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Tomás Calvillo Unna

18/05/2016 - 12:00 am

La indigestión civilizatoria y la nación

No son los ciudadanos los que definen la democracia del siglo XXI sino el gánster, los gánsteres, que articulan los grandes intereses con la vida en la calle y aprovechan, ahondando, la distancia y contradicción entre lo legal y lo legítimo, en una sociedad donde lo que impera en el fondo es la confusión; porque los horizontes no existen ya y porque no hay tiempo siquiera para imaginarlos.

El gánster. Su modelo se ha impuesto y como un fractal se multiplica por doquier. Su conducta, su audacia y frialdad, son admiradas. Foto: Cuartoscuro
El gánster. Su modelo se ha impuesto y como un fractal se multiplica por doquier. Su conducta, su audacia y frialdad, son admiradas. Foto: Cuartoscuro

 

-En memoria del Dr. Salvador Nava Martínez

Hemos dejado de ser una comunidad nacional, si es que alguna vez lo fuimos. Creo que al menos varias generaciones de mexicanos crecimos teniendo algunos horizontes en común, a pesar de las históricas desigualdades que nos han acompañado desde los orígenes de lo que consideramos como nación mexicana.

El proceso de larga duración de una cultura rica en creatividad, generosa en su imaginación, ideas, conceptos e incluso deseos colectivos, que se tradujeron en preceptos jurídicos, desarrollo de instituciones educativas y culturales y políticas públicas entorno a los bienes territoriales concebidos como un tesoro común por cuidar, se nos está desmoronando entre nuestras manos.

Incluso lo que podríamos reconocer como una emoción nacional, un orgullo bien entendido, no excluyente, con corazón y rostro lúdicos sostenido en nuestra cotidianidad expresada en música, literatura, cine, danza, artes y artesanías siempre juntos, se han erosionado debido a la atmósfera de impactos violentos de todo orden, y a la pérdida de sentido de la vida misma ante el avasallamiento del mundo virtual que hoy nos convierte en actores inconscientes del instante.

La vida expresada en presión continua, de la virtualidad tecnológica y su totalitarismo que dislocan el tiempo y el espacio, se asemeja cada vez más a una máquina trituradora que incluso pretende desaparecer  el silencio y el vacío tan necesarios para la expresión propia de la historia y su memoria.

Aquella película de Tarkosvky, Solaris, fue premonitoria: la realidad que percibimos es la de nuestro subconsciente; deseos y temores por miles moldean la materialidad del mundo y su sociedad de consumo apresando nuestra cotidianidad.

La utopía es reemplazada por la pesadilla. El aquí y ahora no es más una conciencia alcanzada, una verdad filosófica,  sino el estallido de la ansiedad e intoxicación, la violencia de la angustia y desesperación; el triunfo de lo siniestro ante el naufragio de la esperanza como valor primario de renovación, cambio, resurrección.

En política eso se traduce en el  empoderamiento de un personaje que siempre había estado ahí, pero acotado: el gánster. Su modelo se ha impuesto y como un fractal se multiplica por doquier. Su conducta, su audacia y frialdad, son admiradas.

No son los ciudadanos los que definen la democracia del siglo XXI sino el gánster, los gánsteres, que articulan los grandes intereses con la vida en la calle y aprovechan, ahondando, la distancia y contradicción entre lo legal y lo legítimo, en una sociedad donde lo que impera en el fondo es la confusión; porque los horizontes no existen ya y porque no hay tiempo siquiera para imaginarlos.

Las ideologías se han vaciado, como la misma democracia, el origen de ello no está solo en los territorios físicos sino sobre todo en el más estratégico: el de la mente, donde hasta ahora la batalla se está perdiendo.

Lo paradójico es que todo ello, nos sucede en el periodo en que estábamos comenzando a construir un régimen democrático. Sin embargo la emanación del crimen como modelo se filtró acelerado por la globalización y sus nuevas tecnologías y se disparó en el imaginario de miles sumergidos de antemano en la violencia económica.

La ambición desmedida como expresión de una ansiedad sistémica se ha impuesto en toda la jerarquía social y no es exclusiva de un grupo, una clase o un partido, es parte ya de la respiración contemporánea de un capitalismo salvaje cada día más atrapado en sus mecanismos de violencia.

El desplazamiento del ser humano por los objetos, los llamados bienes materiales inmediatos que otorgan un sentido de poder por mínimo que este sea, a costa de la expoliación de comunidades enteras y del mismo hábitat, genera rupturas difíciles de revertir y advierte de la incapacidad colectiva para detener los excesos de un proceso civilizatorio que puede terminar ahogándose en sí mismo.

Al querer ocupar todo el universo, el ser humano se está quedando sin su lugar. El endiosamiento de lo virtual, cuya naturaleza es evasiva y fugaz, es la tragedia de un incesto tecnológico, donde la política corre el peligro de ser sólo un instrumento  más para ejercer el trabajo sucio de mantener el control social a como dé lugar.

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