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Jorge Javier Romero Vadillo

19/10/2023 - 12:02 am

La coalición reaccionaria de López Obrador

En realidad, López Obrador se puso a la cabeza de una coalición formada por los afectados por el rumbo de las reformas emprendidas de manera errática desde 1996.

El Presidente Andrés Manuel López Obrador en conferencia de prensa.
“El pacto de poder encabezado por López Obrador es esencialmente reaccionario, restaurador. No es un proyecto de equidad social, como han creído los tontos útiles de una izquierda ideologizada”. Foto: Galo Cañas, Cuartoscuro

El pacto político que puso final al monopolio del PRI, concretado en 1996, se tradujo principalmente en un conjunto de reglas políticas, pero también implicaba sacar adelante un conjunto de reformas institucionales para adecuar la economía mexicana a las condiciones del mercado global, con la intención de atraer inversión y mejorar las condiciones de competencia tanto en el mercado interno como en el exterior. La apertura comercial de los años finales del siglo XX requería, para consolidar una nueva relación entre el Estado mexicano y los empresarios económicos, de una reforma del Estado, para garantizar certidumbres jurídicas y reglas claras a la inversión.

El nuevo arreglo social en ciernes requería del desarrollo de una nueva clase de empresarios mexicanos, dispuestos a competir, a invertir en innovación y tecnología y a resolver sus controversias, sus relaciones con el Estado y con los trabajadores en el marco del orden jurídico formal, los tribunales y los órganos regulatorios, sin compra de protecciones particulares y sin depender de una relación rentista con el poder público. Sin embargo, ese nuevo empresariado apenas estaba en embrión y el éxito del proyecto, inscrito en las llamadas reformas estructurales, hubiera implicado la reconversión del viejo empresariado que había desarrollado una relación simbiótica con el viejo Estado rentista y proteccionista surgido del pacto de 1946.

El mutualismo desarrollado entre los organismos empresariales y el Estado durante la época clásica del régimen del PRI había generado dependencia de la trayectoria y sus beneficiaros, tanto los políticos como los económicos, opusieron resistencia al cambio de manera puntual. Está bien documentada la oposición del duopolio televisivo a las reformas a las telecomunicaciones, pero hacen falta estudios serios que documenten otros procesos de oposición al desarrollo de nuevas reglas de competencia antimonopolista, de nuevos mecanismos de regulación energética y, en general, de construcción de espacios de arbitraje no politizados de la actividad económica.

También se resistieron al cambio importantes sectores de la coalición política previa, sobre todo las corporaciones sindicales. La manera en la que el SNTE impidió la reforma del sistema educativo para que fuera capaz de brindar la formación que requería la inserción de México a la economía global a la que se aspiraba ha sido ampliamente documentada, pero toda la red de sindicatos monopolistas jugó un papel crucial en la preservación de un amplio conjunto de reglas de protección desarrolladas durante el régimen autoritario.

El problema del pacto de 1996 es que no logró construir una sólida coalición social que lo respaldara. Si bien entre las capas medias educadas la democratización concitó aprobación, entre las elites privilegiadas muchos de los avances en el orden jurídico resultaban amenazas a sus privilegios y entre la mayoría de la población excluida del bienestar y sin perspectivas de ascenso social, en una economía estancada, con salarios bajos, sin derechos garantizados ni acceso a la salud, a la educación o a las infraestructuras igualadoras, la democratización generó indiferencia. Entre la población marginada poco cambió, pues las elecciones siguieron siendo temporadas de reparto de beneficios clientelares, como en los viejos buenos tiempos del PRI.

La coalición política formada en torno al pacto de 1996 no estuvo dispuesta a romper el consenso antifiscal que ha caracterizado a la historia mexicana y no cambió sustancialmente la estructura impositiva. Paradójicamente, el Gobierno de Peña Nieto, caído rápidamente en el descrédito, logró cierta reforma fiscal, junto con un conjunto de cambios institucionales que apuntaban en la dirección correcta de transformación estatal: Reforma Educativa, Reforma Energética, Reforma de Telecomunicaciones, creación de cuerpos profesionales del Estado para mejorar la resolución de conflictos y garantizar el imperio de la Ley. Faltaba mucho por hacer, pero el cambio incremental iba en la ruta de la construcción de un orden social de acceso abierto.

La principal falta del intento de nuevo acuerdo construido en 1996 fue la ausencia de compromiso con la construcción de un Estado de bienestar que incorporara a la mitad de la población que vive en la pobreza a la prosperidad anunciada. El empecinamiento de considerar a los bajos salarios como ventaja competitiva de México en el mercado mundial, el rechazo a pagar impuestos y la necedad de no invertir en un sistema de salud universal, en educación de calidad y en infraestructuras integradoras hizo que el pacto de 1996 careciera de base social y convirtió a la mitad del país en terreno fértil para la demagogia.

Sólo desde la ingenuidad política se puede creer que fueron los pobres el elemento más relevante de la coalición lopezobradorista. En realidad, López Obrador se puso a la cabeza de una coalición formada por los afectados por el rumbo de las reformas emprendidas de manera errática desde 1996. En primer lugar, los grandes empresarios dependientes del proteccionismo estatal, acostumbrados a vivir de los contratos públicos, dispuestos a pagar por protección política cantidades ingentes de sobornos, pero beneficiarios del arreglo rentista. También, las corporaciones sindicales encargadas de controlar las demandas salariales y de condiciones laborales justas, vendedores también de protecciones a los empresarios. Por supuesto, una burocracia clientelista, refractaria a cualquier intento de introducir el mérito como criterio para la contratación o la promoción en el empleo público. Y, en la base del entramado, la amplia red de intermediarios políticos que controlan el reparto clientelista de rentas estatales a los más pobres, con pingües beneficios personales.

El pacto de poder encabezado por López Obrador es esencialmente reaccionario, restaurador. No es un proyecto de equidad social, como han creído los tontos útiles de una izquierda ideologizada. Por cierto, no es la primera vez que un pacto oligárquico logra apoyos sustantivos entre quienes han caído en el garlito del compromiso popular de sus líderes. Pasó con el PRI primigenio. 

El pacto de López Obrador es con los empresarios que rechazan la competencia mundial y la necesidad de ser cada día más eficientes y productivos, con inversión tecnológica e innovación en la gestión. Es con las corporaciones sindicales, culpables del atraso salarial y de derechos sociales de los trabajadores y es, de manera especialmente ominosa, con las Fuerzas Armadas herederas de las bandas depredadoras que se hicieron con el poder durante la revolución y que han vivido siempre de la gestión de los mercados clandestinos. 

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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