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María Rivera

21/09/2022 - 12:03 am

El trauma

“No otra vez, caray. Está maldito este día, no puede ser”.

“Y sí, rápidamente las imágenes, los recuerdos de hace cinco años vinieron a mí como una marea insidiosa e imparable”. Foto: Rebecca Blackwell, AP.

Fue un trauma, querido lector, un trauma sobre un trauma, sobre otro trauma. La verdad, yo no me la esperaba ¿cómo que volvería a haber un gran sismo en 19 de septiembre y casi a la misma hora que el terremoto del 19 de septiembre del 2017? No, no, no, no es posible. Tan no era posible, que no tenía ni el menor resquemor, ni siquiera cruzó por mi mente esa posibilidad. La naturaleza es cabrona pero no maligna, pensaba. Pero sí fue posible. Nuevamente, allí estábamos, escuchando la alerta sísmica después de haber escuchado la alerta sísmica por el simulacro. Y nuevamente, venía manejando, como hace cinco años, escuchando la alerta sísmica, solo que lejos de las zonas más riesgosas de la Ciudad de México, lo que me dio cierto alivio, pero igualmente, como hace cinco años, tuve unos segundos para preguntarme ¿será otro simulacro, se habrá postergado? Cuando entendí que no, no era otro simulacro, solo pude pensar “no, no, no esto no puede estar pasando”. Salí rápidamente de un estacionamiento subterráneo y me estacioné en la avenida, asustadísima, mirando el poste que se balanceaba. No podía pensar más que en alejarme de cualquier cosa que pudiera caerme encima. La gente estaba en la calle, angustiada, a la espera de lo impredecible ¿será terremoto, será leve? Pasó, afortunadamente, sin ningún daño en la zona donde estaba. Pero no pasó el trauma sobre el trauma, que tanto tiempo nos ha tomado superar.

Y es que en nuestra familia, todo empezó con el sismo de hace cinco años. Empezó exactamente en las ondas que azotaron los edificios con una fuerza que yo no recuerdo jamás haber sentido, ni en el 85. Parada en un camellón de la colonia Condesa, tras brincar de mi coche que se iba de un lado a otro con el freno puesto, deteniéndome de un desconocido para poder estar de pie y mirando con total azoro y terror cómo los edificios que estaban frente a mí se golpeaban entre ellos con tal violencia que temí que se desplomaran. Caían pedazos de concreto, junto con vidrios y polvo, mucho polvo, de las estructuras venciéndose. Fueron minutos inacabables, querido lector. Personas en la calle no podían tenerse en pie, se sentaron en el asfalto, crisis de pánico, llantos, gritos desde dentro y desde afuera.

Luego me pregunté, muchas veces, por qué no intenté alejarme de ese lugar. Si los edificios se hubieran desplomado nos hubieran caído encima. Por eso ayer, querido lector, solo me preocupaba alejarme del poste. La reactivación del trauma en pleno, como seguramente nos pasó a todos los que vivimos en esta ciudad, golpeada una y otra vez por los terremotos en septiembre. Uno no sabe realmente la dimensión de una herida hasta que se la recuerdan, como una escenificación brutal. Y sí, rápidamente las imágenes, los recuerdos de hace cinco años vinieron a mí como una marea insidiosa e imparable. No otra vez, caray. Está maldito este día, no puede ser. Memes y chistes en twitter nos relajaron, vamos a reírnos, a soltar un poco el cuerpo, comamos bolillo. Nuestro humor negro, nuestra manera, sarcástica, de sobrevivir a la fatalidad. Luego, la zozobra, esa que empezó esos días negros de hace cinco años, pero sin el escenario real, aunque la memoria los activa de manera sorprendente.

Allí estamos, nuevamente, en la casa que nunca volverá a ser nuestra casa, pero que aún nos recibe, herida, pero en pie. Fugas de agua, de gas, desplazamiento de las losas: aún no sabemos qué tan grave es el daño, todavía nos sentamos en la sala, recogemos lo que el sismo tiró por todos lados. Es la casa donde crecimos y que pasará meses desalojada, como un ataúd vacío, hasta terminar por desvanecerse en el aire a fuerza de golpes de maquinaria pesada. Allí, nuestras cenas, comidas, recuerdos, la sala, la vajilla, desapareciendo en el viento. Grietas, escaleras sin muros, elevadores atascados y el susto: un susto que no se quita, regresa. Allí están los restos, las fisuras, los edificios hechos polvo, hechos masas de concreto y varillas, a unas cuadras. Están en el camino que recorrí durante veinte años, como heridas abiertas. Y ahí está el parque, donde nos sentamos a respirar profundo, mi padre recién desalojado, y yo. Ya sabemos que no, no volverá. Estamos en la colonia que lo acogió desde joven, donde crecimos sus hijos y yo pasé mi juventud. El parque está lleno de flores, altares. Yo no sé ni para qué caminamos tanto, si podemos estar en una sala sentados, a unas cuadras, en la casa de mi hermana, en la misma colonia. Tampoco está ya mi casa, que dejé aterrada por un sismo anterior en el que no pude bajar, me rompí el tobillo. Es mejor irse, una hija pequeña, pensé, que cuando venga el terremoto, yo no esté ahí, no estemos. No sirvió de nada; allí estaba, exactamente en el mismo lugar, la misma colonia en la que no quería estar durante un terremoto. El destino es implacable, qué se la va a hacer.

