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A favor y en contra de “Blade Runner”: Lee un capítulo de ¿Sueñas los androides con ovejas eléctricas?

07/10/2017 - 12:04 am

¿Sueñas los androides con ovejas eléctricas?,  Esta novela, que inspiró la película de culto Blade runner, de Ridley Scott, en 1982, protagonizada por Harrison Ford, continúa siendo un referente y una vigente crítica a la sociedad actual, donde el hombre está cada vez más mecanizado y las máquinas cada vez más humanizadas. Nuevamente, es fuente de inspiración, ahora para la película Blade Runner 2049, que se estrenó ayer.

Por Dolores Sarto y Alicia Avilés Pozo, para eldiario.es

Ciudad de México, 7 de octubre (SinEmbargo/eldiario.es).- “Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”.

Es la secuencia que contiene esta frase en la que Roy (Rutger Hauer) acepta su destino mortal mientras se despide de su breve pero intensa existencia. Había visto a Dios, había matado al padre y había comprendido lo inexorable. Tras la rebeldía, la lucha y las respuestas vacías, llega el momento de reconciliarse con la vida y desaparecer. Pocos instantes cinematográficos nos han estremecido con tanta pasión como los minutos que narran el desenlace de Blade Runner. En la imagen de este replicante que muere, hemos visto reflejados el miedo existencial del hombre y su dolor al sentirse vivo.

Ese gran final es tan solo una pieza que encaja en una obra inmensa, poética y muy triste realizada por Ridley Scott. Sin lugar a dudas, el cineasta dirigió una de las mejores películas de ciencia-ficción de la historia. Para nosotros, la mejor. Un largometraje que recoge el testigo del cine negro, de los años 40, para ir transformándose, de manera casi orgánica, en una angustiosa trama existencialista, mientras a su alrededor se construye un universo fascinante y desolador.

La historia está basada en la obra de Philip K. Dick ;¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? y presenta a Rick Deckard (Harrison Ford), un cínico policía que tiene que dar alcance y “retirar” (eufemismo que maquilla la palabra “eliminar”) a un grupo de androides de última generación, capaces de desarrollar emociones humanas, conocidos como replicantes. Se habían amotinado en las colonias, el lugar donde habían sido explotados como esclavos. Los replicantes llegan a la Tierra para buscar a su creador, el magnate de la empresa de ingeniería genética Tyrell Corp. Mientras se entrega a la persecución, Deckard conocerá a una sofisticada replicante, Rachel (Sean Young), atormentada al descubrir que sus recuerdos nunca le pertenecieron.

Cartel original de Blade Runner. Foto: eldiario.es

Blade Runner cuenta con un guión meticuloso, sobrio en sus diálogos y rico a la hora de ofrecer poderosas imágenes y detalles ambientales. En él abundan las imágenes oníricas y la carga simbólica, como el clavo en la mano de Hauer o el sueño del unicornio, entre otros. De la versión original, sobra la voz en off que no aportaba nada a la comprensión de la trama y que Scott cercenó convenientemente en los 90 al lanzar su propia versión y no la impuesta por la productora.

Sin lugar a dudas, una de las partes más fascinantes de la producción de esta película fue su dirección artística y su recreación futurista de Los Ángeles. Desde la secuencia inicial que abre con un paisaje apocalíptico de la metrópoli, con el aspecto de una gran explotación petrolífera, a la atmósfera densa y contaminada del interior de la ciudad, que nunca se limpia a pesar de la insistente lluvia. O las calles convertidas en un laberinto tercermundista de personas apresuradas, estresadas, perdidas. Los Ángeles se traviste en una especie de Shangai retrofuturista, con edificios coqueteando con innumerables influencias arquitectónicas que se entremezclan en un mestizaje imposible. Blade Runner creó una metrópoli que vive una eterna noche, cuenta con nervios de neón y una publicidad omnipresente.

Rutger Hauer como replicante. Foto: eldiario.es

Al filme de Scott siempre le ha acompañado una leyenda. Casi todo el mundo, hoy en día, comparte la opinión de que Deckard también es un replicante. Ridley Scott lo ha insinuado muchas veces, aunque en su metraje lo deja bastante claro con un par de pinceladas argumentales y una visión onírica. La verdad es que esta polémica morbosa deja de tener su importancia si aceptamos la premisa filosófica que plantea la historia. Al fin y al cabo, nada se pueda afirmar con total rotundidad ni en este mundo ni en otros inventados, recordados o implantados ‘en serie’. Por eso nos gusta recordar Blade Runner como algo más que una gran película, como una emoción angustiosa, confusa y real.

