Encrucijadas | Nueva York, jazz y dos pelirrojas

04/11/2016 - 12:03 am

I

 

Con el dedo índice de mi mano izquierda enlazaba las pecas y lunares en los senos de Helen, que subían y bajaban al ritmo de una lenta respiración. Suponía un número en cada punto y completaba siluetas irregulares; cambiaba las cifras asignadas para obtener figuras diferentes. Simultáneamente usaba la mano derecha a manera de peine, desenredando su cabello rojo y extendiéndolo sobre la almohada. Era la quinta mañana consecutiva que amanecíamos juntos. El silencio en la cama no sugería que nos encontrábamos en pleno Manhattan.

El hechizo terminó cuando vibró su teléfono celular. Adormilada activó el modo altavoz y dejó el aparato a un costado de su ombligo. La voz de Judy, la hermana gemela que se hallaba en la habitación contigua, poseía dulzura. “Nos vemos afuera de las regaderas en diez minutos”, dijo en inglés. Con los ojos cerrados Helen respondió “OK” y en seguida recapitularon brevemente el itinerario del día; en éste sobresalía un concierto de Hank Jones y Joe Lovano en Dizzy’s Club. Mientras tanto yo me deslicé debajo de las sábanas que aún le cubrían la cintura y las piernas e, imaginando que ella era Judy, le besé el pubis y mordí cariñosamente su cadera. Gozoso percibí el aroma que despedía, una mezcla de sexo y perfume Flower.

Tras siete amaneceres en una Gran Manzana que ya lucía un aspecto decididamente otoñal seguía pareciéndome imposible discernir quién era Helen y quién era Judy. No dejé de observarlas detenidamente a partir de que las vi por primera vez, cuando los tres esperábamos una regadera libre en un hostal cuyos cuartos eran privados pero los baños compartidos. Sin embargo, nunca pude rastrear ninguna distinción física ni de personalidad. Cada mañana me aclaraban su identidad y el resto de la jornada las diferenciaba solamente por la vestimenta. Cada noche imaginaba que era Judy y no Helen quien se encerraba conmigo en mi habitación. Al principio este detalle nocturno me resultó indiferente y pasajero, fue en Dizzy’s Club donde cobró una súbita importancia. Esa noche Helen llevaba jeans azul oscuro y blusa guinda, Judy una falda negra encima de mallones también negros y un suéter gris de cuello de tortuga. Las dos usaban zapatos bajos y las dos dejaron un corto abrigo en el respaldo de la silla.

En la espera del primer set de jazz los tres hablamos lo suficiente para terminar de conocernos lo necesario. La noche transcurría con fluidez entre vasos de cerveza y la voz de Billie Holiday. Frente a mí, Judy hablaba empleando ligeros ademanes y balanceaba los hombros al ritmo de la música. Helen recargaba su mejilla izquierda en mi hombro derecho y eventualmente tarareaba algunas líneas melódicas de las canciones proyectadas por las bocinas. El ambiente se mantuvo en calma hasta que, en un lance repentino, Helen acercó su silla a la mía y discreta pero firmemente comenzó a palpar la frontera de mi muslo derecho y mi entrepierna. A continuación perdí el hilo de la charla pues imaginaba que eran los dedos de Judy los que me tocaban.

Una noche en el Dizzy's Club. Foto: Facebook (DizzysClubCocaCola)
Una noche en el Dizzy’s Club. Foto: Facebook (DizzysClubCocaCola)

Entre el público figuraba el cantante Jon Hendricks, y notarlo fue la única distracción que tuve. En mi cabeza sólo se articulaban estrategias mediante las cuales Judy y yo podríamos escabullirnos a la cocina del club. Ahí, rodeados de sartenes, cucharones y platillos esperando servirse, besaría delicadamente sus pezones marcados en la blusa y desabotonaría su falda. Ella me ordenaría que la penetrara y yo obedecería. Regresaríamos a la mesa después de ambos tener un orgasmo. Sin embargo, detuve esta ola de pensamientos al percatarme de que ese tipo de situaciones sólo las había visto en escenas pornográficas o en comedias románticas hollywoodenses. Avergonzado intenté serenarme concentrándome en el panorama detrás de los ventanales y en la carta de vinos que no sé cuándo apareció en la mesa. Eran absurdamente caros y me resigné a pedir otra cerveza.