Mi padre nunca volvería a dormir en su casa, nuevamente. A diferencia del 85, en esta ocasión ya no hubo nada que hacer: los daños son irremediables, aunque lucen igual. Esos dos 19 de septiembre, son como la misma fotografía, solo que en una tengo catorce años y en la otra 46. Recorro, en esa primera subida de las escaleras de su casa, tras el sismo, el mismo paisaje de destrucción que cuando, adolescente, las subí pocas horas después del gran terremoto. Vivimos esos días en el loop del pasado que se actualizaba con una precisión feroz, milimétrica: las piedras desplomadas en el mismo sitio, los agujeros también, la misma fuga de agua, las grietas en las columnas del estacionamiento.

Esta vez, sin embargo, en el edificio de la esquina se hicieron sándwich dos pisos. Los soldados logran rescatar personas de los pisos de arriba que no pudieron bajar. Cada vez que paso por enfrente, me inquietan las cortinas que ondean en el aire, escapan de las ventanas rotas o los pisos aplastados. Señalan que nadie queda allí con vida, salvo lo que hubo alguna vez convertido en fantasma.

Pasan meses, y luego, la primera señal de que las ondas sísmicas siguen desplazándose por nuestras vidas como si fueran placas tectónicas: mi padre tiene un accidente vascular, en el parque, y no recuerda por segundos donde vive, está desorientado, no recuerda que está viviendo en casa de mi hermano, a una cuadra de su casa desalojada. Luego, la caída y la rotura de un brazo, entre tanta cosa que han traído de su casa y finalmente el cáncer, dos años después de vivir desalojado. Ya no tiene edad para sobreponerse a otro 19 de septiembre, ya no tiene cuarenta años, ya no puede hacer manuales para salvar la vida en caso de sismos, purgar el trauma, ni escribir un largo poema sobre las ruinas de Tlatelolco, después de deambular en el derrumbe, una noche del 85. Ya no tiene edad para reconstruir de la nada, su casa. Pero sobrevive, finalmente, al cáncer. Remite, pero dos meses después llega la pandemia, que nos encierra a todos, deja a los enfermos sin atención médica y el cáncer regresa, no hay nada que hacer ya.

Todo empieza, pues, con esas ondas sísmicas, de nuestro segundo diecinueve de septiembre. La naturaleza no sabe de crueldad, obviamente, y por eso mismo es terrorífica: un día cualquiera desvanece nuestros sueños, cambia nuestros destinos, querido lector, lo sabemos. No es humana, pero ella es en parte lo que nos hace humanos: por eso leemos en sus azarosos designios crueldad e inventamos maneras de conjurarlos; sin la imaginación y el pensamiento mágico no seríamos humanos. Es precisamente la búsqueda de sentido lo que nos llevó a escribir sobre tablillas cuneiformes y por ello, ningún accidente natural podrá nunca borrar nuestra memoria, ni nuestros recuerdos, que sobreviven a pesar de las noches oscuras, y que nos contamos, entre fogatas, desde hace milenios, unos a otros para tratar de conjurar desastres naturales.

Yo seguiré, pues, contando la historia, con la esperanza (vana del todo) de que no, no vuelva a temblar en septiembre y aunque a la naturaleza le tenga sin cuidado.

 

María Rivera
María Rivera es poeta, ensayista, cocinera, polemista. Nació en la ciudad de México, en los años setenta, todavía bajo la dictadura perfecta. Defiende la causa feminista, la pacificación, y la libertad. También es promotora y maestra de poesía. Es autora de los libros de poesía Traslación de dominio (FETA 2000) Hay batallas (Joaquín Mortiz, 2005), Los muertos (Calygramma, 2011) Casa de los Heridos (Parentalia, 2017). Obtuvo en 2005 el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.

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