciso y con vocación de feliz. De bebé a universitario en un parpadeo. No hay drama. La vida es absurda, sin sentido, lo sé. Sin embargo, cuando lo escuchó llamarme “papá” en su voz de duda, de miedo, de consuelo, de sabihondo, de cariño, de dicha, de enojo, de rebelde, del mejor de los hijos, se renueva mi afán guerrero, la lejanía se acorta, desaparece mi yo triste y egoísta, se alegra mi parte de universo y se resuelven ciertos misterios.” (Mauricio Carrera)

“Cuando era niña pensaba que de todo aquello que iba conociendo no había nada más, por ejemplo: el mar, el primero que vi fue el de Acapulco y durante un tiempo pensé que ese era el único mar. Así me pasó con Gilberto, mi padre, mucho tiempo creí que ese señor era el Hombre, un señor con aditamentos: el auto, su portafolio, la gorra de los Cubs de los domingos, su restirador y los planos sobre él, los plumones. Ese señor, además, tenía ciertos poderes como el de recrear el mundo en miniatura, el de reproducir mi rostro y el de mi madre a lápiz. Y cuando yo no podía dormir por el temor a la oscuridad, él me llevaba de la mano a cazar fantasmas que no logramos encontrar.” (Gilma Luque)

Lacónico, distante, despilfarrado, culto, lector, ideólogo, fundador, revolucionario, orador recalcitrante en su juventud, el padre de Rowena Bali. Foto: Cortesía

EL PADRE PRESENTE

“La presencia de mi padre fue contundente. Fiel a su inconformidad con el mundo, felizmente casado, orgulloso y presumido de su lealtad a mi madre, de su ausencia de vicios, conforme con su humilde vida. Lacónico, distante, despilfarrado, culto, lector, ideólogo, fundador, revolucionario, orador recalcitrante en su juventud. Risueño jardinero, ciclista, pobre, desprovisto de vanidad y generoso cocinero en su vejez.

Contemplar a la distancia mi relación con mi padre resulta en una serie de imágenes inconexas: un largo cabalgar sobre sus hombros, en tanto una de sus manos sujeta mi espalda y la otra una pancarta negra que dice en letras rojas: STUACH. Su cuerpo picado por una mantarraya se contorsiona en la playa. Un suflé de berenjena. Una casa muy vieja que se cae a pedazos y sus felices habitantes sólo miran un jardín muy grande donde las ramas de los ciruelos y los manzanos se parten por el peso de la fruta en el verano. Las granadas y las flores son gratis. Y recuerdo especialmente el largo pasaje en que mi abuela moría y él solo era capaz de soportar el peso de un dolor que sus propios hermanos percibieron apenas como una breve visita, una lúgubre llamada telefónica, una acomodaticia resignación, una desvelada.

Tengo muchas razones para hablar bien sobre mi padre, aunque nadie es perfecto.”. (Rowena Bali)

El padre del escritor chileno Iván Quezada. Foto: Cortesía

Dios Padre

“Dios Padre me enseñó que Dios no existe, pero, como soy desobediente, no fui ateo sino agnóstico. Cuando yo era niño se hacía el perfecto, aunque guiñándome un ojo en señal de que no era superior a nadie. Era un mal héroe, pues nunca hizo ostentación de sus virtudes y se esforzó por enseñarme la humanidad de los defectos. Ninguna de sus enseñanzas fue consciente o deliberada; no había tiempo para las moralejas. Trabajaba demasiado y ahora a los 77 años sigue haciéndolo. A su juicio, el trabajo es superior al dinero, ya que posee la ética del tiempo bien empleado. Las filosofías de la introspección lo angustian. Descree de todos, hasta de los descreídos. Sus primeros recuerdos son de la Segunda Guerra Mundial, lo que justifica su escepticismo con las promesas de perfección individual. A menudo se acuerda de su bisabuela, que llegó a Chile desde España y vivió ciento veintisiete años. Era una mujer alta, erguida, de voz fuerte y que hasta el último de sus días tomó una copa de vino al almuerzo. De ella aprendió el estoicismo y lo puso en práctica al huir de su casa en la adolescencia para trabajar en las salitreras del Norte Grande. En la memoria de mi padre permanece intacta la historia obrera de los siglos XIX y XX. Pero nunca le bastó con este país y como es inteligente se las ingenió para prosperar a contrapelo de una dictadura fascista. Incluso ahora en su vejez quiere irse a vivir a Europa. Ya ha viajado tres veces para allá y nunca se cansa de absorber su cultura. No obstante, su ironía con Valparaíso no le impide amar su ciudad natal, pero dice que hasta desde China no olvidaría su infancia. Su siguiente plan es ir a Pekín y confundirse con las multitudes orientales. Hace poco le pusieron un marcapasos y se siente inmortal. Mi padre no representa a todos los padres, pero ninguno es igual a otro y yo, en rigor, sólo puedo hablar de lo que conozco.” (Iván Quezada)

Cieno la negra humedad del náufrago, un poema dedicado a su padre por Pedro Ángel Palou. Foto: Especial

“Ciega la luz a la que arribo sordo. / El después no existe y no hay sosiego. / Hacia el adiós que el tiempo envejece / Acaba el mundo, su corta eternidad. / La luz ausente aun en su sueño torpe / Torvas orillas de la tierra mansa / Un cuenco de cenizas es tu casa / Borrada ya la vida y sus cuidados. / El color sin color de tu piel muerta / Antes del fuego el tiempo aniquilado / Arden la memoria y sus nostalgias / Arden la vanidad y sus engaños. / No hay nada. Ni siquiera el consuelo / De la memoria. Las cenizas olvidan / De quien fueron cuerpo. / Enmudecen Noche ya en el pantano de mis ojos. / Cieno la negra humedad del náufrago”, un poema de Pedro Palou en homenaje a su padre, el historiador Pedro Ángel Palou Pérez, fallecido recientemente.

Mónica Maristain
Es editora, periodista y escritora. Nació en Argentina y desde el 2000 reside en México. Ha escrito para distintos medios nacionales e internacionales, entre ellos la revista Playboy, de la que fue editora en jefe para Latinoamérica. Actualmente es editora de Cultura y Espectáculos en SinEmbargo.mx. Tiene 12 libros publicados.
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