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Alma Delia Murillo

16/11/2013 - 12:02 am

Carta de renuncia voluntaria

Se me olvidó quién era yo. Se me olvidó que mis carcajadas tienen sonido estereofónico, se me olvidó que me asusta dormir con la puerta cerrada. Se me olvidó que los viernes en la noche me da por llorar. Se me olvidó todo. Me dediqué a ser normal. A vigilar que no se me pasaran […]

Alberto Alcocer / @beco / b3co.com
Alberto Alcocer / @beco / b3co.com

Se me olvidó quién era yo. Se me olvidó que mis carcajadas tienen sonido estereofónico, se me olvidó que me asusta dormir con la puerta cerrada. Se me olvidó que los viernes en la noche me da por llorar.

Se me olvidó todo. Me dediqué a ser normal. A vigilar que no se me pasaran nunca los quince minutos de tolerancia, para marcar mi horario de entrada. A vigilar que mis correos llevaran frases amigables, saludos, muchas gracias, y caritas sonrientes para mantener un trato cordial y positivo.

Me dediqué al trabajo, como si el trabajo fuera la vida. Mira si he sido tonta. Tontísima, imbécil.

Me desvelé planeando qué me iba a poner al día siguiente, procurando estar siempre a la moda, peinada y con los zapatos relucientes, con el récord impecable.

Y lo cumplí. Me gané todas las menciones, todos los premios, todos los diplomas. Qué ridículamente infantil se vuelve la adultez cuando se reproduce en la oficina, lo que se aprendió en la escuela.

Y hasta creí que era feliz. Pero hoy es un día terrible: no puedo mentirme, la verdad me ha mordido el alma.

Hoy me hago consciente de que siento un dolor inexplicable en el pecho desde hace meses. No sé cómo nombrarlo. Pero me entran unas ganas descomunales de correr o de gritar o de llorar un llanto, como para los siguientes cuarenta años.

Mis amigos están enojados conmigo, tienen razón: al principio no tenía tiempo para verlos, luego no tenía tiempo para mantener una conversación telefónica que no rebasara el minuto y en un aberrante tono de memorándum oficinero. Se puso peor cuando no tenía manera de contestarles un mensaje de texto oportunamente, siempre aparecía horas después de que me habían buscado. Y me han abandonado poco a poco, porque yo los abandoné primero.

Es que no me di cuenta, pero dejé que esta droga mortal que se llama vida productiva, me arruinara la existencia. La sonrisa, qué arruinada me quedó la sonrisa. Eso es lo que más lamento de todo. Cómo extraño mis carcajadas.

Hace unas horas mi marido me confesó que está enamorado de una de sus alumnas. Una jovencita hermosa, redonda, de esas calientahuevos que están llenas de vitalidad. Sí, sé que el universo entero podría gritarme en coro un acertado: “te lo dije”. Pasamos toda la noche en guerra, discutiendo y llorando. No voy a engañarme: un hombre no revela una infidelidad a menos que esté dispuesto a jugárselo todo… sé que ya lo perdí.

Esta mañana pensé, me lo repetí con toda la convicción de la que fui capaz: “no voy a levantarme de la cama. No voy a ir a la oficina, dejaré que ese mundo se sostenga sin mí. Voy a quedarme a llorar lo que haga falta”.

Pero el teléfono sonó una, dos, nueve veces; aparecieron diez alarmas, quince recordatorios. Hasta que el inteligentísimo aparato habló, y me dijo levántate y anda. Así que aquí estoy detrás de mi escritorio: gran ejecutiva zombi; creo que mi alma se la tragó ese mismo teléfono móvil que me da órdenes.

No quiero hablar con nadie. Me siento tan inmensamente sola y siento tal desprecio por todos, que ladro cada vez que alguien me pregunta algo. Están asustados, por mí que se mueran.

Extraño también la humedad del llanto. He ido al baño ya tres veces, porque lo siento arder en el pecho, pero las lágrimas no llegan. Ni llanto, ni sonrisas.

Creo que ya estoy muerta.

No sé cómo pasó el día. No es raro que yo sea la última en la oficina, siempre es igual: apenas llega la hora que indica la salida, y todos brincan de sus lugares y aparecen por los pasillos, como cucarachas bajo la luz encendida.  Corran, ordinarios. Corran, ustedes que tienen vida.

Leo y releo el mensaje que me envió mi marido: “Hoy no llego a dormir. Pasaré la noche con Alejandra”. ¿Por qué no me miente? ¿Por qué no me miento yo? ¿Por qué parece que estoy condenada a saber todas las verdades? La vida era mejor mintiendo, ocultando; pretendiendo lo que no, ignorando lo que sí.

Claro que sé que no quiere dormir conmigo, ni soñar conmigo, ni vivir conmigo.

Estoy temblando. Hoy no comí. Creo que tengo una crisis de hipoglucemia o de pánico. Respiro. Hace calor y el aire acondicionado se apagó.

Alzo la vista para entender qué pasa con el sistema del aire, y confirmo, que aquí mirar hacia el cielo es encontrarse con frágiles y tristes techos de plafón. Así me siento yo, de plafón.

Parada sobre mi silla, al levantar una pieza del seudotecho descubro, como si se tratara de un hallazgo inaudito, que detrás hay estructuras verdaderas: concreto, vigas, metal.

Lo descubro y entonces puedo llorar. Lloro por todo, lloro porque estar aquí me ha dejando ciega y mutilada, me vuelvo líquida cuando acepto que me traicioné a mí misma. No puedo parar de llorar.

Recupero la claridad, las ganas. El cable del cargador de la computadora sostendrá bien mi peso si lo cuelgo de esa viga. Miro mi reflejo en la ventana, y me es concedida una gracia final: dos segundos de poesía en esa imagen que me contiene, ya estoy muerta.

“Bertha Flores, Directora de Operaciones. Su cuerpo suspendido en el aire flota casi con ligereza. El profundo surco púrpura que ha dejado el cable en su cuello parece dibujar la curva de una tímida sonrisa”. Eso dirá mi epitafio y no el de la autora de este relato, que para no morir de éxito laboral me ha matado a mí, y ha decidido que veinte años de trabajo corporativo son suficiente anticipo de muerte, suficiente saldo a favor en el infierno y hoy ha renunciado para siempre a la oficina.

@AlmaDeliaMC

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