Harrison Ford y Sean Young. Foto: eldiario.es

EN CONTRA: INTOXICACIÓN DE VAPORES Y FOCOS

Blade Runner mantiene su puesto de número uno en las películas de culto de ciencia-ficción de toda la historia. Su legión de admiradores sostiene que los años no pasan por ella, que se ve como el primer día y que esta historia, cuyo estreno en 1982 supuso un fracaso estrepitoso en la taquilla, tiene hoy más lecturas que nunca.

Claro, todas las que queramos darle o más bien inventarnos. Porque lo cierto es que las ambiciones de Ridley Scott no pasaron de ser estéticas y lo que hoy llamaríamos cool, ya que eso de ser precursora del ciberpunk es una etiqueta puesta con 20 años de retraso. Solo hay que ver que nos acercamos peligrosamente a 2019, año en el que se producen los hechos de la película y no hay indicios de colonias galácticas, coches voladores y armas láseres, salvo las que podamos ignorar por ser cuestiones de servicios de inteligencia. Para el caso es lo mismo.

El tema es que el policía Rick Deckard (Harrison Ford) persigue a robots que parecen humanos, los replicantes, para matarlos porque se han rebelado contra su función de esclavos. Pero por el camino conoce y se enamora de una de ellos, Rachel (Sean Young), lo que le hace más complicado ir matándolos uno a uno, rompiéndose sus esquemas morales cuando da con el líder de todos ellos, Roy (Rutger Hauer), que le lanza un monólogo de cosas increíbles y una lección sobre la muerte y la vida, digna de Schopenhauer, antes de morir.

Aparte de su claro homenaje al cine negro (ex policía amargadillo que vuelve a su oficio, mujer fatal, investigación de pruebas, pianos y saxofones), el argumento sirvió también para alimentar tres décadas de teorías sobre la condición de replicante de Deckard, ya del todo demostradas, por aquello del sueño del unicornio (insertado por Scott en su director’s cut, a la vez que quitaba la voz narradora en off) y de innumerables guiños. Lo que venimos diciendo: la estela de la película es más grande que ella misma. Malo.

Lo que sí reconocemos es la gran influencia que Blade Runner tuvo en el género, solo echando un vistazo a la multitud de influencias filosóficas, morales e incluso evangélicas de otros filmes como Regreso al futuro, Tron, Matrix, Dark City, Johnmy Mnemonic y alguna que otra saga interminable. El tratamiento de la inteligencia artificial y de la ingeniería genética que se hace en la película es tan simple como el mecanismo de un juguete, pero está claro que abrió un espacio de reflexión heredado de su verdadera precursora, la Metropolis, de Fritz Lang. A su legado contribuyeron también una banda sonora del compositor griego Vangelis sobresaturada con el tiempo, y una dirección un tanto peculiar donde los personajes se mueven entre penumbras, vapores y focos, que por muy oníricos que resulten, no dejan de parecernos asfixiantes, claustrofóbicos, mareantes y tóxicos. Si a ello añadimos su lentísimo tempo narrativo y un guión plagado de frases que suenan muy bonito pero que no dicen nada, el resultado es un tratamiento de somnolencia más que eficaz.

El tratamiento de la inteligencia artificial y de la ingeniería genética que se hace en la película es tan simple como el mecanismo de un juguete. Foto:eldiario.es

Desde luego tampoco la interpretación de los actores es para dar palmas. Una sensación de apatía y desgana recorre las palabras de sus personajes como si estuvieran todo el rato despertando de un sueño de cien años. Muchos lo justifican por el hecho de que en realidad solo estamos viendo replicantes todo el rato y ellos son así, casi carentes de emociones. Podemos comprenderlo de esta manera, pero es que incluso con esa percepción, personajes tan bien dibujados (casi de cómic) como Deckard, Rachel, Roy, J. F. Sebastian (William Sanderson) o Tris (Daryl Hannah) parecen tremendamente desaprovechados en su absurdo comportamiento y en la no comprensión de sus motivaciones.

