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Susan Crowley

28/12/2018 - 12:00 am

Santa contra el Apocalipsis

Frente a la arrasadora popularidad del Grinch, Ebenezer Scrooge aquel legendario viejo gruñón ha caído en el olvido. Considero mucho más auténtica la amargura del viejo gruñón que las payasadas y extravagancias del muñeco verde fosforescente. Leer Un Cuento de Navidad es una gozada. Para nosotros los fans del entrañable personaje, esta época es uno de los más amargos y poco deseables momentos del año. Desde las galletas de jengibre que saben al rancio perfume de la tía Lelita y nos hacen sospechar que estuvieron guardadas en el cajón de sus lencerías del siglo XIX, acompañadas del suéter de renos rojo y verde del primo Enrique, que es un reverendo imbécil pero que se hace el chistoso después del primer trago de ponche, hasta el pavo gigante relleno de todo lo que quedó en el refrigerador, hay que tener mucho espíritu para soportar esta festividad cargada de gastos, incomodidad y buenos deseos fake.

Válgame Dios y la virgen, no quiero saber cómo estará la alberca dentro de tres horas. Foto: Pixibay.

Frente a la arrasadora popularidad del Grinch, Ebenezer Scrooge aquel legendario viejo gruñón ha caído en el olvido. Considero mucho más auténtica la amargura del viejo gruñón que las payasadas y extravagancias del muñeco verde fosforescente. Leer Un Cuento de Navidad es una gozada. Para nosotros los fans del entrañable personaje, esta época es uno de los más amargos y poco deseables momentos del año. Desde las galletas de jengibre que saben al rancio perfume de la tía Lelita y nos hacen sospechar que estuvieron guardadas en el cajón de sus lencerías del siglo XIX, acompañadas del suéter de renos rojo y verde del primo Enrique, que es un reverendo imbécil pero que se hace el chistoso después del primer trago de ponche, hasta el pavo gigante relleno de todo lo que quedó en el refrigerador, hay que tener mucho espíritu para soportar esta festividad cargada de gastos, incomodidad y buenos deseos fake.

Pero hay algo peor que esta fecha, mucho peor: el erróneo disparate de tropicalizarla (como dicen ahora a cualquier intento de hacer local algo universal), y trasladarla a las playas de nuestro país, una de las más oscuras y aciagas experiencias, dantesca y apocalíptica, por decir lo menos.

Si mi novio y yo detestamos esta temporada de sobre explotación de los sentimentalismos, de gastos superfluos y de inevitable recrudecimiento de los rencores familiares de antaño envueltos para regalo, ¿por qué no pasarla lo más inadvertidamente posible? Huir a un paraíso tropical, en el que la belleza natural y perenne del paisaje, la arena, el mar y las noches plagadas de estrellas impidan se infiltre el nefasto espíritu navideño. Un All inclusive que no incluya la cuota de felicidad y buenos deseos parecía la opción más acertada. Pero resulta que el virus de la dicha decembrina lo ha inoculado todo y llega a los lugares más insospechados. Ahí, donde la temperatura ambiente rebasa los 26 grados, el sitio en el que se supone que un reno moriría deshidratado y Santa podría desfallecer con su inapropiado atuendo, hasta ahí ha llegado la pulsión, una cadena de epifanías que se pueden convertir después de unos días en anuncio del fin del mundo.

El mal gusto y las decoraciones, villancicos y menús de pavo con gravy de harina, latas de arándano del año pasado (a punto de caducar), ensalada rusa con harta mayonesa Helman´s y pasas que parecen moscas, se adueñan peligrosamente de las cocinas que hasta hace dos días servían caldo de camarón y tacos de pescado. La cosa, que iba mal, se pone peor. El personal se aproxima lleno de buenos deseos, en inglés y en español. Además del uniforme especial de navidad, portan unos gorros rojos con pompón blanco; eso los más discretos, porque hay quien optó por la cornamenta de venado; con el consiguiente baño de sudor de sus morenas cabelleras llenas de gel. Los gafetes con su nombre, se completan con pequeños prendedores con forma de muñecos de nieve, renos y regalitos que parecen una marabunta invadiendo sus uniformes. Es un poco humillante arrancar la comanda de la noche del 24 en la que deben trabajar y servirnos con un impostado ¡Feliz navidáaaaa Merry Crisssssmas!, a ritmo de la Banda el Recodo.

¿Hay algo más cargado, kitch y decadente que un árbol de navidad? Sí: un árbol de navidad en la playa sobre decorado. Los kilos de productos fabricados con sustancias toxicas: nochebuenas, trineos, renos, casitas en la nieve, copitos, esferas, todo acartonado, con diseños de hace un montón de años. La navidad no es renovable, no se actualiza, no cambia, siempre es la misma, huele a viejo. El hombre con blancas barbas no puede volverse George Clooney, hasta que George este en edad de representarlo y ya no pueda hacer otro papel. Es como cuando Luismi aceptó cantar villancicos, todos los que conocemos su trayectoria y hemos presenciado su eterno ocaso, sabíamos que tarde o temprano haría un disco de canciones navideñas: lo hizo. Ese loop del Averno nos acompaña desde el desayuno bufete en donde circulan con absoluta levedad: macedonias de fruta, huevos con chorizo, hot cakes, papas a la francesa y conchitas, orejitas, mantecaditas, en un solo plato (podría ser una obra de arte contemporáneo, de esas que no se explican por nada del mundo); con la voz de Luis Miguel de fondo, podría ser un video clip del terror.