La música dejó de sonar y el bullicio se transformó en murmullos cargados de expectativa. Un calor insoportable me brotaba de los poros y era incapaz de mantenerme quieto durante diez segundos. La gota que derramó el hirviente vaso y cambió mi perspectiva cayó cuando Helen me susurró al oído las posiciones que deseaba experimentar conmigo esa noche. Lo hizo con tacto, justo en el momento en que sonoros aplausos anunciaban la salida de Hank Jones y Joe Lovano al escenario. Entonces fue frustrante saber que esa madrugada sería idéntica a las anteriores. Helen y yo entraríamos en mi habitación, encenderíamos la lámpara del buró y nos recostaríamos en la cama. Tras unos minutos de conversación y jugueteo nos desnudaríamos mutuamente y en seguida bajaría mis párpados y sentiría sus labios humedeciéndome. Desde el exterior llegaría el sonido de las ambulancias y coloridas luces intermitentes. Hinchado entraría en Helen pensando en la mujer del cuarto contiguo, en su idéntica gemela. Quizá nos desvelaríamos repitiendo la secuencia, o tal vez no.

En el recital nunca dejé de maquinar escenarios en torno a Judy e hipótesis sobre por qué la deseaba más a ella que a su hermana. De regreso al hostal procuré convencerme de que las gemelas eran copias exactas y de que esa noche el placer llegaría a manos de Helen y no mediante una fantasía con Judy, como hasta ese momento había ocurrido. Al entrar en el edificio de West 63rd Street me hallaba confiado en haber asimilado exitosamente la cuestión. Sin embargo, minutos más tarde, ya en mi habitación, todo fue exactamente como lo presupuesté en Dizzy’s Club.

 

II

 

Con el dedo índice de mi mano izquierda enlazaba las pecas y lunares en los senos de Helen, que subían y bajaban al ritmo de una lenta respiración. Suponía un número en cada punto y completaba siluetas irregulares; cambiaba las cifras asignadas para obtener figuras diferentes. Simultáneamente usaba la mano derecha a manera de peine, desenredando su cabello rojo y extendiéndolo sobre la almohada. Era la quinta mañana consecutiva que amanecíamos juntos. El silencio en la cama no sugería que nos encontrábamos en pleno Manhattan.

El hechizo terminó cuando noté un menor número de lunares y pecas de los que claramente recordaba. ¿Era realmente Helen o era Judy la que estaba frente a mí? Cómo saberlo si nunca fui capaz de diferenciarlas por mí mismo. Había confiado en su palabra y ahora descubría que una de ellas tenía menos puntos en la piel. En ese instante, como si supiera lo que acababa de representarse ante mis ojos, la pelirroja despertó desconcertada. La interrogué con premeditada cautela, pero se limitó a mirar el techo y a morderse una uña. Segundos después dejó la cama sin decir una palabra y se puso una playera sin mangas y pantalones de pijama. Usando el teléfono de la habitación marcó a la de su hermana y tranquilamente dijo: “Nos vemos afuera de las regaderas en diez minutos”.

