SALA DE LECTURA | Variaciones sobre el hastío, de Felipe Ríos Baeza

27/08/2016 - 12:03 am

Todo bien con la ansiedad. Los que no me dejan en paz son los ataques de hastío. Si la ansiedad es expansiva, una suerte de omelette lacaniano que se derrama desde el pecho hacia arriba, el hastío es como una mano –la mano de Gombrowicz– que aplasta contra el pavimento.

Ciudad de México, 27 de agosto (SinEmbargo).- He logrado mantener a raya mis crisis de ansiedad. Un psicólogo muy bueno, lapidario y condescendiente a la vez, me recomendó que me burlara de mi trastorno y le pusiera un nombre jocoso. Acabé bautizándola La mancha voraz, como la película de finales de los años ’50, con Steve McQueen y Aneta Coursat.

Es así como siento que ataca: una mancha que va esparciéndose desde el pecho, tomando de rehén todo mi cuerpo hasta llegar al último chakra que me corona la cabeza.

El bautizo burlesco resultó, de alguna forma, al punto que, como transferencia, en mi tercera y última novela, el protagonista, un escritor ya anciano aficionado al Rivotril y al sexo tántrico, nombra de ese modo a sus ataques de ansiedad.

Todo bien con la ansiedad.

Los que no me dejan en paz son los ataques de hastío. Si la ansiedad es expansiva, una suerte de hommelette lacaniano que se derrama desde el pecho hacia arriba, el hastío es como una mano –la mano de Gombrowicz– que aplasta contra el pavimento.

¿Qué filósofo ha teorizado sobre esto? Imagino que Schopenhauer –empecé, aunque con lentitud, el magnífico Los años salvajes de la filosofía, de Rüdiger Safranski, pero quedó hecho sándwich en el buró, entre Lacan, el mamut biográfico de Elizabeth Roudinesco y De hombres y ratones¸ la novelita magnífica de John Steinbeck que pienso enseñar el próximo mes–.

Imagino que Schopenhauer tendría algo prístino y agudo que decir al respecto. ¿Cuántos hombres de pensamiento habrán tenido esos ataques de hastío? ¿Cuántos habrán sido presa de esa sensación general tan conocida, de que importa poco la siguiente hora que vivas porque igual en la tele y en el cine no hay nada bueno que ver?

Pienso, ahora, en el gran Moris, “De nada sirve”, una canción que Guillermo Fernández, un profesor iluminado, nos puso en una grabadora mal ecualizada en primer semestre de universidad, para hablar de los estados privilegiados en donde se descubre el ser –supongo que Heidegger funciona aquí, su noción de angustia y todo ese desmadre, aunque, uf, caray, su optimismo final hace que cualquiera que tenga dos dedos de frente suba la guardia–. No me acaba de calentar Heidegger, y menos los heideggerianos.

 

Moris se desgañitaba cantando: “veinte horas al cine pueden ir/ y fumar hasta morir”, y ahora pienso, como él, lo patético que resulta querer frenar la espiral de hastío viendo películas.

El cine, para mí, es La mancha voraz. Es Kieslowsky y Jarmush e incluso Woody Allen, con el que acabas re-amargado luego de tanta risa. El gran Leo Masliah maneja el mismo principio: “Cuando largué el lunes el trabajo,/ me pregunté: ¿adónde voy, qué hago?/ y como justo andaba con el pago/ del mes traspasado que vino atrasado,/ me dije: “Voy al cine”,/ porque si no: el bajón, el bajón, me venía el bajón”.

Y sí. Pero Masliah sabe que cuando la conexión con la tecnología o la pantalla es banal –digamos, películas con Adam Sandler o Meg Ryan–, vuelves más hastiado a lo cotidiano: “Cuando murió la luz de la pantalla/ y renació la verdadera talla/ del mundo real que estaba de mi lado./ ¡Uy!, estoy rodeado. Estoy acorralado.

El cine no me funciona como distracción. En cambio sí me funciona fumar, el segundo distractor despachado por Moris. Ahora mismo vengo de consumir un Lucky Strike, mitad en los labios, mitad en los dedos, bajo las primeras gotas de una tormenta queretana que no hizo más que alborotar el calor.

Fumar y leer filosofía.

Por eso amo a la gente fragilizada; la gente orientada hacia el éxito y que se quedó en el camino; la gente que se creía fuerte y que pensó que nunca la atacaría semejantes trastornos.

Atacan. Vaya si atacan. Y te vuelven humilde.

Si la gente supiera que la filosofía de Schopehauer o la de Sartre, son una suerte de sorbete de limón que te limpia el paladar para el siguiente bocado mortal de la existencia pos/hiper/putamoderna, dejarían de pedir receta mensual para el soma.

Felipe Ríos Baeza es escritor y docente universitario. Encuentra sus textos en el blog “La broma infinita” (https://labromainfinitablog.wordpress.com/)

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