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Jorge Alberto Gudiño Hernández

24/12/2016 - 12:00 am

Pirotecnia

Confieso que de niño compré cohetes con mis amigos de entonces. Tendríamos alrededor de 10 años. Caminábamos un par de cuadras afuera de nuestra colonia. Llegábamos a una vecindad a la que se accedía por un pasillo. Siempre había personas pero nunca nos dijeron nada. La vuelta era a la izquierda en la bifurcación. Luego […]

No estoy en contra de la pirotecnia. Sé que hay familias que viven de eso y hay tradiciones que a muchos les interesa que perduren. Ya va siendo hora, sin embargo, de dejar atrás la infancia irresponsable y volvernos profesionales en asuntos tan cercanos al peligro. Foto: Cuartoscuro
No estoy en contra de la pirotecnia. Sé que hay familias que viven de eso y hay tradiciones que a muchos les interesa que perduren. Ya va siendo hora, sin embargo, de dejar atrás la infancia irresponsable y volvernos profesionales en asuntos tan cercanos al peligro. Foto: Cuartoscuro

Confieso que de niño compré cohetes con mis amigos de entonces. Tendríamos alrededor de 10 años. Caminábamos un par de cuadras afuera de nuestra colonia. Llegábamos a una vecindad a la que se accedía por un pasillo. Siempre había personas pero nunca nos dijeron nada. La vuelta era a la izquierda en la bifurcación. Luego una puerta de metal verde, de ésas que tienen barrotes abajo y arriba. Siempre estaba emparejada. La empujábamos. Con algo de lentitud. Adentro había una señora mayor; anciana, le decíamos entonces, o viejita. Durante los dos o tres años que repetimos el ritual siempre nos pareció con un temperamento casi ancestral.

Guardaba los diferentes tipos de cohetes en botes de plástico que, en otra época, contenían dulces. “Tarugos”, para ser más precisos. Esos popotes cubiertos de pulpa de tamarindo y chile. La oferta era extensa. Comprábamos poco pues no teníamos mucho dinero. Cohetes blancos, busca pies, chifladores y alguna paloma no muy grande. Veíamos con cierta codicia los cañones y las palomas grandes, algunas del tamaño de un cuaderno. De pilón nos daba de esos palos con cabeza de cerillo en los dos extremos que llamábamos brujitas y no eran nada divertidos.

Los tronábamos en el parque. Lanzándolos lejos y haciendo montoncitos. Incluso alguno de nosotros cometió la imprudencia de tomar un cohete blanco por la base y dejar que explotara entre sus dos dedos. Corrimos con suerte. Demasiada. Nunca le pasó nada a nadie. Quizá porque nuestra economía no daba para cosas peligrosas. Lo agradezco a la distancia.

Bastaron algunos años (y luego décadas) para descubrir que el atractivo de la pirotecnia se disuelve en esas ventas clandestinas. Son pocos los asuntos en los que me sumo a las quejas que suelen tener los dueños de los perros. Éste es uno de ellos. El ruido, la contaminación, el aroma, tradiciones que poco aportan aunque bien contribuyen al devenir de la fiesta.

Más allá de estas pequeñas quejas por la incomodidad, pronto quedó claro que son peligrosos. Al menos, cuando no son tratados por profesionales. Sí, es posible quedar cautivado ante los espectáculos de pirotecnia que organizan las ciudades por diversos festejos. No sólo en el extranjero, como han apuntado algunos. Aquí mismo, durante ciertas celebraciones, se puede ver al primer cuadro iluminado. De nuevo, por profesionales.

La explosión en el Mecado de Tultepec evidencia lo poco profesionales que somos los mexicanos. No sólo los productores y vendedores. También quienes les otorgaron los permisos para hacerlo. Al margen de la explosión, han resultado cuando menos ridículos los supuestos alrededor del mercado. Desde la comisión para la pirotecnia, hasta las declaraciones alrededor de la seguridad de ese sitio. Patética, además, la transmisión en vivo del gobernador desde las salas del hospital. Como si se pudiera estar en campaña ante el dolor de tanta gente.

Ignoro si la viejita que vendía cohetes cerca de la casa de mi infancia sigue haciéndolo. Conozco, sin embargo, la ubicación exacta de la vecindad y soy capaz de llegar a ella sin problemas. Además, sigo viviendo cerca. Pese a ello, me queda claro que no iré a comprar cohetes para mis hijos. Sería una imprudencia y una irresponsabilidad. A diferencia del yo que era a los diez años, ahora sé que son peligrosos. Muy peligrosos. Y es algo que aprendí, por fortuna, sin tener que experimentarlo en carne propia. Algo que, por desgracia, no hemos aprendido en nuestra eterna infancia.

Sí, a veces da la impresión de que los mexicanos vivimos en una eterna infancia. La que nos impide profesionalizarnos, por una parte. La que nos permite seguir creyendo que las autoridades nos protegen, por la otra. La que, a la larga, más allá de pretextos, declaraciones, transmisiones en vivo y demás, propicia tragedias verdaderas. Tragedias en las que mueren personas. En las que el dolor se vuelve algo tan tangible y verdadero que resulta casi imposible entender cómo es que no hemos salido de ahí.

Aclaro: no estoy en contra de la pirotecnia. Sé que hay familias que viven de eso y hay tradiciones que a muchos les interesa que perduren. Ya va siendo hora, sin embargo, de dejar atrás la infancia irresponsable y volvernos profesionales en asuntos tan cercanos al peligro. Mientras eso no suceda, será mejor participar de esta época de festejos alejados de la pólvora y, también, con esa incómoda certeza de que, mientras nos convencemos de que esta época es mejor, en el mundo y en nuestro país, existe mucha gente que se la está pasando verdaderamente mal.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.

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