La otra gemela llegó vistiendo únicamente una sudadera de Joy Division que cubría su cuerpo hasta la mitad de los muslos. Casi mecánicamente le adjudiqué el nombre de Judy y mi corazón aceleró su palpitar. No tardé mucho en darme cuenta de lo absurdo de esto y de lo confuso de la situación. Entonces, sin preámbulo, las hermanas hablaron. Carentes del más mínimo titubeo confesaron que desde el inicio habían alternado su identidad, tanto en las calles como en mi habitación. Una de ellas interpretaba a Helen y la otra a Judy, al día siguiente intercambiaban papeles. Agregaron que ya en la niñez habían advertido que el parecido era tal que podían darse el lujo de usarlo ingeniosamente. Divertidas y orgullosas de su puesta en escena presumieron que sólo en dos ocasiones habían sido descubiertas. No supe qué responder y acepté sus aparentemente sinceras disculpas. En seguida entraron a una regadera que se había desocupado. Aguardando alguna otra medité el asunto: había pasado las noches deseando a la gemela que no estaba presente, permanentemente había fantaseado con las dos Judy al encontrarme con las dos Helen.

El Carnegie Hall. Foto: Wikimedia Commons
El Carnegie Hall. Foto: Wikimedia Commons

A pesar de todo, ese día seguimos recorriendo las calles de Nueva York. Era el último que pasaría completo en la ciudad y ellas aceptaron mi propuesta de enfocarlo particularmente a sitios musicales. Al principio parecía que nada había cambiado entre nosotros, seguíamos bromeando y charlando como siempre. En la mañana visitamos el Carnegie Hall, donde compré un disco que anhelaba: la grabación del concierto que Benny Goodman ofreció en el recinto en 1938. A continuación comimos shish kebab en un carrito callejero atendido por un egipcio que hablaba un inglés indescifrable para mí (también yo le resulté incomprensible y nunca logramos una conversación decente). En la tarde encontramos el Teatro Apollo y la esquina donde originalmente funcionaba el legendario Cotton Club en Harlem. Para esas horas nuestro ánimo ya se había distorsionado considerablemente. Las hermanas parecían fastidiadas y el cansancio me estaba derrumbando. Seriamente les dije que prefería regresar al hostal mientras visitaban la parte norte del Central Park. Pactamos reunirnos en el lobby a una hora que nos permitiera llegar puntuales al club de jazz Village Vanguard.

En la habitación me recosté confundido. A partir del incidente matutino no había preguntado quién era quién y ellas tampoco lo habían aclarado. Además, mi propio piso se volvió resbaladizo, faltaba una base firme donde pudiera apoyarme. El problema no era si deseaba o no a la que siempre actuó de Helen, claro que lo hacía; el problema era que siempre deseaba más, mucho más, a la que actuaba de Judy. Pensar en esto me provocó dudas sobre la existencia de alguien o algo que yo deseara genuinamente y también acerca de mi propia identidad. Reflexioné el asunto pero gradualmente me sentí peor. Exhausto terminé activando la calefacción, dispuesto a quedarme dormido.

Tocaron a mi puerta quince minutos antes de la hora a la que habíamos acordado reunirnos en el lobby. Sonrientes, Helen y Judy me saludaron. Vestían exactamente igual: jeans deslavados y blusas entalladas color blanco con líneas verticales púrpura. Sus peinados también eran idénticos. No pregunté nada a pesar de que no tenía ni la más remota idea de quién era Judy y quién era Helen. No me importaba descifrar el juego. Lo único que hice fue dejarlas pasar entendiendo que ya no iríamos a ningún lado. Seguras y en silencio, las gemelas se acomodaron en la cama. Lamenté que fuera mi última noche en Nueva York, no conocería el club de jazz que más deseaba conocer. Para compensar esta falta abrí mi lap top y reproduje las grabaciones hechas en el Village Vanguard por Bill Evans, Scott LaFaro y Paul Motian. Piano, contrabajo y batería. El sonido del trío no asemejaba nada que hubiera escuchado. Cada elemento anticipaba intuitivamente los movimientos de los otros dos en una conjunción magistral de acuerdo e improvisación. Juntos concebían bellísimos y elaborados matices y dinámicas, juntos proyectaban sonidos que avanzaban en un mismo sentido, si bien por distintos caminos. Entonces ya nada me preocupó, todo estaba perfectamente enlazado, cada nota ocupaba dignamente su lugar.

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