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Jorge Alberto Gudiño Hernández

19/09/2015 - 12:02 am

Toda una vida

A veces resulta complicado actualizar la imagen que se tiene de uno mismo. A mí, al menos, me pasa con frecuencia. Un buen día me topo con mi cara reflejada y me doy cuenta de que ya he dejado atrás al adolescente atormentado que soñaba con que ganaría todos los premios literarios. Otro, a la […]

A veces resulta complicado actualizar la imagen que se tiene de uno mismo. A mí, al menos, me pasa con frecuencia. Un buen día me topo con mi cara reflejada y me doy cuenta de que ya he dejado atrás al adolescente atormentado que soñaba con que ganaría todos los premios literarios. Otro, a la hora de arreglarme para una boda, me doy cuenta de que soy bastante más viejo de lo que me siento. Incluso me dejo atormentar por el lugar común que significa que me llamen “señor” en la calle y no me resta más que un suspiro resignado.

         Y ese proceso de actualización tiene que ver mucho con los constructos que uno hace sobre su futuro. El adolescente atormentado soñó, como casi todos, en ser capaz de enamorar a la más bella de las chicas, sin importar que tuviera millones de adoradores y que viviera en Hollywood. El señor que también soy sabe que eso ya nunca será posible, aunque deje que se cuele, cada tanto, a manera de sonrisa, la disparatada idea de que eso suceda. En otras palabras, el yo actualizado sabe que el futuro se parecerá más al presente y menos a los deseos por mucho que eso duela.

         Hoy, cuando esto escribo, acabo de llevar a mis pequeños a dormir. Hoy, hace cinco años, tuve por primera vez entre mis angustias a mi hijo mayor. Ese día descubrí, por ejemplo, que el amor a primera vista sí existe, que la felicidad desborda en llanto y que la incredulidad le roba certidumbres a lo cotidiano.

         Y tras ese día se sumaron cientos más. Tantos como los que conforman una vida. O dos de ellas. Porque a los cinco del mayor se suman los dos del pequeño, gracias a un prodigio matemático que sólo el cariño es capaz de explicar.

         Me resulta evidente que en estos cinco años he cambiado mucho. Más, mucho más, que en el lustro anterior. Pese a ello, son apenas un pequeño apartado de mi vida aunque valga por una completa de mi hijo. Si me concentro en las fantasías y los deseos, no soy capaz de descubrir aún mayores diferencias en estos últimos años. Si acaso, he incorporado al caudal de mis deseos a los pequeños pero a veces, cada tanto, también sueño con ganarme el Premio Nobel, la lotería o el coche que rifa la tienda de la esquina.

         Es extraño. Cuando uno fantasea de adolescente es capaz de cambiar todas las cosas que lo rodean, los accidentes, para volver posible la narrativa del deseo. Incluso puede imaginarse dentro de un cuerpo ajeno, más fuerte, más guapo, más rico y mucho más encantador. Así la actriz de moda reparará en uno sin problemas. No hay sacrificio que no valga en la fantasía. En la fantasía de ese entonces.

         Ahora no puedo, ni me interesa, desprenderme de muchas cosas. Más aún, por mucho que mis deseos arañen los terrenos de lo absurdo, me descubro acompañado. Por quien me hizo padre hace cinco años. Por su hermano que lo consiguió de nuevo. Y son sus miradas, sus dos manos que acompañan a las mías y una lista interminable de detalles que apenas alcanza a perfilarlos, los que me dan la certeza de que bien vale la pena.

         Los deseos se conservan, no busco confundirme, pero están orientados a un yo que va mucho más adelante que aquél en quien me reconozco. Un yo que, por fortuna, es más grande, mucho más grande, desde hace cinco años.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.

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