Dejemos a un lado, además, las teorías paranoicas sobre el supuesto gafe que Blade Runner supuso para las empresas (unas cuantas) que se anunciaron en la película. Porque queremos destacar finalmente su simbología y la impresionante construcción de referencias culturales y filosóficas, inventadas unas y otras extraídas de la novela de Philip F. Dick. Lo que pasa es que la enturbiada docena de frases que contribuyen a ello nos conduce hacia un final donde asistimos a algo que sabemos que es bello pero que no entendemos de dónde viene, cómo se produce, qué lo motiva a ser lo que es y a comportarse así. Y pese su legendaria condición, nosotros solo podemos decir que la incomprensión genera vacío. Y el vacío se nos olvida, porque no ocupa espacio y no trasciende.

 

Ahora, con Blade Runner 2049, un Ryan Gosling en su mejor momento y un Harrison Ford que seguirá actuando hasta que se muera, todos estos debates se nos vuelven a plantear. Mientras tanto, leamos un capítulo de la novela de Philip  K. Dick.  

Fragmento del libro ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick. Publicado en el sello minotauro ©2017. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

1

Una deliciosa y sutil descarga eléctrica, activada por la alarma automática del climatizador del ánimo, situado junto a la cama, despertó a Rick Deckard. Sorprendido, porque nunca dejaba de sorprenderle eso de despertarse sin previo aviso, se levantó de la cama y se desperezó, vestido con el pijama de colores. En la cama, su esposa Iran abrió los ojos grises, apagados; al pestañeo siguió un gruñido, y cerró de nuevo los párpados.

—Has puesto un ajuste muy suave en el Penfield —regañó a su mujer—. Volveré a modificarlo, te despertarás y…

—Aparta las manos de mis ajustes —le advirtió ella con una nota de amargura—. No quiero despertar.

Se sentó a su lado, inclinado, hablándole en voz baja.

—Si lo ajustas a un nivel lo bastante alto, te alegrarás de estar despierta; ése es el quid de la cuestión. En el ajuste C supera el umbral de la consciencia, como me pasa a mí. —Se sentía tan bien dispuesto hacia el mundo en general, después de pasar la noche con el dial en la posición D, que le dio unas suaves palmadas en el hombro desnudo y blanco.

—Quita de ahí tu áspera mano de poli —le advirtió Iran.

—No soy poli. —Aunque no había ajustado el mando se sintió irritado.

—Aún peor —dijo su mujer sin abrir los ojos—. Eres un asesino que trabaja a sueldo para los polis.

—Nunca he matado a un ser humano. —Su irritabilidad había aumentado hasta convertirse en hostilidad.

—Sólo a esos pobres andys —dijo Iran.

—Pues no recuerdo que hayas tenido ningún problema para gastarte el dinero de las recompensas que gano en cualquier cosa que te llame la atención. —Se levantó para acercarse a la consola del climatizador del ánimo—. En lugar de ahorrar para que podamos comprarnos una oveja de verdad que sustituya a la falsa eléctrica que tenemos en la azotea. Un simple animal eléctrico. Para eso llevo todos estos años esforzándome. —Ya junto a la consola, titubeó entre marcar el código del inhibidor talámico, que suprimiría la ira o el estimulante talámico, que le irritaría lo suficiente para salir vencedor de la discusión.

—Si aumentas el veneno, yo también lo haré —le advirtió Iran—. Marcaré el nivel máximo y acabarás inmerso en una pelea que dejará cualquier disputa que hayamos tenido a la altura del betún. Tú marca y verás; ponme a prueba.

—Se levantó y corrió hasta la consola de su propio climatizador del ánimo; se quedó de pie junto a ella, mirándole expectante con los ojos muy abiertos.

Él lanzó un suspiro, vencido por la amenaza.

—Marcaré lo que estaba previsto en mi agenda del día. —Examinó el programa para el día 3 de enero de 1992 y comprobó que se trataba de la actitud profesional de un hombre metódico—. Si marco lo que tengo programado —dijo con cautela—, ¿harás tú lo mismo? —Esperó, consciente de que no debía comprometerse hasta que su mujer aceptase imitar su ejemplo.

—En mi programa del día figura un episodio depresivo de autorreproches de seis horas de duración —anunció Iran.

—¿Cómo? Pero ¿por qué has programado algo así? —Eso atentaba contra el espíritu del climatizador del ánimo—. Yo ni siquiera sabía que pudiera programarse algo semejante —dijo, desanimado.