Mientras escribo, se ha tocado por enésima vez. Una voz amplificada por el micrófono mal ecualizado de la alberca, tipo Farmacias Similares, con tono de trópico norteño: “pa´ todos los amiguitos y amiguitas (eso sí, respetando la cuota de género), que están en la alberca, ¡Santoclos trae un regalo pa´ ustedes! ¡en breve tendremos chocolate y churros! Válgame Dios y la virgen, no quiero saber cómo estará la alberca dentro de tres horas. Los papás, a ritmo sinaloense, aprovechan la ya tradicional “jappyagüer” para poder desquitar la cruda con la chela o de plano se animan a la empalagosa, pero alcoholizante piña colada.

Ante el advenimiento de carbohidratos, azúcar, colesterol y amenazas de coma diabético, se crea una cola de personajes con atuendos verde fosforescente, flotis de plástico, snorkells y visores desechables. Todos se contonean al ritmo del reggeton y jingle bells jamaiquinos. El vaticinio se hace realidad, Armagedón, Apocalipsis en la tierra, ¡profecía cumplida! Vasos y platos desechables color rojo y verde con pinitos por doquier. Temo que, si esta noche circulo por los pasillos, me toparé con un Dr. Jekill transformado en Mr Hide y, por la ingesta de azúcar, dispuesto a matar.

Los otrora congelados canadienses y gringos, se dejan llegar por hordas, las verdaderas invasiones bárbaras. A diferencia de las que poblaron Europa, éstas no traen nada bueno más que la cultura del consumo y del desecho, combinan desastrosamente con la otra turba de las familias Burrón, Godínez y la abuelita de Mecánica Nacional. Todos en una misma edición (es como los héroes de Marvel juntos en una película), dispuestos a practicar el turismo de fondo, calcetín y brassiere, en franca competencia contra la t shirt en la que sobre una panza descomunal se dibuja el tórax musculoso de Rambo.

Para el tercer día, la alberca se retaca de seres anómalos, una democracia espeluznante que se entremezcla para el épico aqua aerobics: Hands up, baby hands up… el error descomunal de George Michel (que en paz descanse), en su era Wham! Masas de celulitis, carnes y pieles enrojecidas enmarcadas por las franjas blancas en donde no se atrevió a entrar el sol.

No importa si Trump acaba de inseminar al embrión del próximo asesino de las Vegas en un niño de siete años diciéndole “Tu ya no crees en Santa Claus ya estás grandecito para eso”.  Día a día las masas se arremolinan en restaurantes, bares y nuevos centros comerciales que ofrecen aire acondicionado y permiten que se siga consumiendo, aunque la talla sea tres veces más grande, y que el bikini por más que se estire y acomode no oculte las lonjas o que alguien se enfunde en una licra, tres tallas más pequeña, decorada con palmeras y malos chistes. En esta época tan democrática en la que todos tenemos derecho a ser felices y pagarlo a 18 meses sin intereses, todo se vale.

Mazatlán, lo más cercano a lo que yo considero el paraíso, se ubica en el Pacífico mexicano, donde abundan los cocoteros, el marlín y la cálida buena onda de la gente. A pesar de todo esta globalizante representación impuesta, la belleza de la playa   permanece inmutable. Un mar que en Indonesia produce tsunamis, que se convulsiona frente al monte Etna en plena erupción, aquí se mantiene calmo, indiferente. La línea del borde que alguna vez vieron los primeros viajeros y ante la que no se detuvieron y denominaron Pacífico, a pesar de su impetuoso oleaje, permite hacer apuestas de buenos deseos para el año. Una lista de 10 cosas negativas envueltas en un papel que será quemado, para que con él se extingan los malos momentos. Un papalote que se lleve con su vuelo los buenos deseos y los reparta con justicia. La cartita a Santa llena de pedidos que se traducen en las cuentas espantosas que habrá que pagar mucho tiempo después de que el juguete no sirva.

¿No hay acaso una enorme injusticia al crear un personaje como Santa que representa una mentira, la renuncia a nuestros valores y la irremediable caída al descubrir que solo fue una ilusión mantenida por generaciones? Desde luego, tropicalizar a tan infausto personaje y verlo aquí en Mazatlán hasta en la sopa es la prueba máxima de que estamos viviendo el Apocalipsis, por lo menos now ¡Me quedo con Scrudge y su Cuento de Navidad!

@suscrowley

www.susancrowley.com.mx

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.

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