Cuando la muerte nos alcanza

25/10/2013 - 12:01 am

Qué cliché escribir sobre la muerte. Nombrarte es difícil. Pensar en ti aún más. No te confundas, no escribo sobre nadie que no seas tú.

¿Qué es lo que me faltó decirte? No te dije que te quería. Nunca. No te agradecí todos los mensajes de apoyo que me mandaste. Incluso a veces no pude contestarte. No sabía qué palabras podrían siquiera parecerte coherentes. Mis problemas, respecto a los tuyos, no tenían punto de comparación.

De alguna manera, los dos vivíamos respirando enfermedad. Sólo que la mía era imaginaria. Relaciones enfermas. Un cuarto oscuro. Un drama inventado.

Sólo un beso. Un beso y mil carcajadas, el balance es insuficiente. Debí haber estado más atenta, ¿sabes? El tipo de atención que requiere del tacto, de la voz, del abrazo, de la sonrisa. Contacto real.

Cuando la muerte nos alcanza, la vida se pinta con los colores de un atardecer, intensos, naranjas, morados, rosados. Los colores más cursis y chillantes del universo. Por un instante, la vida se vuelve un epitafio.

Y después qué sigue. No sé. No me gusta pensar en eso. Pospongo las preguntas importantes de la vida. Solo sigo la corriente. La gran ausente.

Cuando la muerte nos alcanza, los días se vuelven grises. Grises como el smog de la Ciudad de México, como el aceite mil veces freído de los tacos de la esquina, como las miradas vacías de los desesperanzados: del que canta en el camión una rola del Tri, del aficionado que ve perder a su equipo cada domingo, del científico que no tiene empleo, de Doña Celia que ya no quiere comer más, del hijo de doña Celia, a quien no le alcanza el dinero para cubrir los gastos, del agua turbia de un florero abandonado.

Las lunas de octubre serán más intensas a partir de ahora. Serán redondas, inmensas, intensas.

El café nuestro de cada día sabrá a grano recién molido.
La leche deberá ser tomada fresca, sin procesar.
Las mandarinas harán su aparición en este mes, tu mes.

Tus treinta días de octubre.

El pan deberá ser comido despacio y sopeadito en leche tibia.
El té de menta deberá ser orgánico.
Las guasanas frescas.
Las pitayas de colores.
Las tortas ahogadas deberán ser inundadas en salsa picosa, con cebolla flameada y un toque de frijolitos.

Será imperativo tomar agua de manantial.
Será urgente pasar la tarde con frío acompañados de un tequila.
Será importante recordarte en este mes, tu mes.

Tus treinta días de octubre.

Está prohibido no reírse de un chiste malo.
No está permitido dejar de preguntar cómo se siente el otro, cualquiera que ese sea.
No podremos faltar a más compromisos en este mes, tu mes.

Tus treinta días de octubre.

De pronto el trabajo es secundario, tener un bebé parece una quimera, los domingos se vuelven entresueños ardidos, de tristeza, de inmovilidad.

El amante entiende que todo ha terminado.
El país marcha inexorable a su ruina.
Las series de televisión siguen ganando adeptos.

El vacío rompe los corazones de todo aquel que te conoció.

Cuando la muerte nos alcanza, no hay libro que nos reconforte, ni sol que alcance a calentar las veinticuatro horas del día, no hay suficiente calcio, ni potasio, ni ácido fólico, ni vitaminas, ni siquiera el Redoxon lleva a cabo su cometido.

¿Dónde, en qué calle, qué espacio acoge un grupo anónimo para hablar de ti? ¿Para pedir tribuna, para presentarse ante extraños, para compartir desde las entrañas aquello que sólo se llora a las doce de la noche, solos, entre las sábanas frías?

El por qué de tu partida es totalmente irrelevante.
Dios está de asueto.
Las risas son falsas, mero trámite para hacer más llevadera la conversación.

La depresión es un invento del hombre.
El psicólogo es la oferta para la gran demanda de una humanidad en crisis.
De aquellos desesperados que les atormenta el por qué.

El por qué es muy simple.
El por qué es como comer mandarinas, y depositar en una servilleta las semillas. Cuento 49 semillas y ocho gramos de ceniza, a razón de dos gramos por cigarro.

Octubre se termina en seis días. Menos uno, porque los números pares son más cálidos. Se parecen más a ti.

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