—Estaba aquí sentada una tarde y como de costumbre había sintonizado el programa del Amigable Buster y sus amigos amigables. Estaba anunciando una noticia importante, cuando pusieron ese horrible anuncio, ése que odio tanto; ya sabes, el de las braguetas de plomo Mountibank. Durante un minuto, más o menos, apagué el sonido. Y entonces oí al edificio, a este edificio; oí… —Hizo un gesto.

—Los apartamentos vacíos —dijo Rick. A veces también él los oía de noche, cuando se suponía que debía estar durmiendo. Era sorprendente que se clasificara en la parte alta de la horquilla de densidad de población un bloque de pisos medio vacío como aquél, situado en lo que antes de la guerra eran los suburbios, donde podían encontrarse edificios prácticamente deshabitados… o eso había oído. Había pasado por alto aquella información; como mucha gente, no quería experimentarlo de primera mano.

—En ese momento —continuó Iran—, cuando tuve apagado el volumen del televisor, estaba en un estado de ánimo 382; acababa de marcarlo. Así que aunque escuché físicamente el vacío, no lo sentí. Mi primera reacción consistió en agradecer que pudiéramos permitirnos un climatizador del ánimo Penfield. Pero entonces caí en la cuenta de lo poco sano que era ser consciente de la ausencia de vida, no sólo en este edificio, sino en todas partes, y no ser capaz de reaccionar. ¿Lo entiendes? Supongo que no. Pero eso se consideraba síntoma de desequilibrio mental; lo llamaron “ausencia de respuesta emocional”. Así que mantuve apagado el sonido del televisor y me senté junto al climatizador, dispuesta a experimentar. Al cabo de un rato encontré el ajuste de la desesperación. —Su impertinente rostro moreno adoptó cierta expresión de satisfacción, como si hubiera logrado algo valioso—. Así que lo introduje en mi agenda para que apareciese dos veces al mes. Creo que es una periodicidad razonable para sentirse desesperanzada por todo y con todos, por habernos quedado aquí en la Tierra, después de que todas las personas listas hayan emigrado, ¿no te lo parece?

—Pero tiendes a conservar semejante estado de ánimo —dijo Rick—. A ser incapaz de marcar otro para salir de él. Una desesperación tan amplia, que abarque la totalidad, se perpetúa a sí misma.

—Programo un reajuste automático que se activa al cabo de tres horas —le explicó su esposa—. Un 481: consciencia de las múltiples posibilidades que me ofrece el futuro; una esperanza nueva de que…

—Conozco el 481 —la interrumpió. Había marcado aquella combinación muy a menudo, de hecho, confiaba mucho en ella—. Escucha —dijo, sentándose en la cama, cogiéndole las manos para que ella se acomodase a su lado—, incluso con una interrupción automática es peligroso sufrir una depresión, sea del tipo que sea. Olvida lo que has programado y yo haré lo mismo; marcaremos juntos un 104 y lo disfrutaremos juntos, luego tú te quedarás con él un rato mientras que yo reajusto el mío para adoptar mi habitual actitud metódica. Subiré a la azotea, a ver cómo está la oveja, y luego iré a la oficina; así sabré que tú no estás aquí metida, dándole vueltas a la cabeza con el televisor apagado.

—Soltó sus dedos finos, largos, y cruzó el amplio apartamento hasta llegar al salón, que aún olía un poco al humo de los cigarrillos de la noche anterior. Una vez allí, se inclinó para encender el televisor.

—No soporto la televisión antes del desayuno.

—La voz de Iran le llegó desde el dormitorio.

—Marca el 888 —sugirió Rick mientras se calentaba el aparato—. El deseo de mirar la televisión, sin importar lo que pase a tu alrededor.

—Ahora mismo no me apetece seleccionar nada —dijo Iran.

—Entonces pon el 3.

—¡No puedo marcar un ajuste que estimula mi corteza cerebral para infundirme el deseo de modificar el ajuste! Si lo que quiero es no marcar, lo menos que querré es precisamente eso, porque entonces querría hacerlo, y querer marcar es ahora mismo la necesidad más ajena a mis deseos que puedo imaginar. Lo único que quiero es quedarme sentada en la cama, mirando el suelo. —Su voz se había vuelto áspera con los matices de la desolación mientras su alma se congelaba y su cuerpo dejaba de moverse, mientras una película instintiva, omnipresente, de un gran peso, de una inercia casi absoluta, la cubría por completo.

