
El problema es el argumento, querido lector. El argumento que la izquierda esgrimió como un reclamo popular contra los excesos de los gobernantes del pasado. Muchos de estos excesos fueron producto de la corrupción, pero también muchos fueron producto de la ostentación y el lujo “bien habido”, por decirlo de algún modo, es decir, legítimos. Que los servidores públicos hagan lo que quieran con su dinero dejó de ser visto como algo legítimo porque resultaba obvio que los políticos y servidores públicos formaban parte de una misma élite privilegiada y rica que más que servir al país, se servía a sí misma; una élite separada abismalmente de la mayoría del pueblo mexicano, mayoritariamente pobre, que recibía ingresos exorbitantes.
Por eso, López Obrador en cuanto llegó al poder bajó los sueldos de los altos funcionarios y terminó con muchos de los privilegios de la burocracia, con la intención de acortar la distancia entre pueblo y Gobierno, y terminar con esa clase de reyezuelos que solían vivir en un país minúsculo, sordos ante la realidad social de la mayoría. Todo el affaire del avión presidencial no fue otra cosa que la reiteración simbólica del mismo mensaje y durante seis largos años el expresidente se dedicó, incansablemente, a pontificar desde la mañanera sobre la austeridad que debía guiar a los nuevos funcionarios miembros de la Cuarta Transformación, no solo al gobierno. Buscó –y lo logró- predicar con el ejemplo que era posible la existencia de gobernantes diferentes, austeros. Insistió en que quien buscaba hacerse rico no debía ingresar al servicio público, que concebía más bien como un apostolado de servicio social. Es más, me atrevería a decir que la mayoría de las críticas del expresidente al viejo régimen, el corazón de su discurso, se centraba en atacar el latrocinio, el clasismo y la inequidad, además del neoliberalismo con una pasión casi religiosa.
Y era cierto que López Obrador y su movimiento procedían de otro lugar, un lugar que se concebía como popular, muy alejado de esa élite “rapaz” que había desangrado y gobernado a México durante décadas, pero especialmente durante la era de la transición democrática, cuando se crearon las bases económicas de esas élites, íntimamente vinculadas al Gobierno. Porque mientras las personas de a pie tenían que soportar los pésimos servicios públicos de salud, las élites gubernamentales podían atenderse en hospitales privados, todo pagado con recursos del erario, es decir, pagados por esos mismos pobres. Mientras el salario mínimo era de hambre, los funcionarios ganaban cantidades obscenas, sin contar con los múltiples chanchullos que les elevaban sus ingresos.
Mientras los movimientos sociales eran salvajemente atacados en las calles, miembros de la misma élite privilegiada se presentaban como portavoces de los intereses del pueblo o de la ciudadanía. Mientras afuera golpeaban a líderes sociales o los encarcelaban, ellos y ellas gozaban del derecho de picaporte en el gobierno que, claro, los favorecía con canonjías. Sus medios e intelectuales tampoco se quedaban atrás: recibían contratos y favores que garantizaban la legitimidad y funcionamiento de todo el sistema. Era un país exclusivamente de ellos y para ellos, es la verdad. Y claro, tenía sus símbolos, sus formas particulares: lujos y ostentación que eran parte de la vida cotidiana. Aviones, helicópteros, camionetas, mansiones y casas blancas. Lo que hizo López Obrador y la izquierda que daría origen a su movimiento, fue justamente deslegitimar esas formas. Los sueldos estratosféricos de los funcionarios de los organismos autónomos, de los legisladores y de los jueces y ministros, así como los privilegios de los allegados al poder y sus formas de vida podían ser legales, pero eran inmorales según la doctrina lospezobradorista que se impuso en el país. Junto con esta nueva moralidad pública venía, también, la promesa de que ellos sí, la nueva élite política, sería distinta. No sólo por su procedencia popular, sino por sus aspiraciones políticas que no apuntaban al enriquecimiento y la ostentación, sino al servicio.
Este fue el enorme éxito de López Obrador: imponer una visión de justicia social al tiempo que prometía un cambio radical en la concepción de la política y de los políticos. Durante seis años estuvo en Palacio Nacional sosteniendo este discurso y llevando a cabo acciones encaminadas a apuntalarlo.
Por todo esto, querido lector, los escándalos recientes de ostentación y derroche de políticos de Morena o de sus partidos aliados, no es un asunto menor.
La documentación que periodistas han seguido haciendo de los lujos con los que viven o se conducen quienes llegaron al poder amparados en el discurso lopezobradorista de austeridad, resulta no sólo contradictorio, sino que es ofensivo e indignante, por hipócrita.
Y es que no es un sólo caso, abundan en todo el país las joyas Cartier, las mansiones, y las camionetas y los viajes ostentosos “al amparo del poder” morenista. En algunos casos incluso son políticos priistas que cambiaron de siglas, pero no de identidad. Es decir, son literalmente los mismos, haciendo lo mismo. Preocupante, si uno piensa que lejos de llegar al poder para servir, han llegado, como lo hiciera la antigua élite política, para enriquecerse y, sobre todo, para enceguecerse. Los argumentos esgrimidos por algunos de ellos, que tienen derecho a gastarse su dinero como quieran, es decir que tienen derecho a sus lujos siempre y cuando sean legales, es a todas luces, una manifestación de ceguera política, porque es exactamente el mismo argumento que esgrimían los funcionarios a los que antes denostaron con enjundia como “privilegiados”, “fifís”, “corruptos”.
Y ceguera inmensa es que ahora intenten acogerse a la vieja moral que se encargaron de destruir, en la que no están obligados a ser austeros, ni a ser diferentes. Y es que, pues sí, muchos no lo son, querido lector, sólo no habían tenido la oportunidad de demostrarlo.