Rick subió el volumen del televisor, y la voz del Amigable Buster reverberó con estruendo llenando la sala.

—Ja ja ja, amigos. Ha llegado la hora de dar un apunte sobre la previsión del tiempo. El satélite Mongoose informa que la precipitación radiactiva será especialmente pronunciada hacia el mediodía, momento a partir del cual perderá intensidad, así que para todos los que estéis planeando aventuraros al exterior…

Iran apareció a su lado, con su largo camisón, y apagó el televisor.

—De acuerdo, me rindo. Lo marcaré. Cualquier cosa que quieras que sea; una extática dicha sexual. Me siento tan mal que soy capaz de soportarlo. Qué coño. ¿Qué más dará?

—Lo seleccionaré para ambos —dijo Rick mientras la llevaba de vuelta a la cama. Allí, en la consola de Iran, marcó el 594, reconocimiento a la superior sabiduría del marido en todos los aspectos. En la suya programó una actitud fresca y creativa hacia el trabajo, aunque no lo necesitara, porque ése era su comportamiento habitual sin tener que recurrir a la estimulación cerebral artificial que le proporcionaba el Penfield.

Después de un desayuno apresurado, pues había perdido mucho tiempo discutiendo con su esposa, Rick se vistió para salir al exterior, incluido el modelo Ajax de la bragueta de plomo Mountibank, y subió a la azotea cubierta de hierba donde “pastaba” la oveja eléctrica. Donde ella, sofisticada pieza de ingeniería que era, mordisqueaba algo, con simulada satisfacción, engañando al resto de los inquilinos del edificio. Estaba seguro de que algunos de los animales de sus vecinos también eran falsificaciones hechas de circuitos eléctricos, pero nunca había indagado en ello, igual que sus vecinos tampoco habían metido la nariz en lo de su oveja. Nada habría sido menos cortés. Preguntar “¿esa oveja es auténtica?” hubiese sido peor muestra de mala educación que inquirir si la dentadura, o el pelo o los órganos internos de alguien eran auténticos.

El ambiente matinal gris plomizo, salpicado de motas radiactivas y capaz de ocultar el sol, se desparramaba a su alrededor, irritándole la nariz; aspiró involuntariamente el olor de la muerte. Tal vez era una descripción algo exagerada, pensó mientras se acercaba al trozo de césped que le pertenecía junto al apartamento excesivamente espacioso de abajo. El legado de la Guerra Mundial Terminus había perdido intensidad; quienes no sobrevivieron al polvo habían muerto años atrás, y éste, ahora más ligero, tan sólo trastornaba las mentes y los genes de los supervivientes más fuertes. A pesar de la bragueta de plomo, el polvo, sin duda, se filtraba en y sobre él, proporcionándole a diario, mientras no pudiese emigrar, su pequeña dosis de sucia mugre. Hasta entonces, las revisiones médicas a las que se sometía mensualmente confirmaban que era un tipo normal, capaz de reproducirse según los límites que establecía la ley. Pero llegaría el momento en que los médicos del departamento de policía de San Francisco que lo examinaban le darían otro diagnóstico. Continuamente se detectaban nuevas mutaciones genéticas, gente especial, derivada de personas normales a causa del polvo omnipresente. Los carteles, los anuncios televisivos y el correo basura del gobierno machacaban con esta consigna: “¡Emigra o degenera! ¡La decisión es tuya!” Nada más cierto, pensó Rick mientras abría la puerta que daba a su modesta dehesa y se acercaba a la oveja eléctrica. Pero no puedo emigrar, se dijo. Por mi trabajo.

Le saludó el propietario del pasto contiguo, su vecino Bill Barbour. Al igual que Rick, se había vestido para ir a trabajar, pero también había decidido acercarse antes a ver a su animal.

—Mi yegua está preñada —anunció Barbour con una sonrisa de oreja a oreja. Señaló el imponente percherón que contemplaba el vacío con ojos de vidrio—. ¿Qué le parece?

—Pues me parece que no tardará en tener dos caballos —respondió Rick. Estaba ya junto a la oveja, que rumiaba con la mirada alerta clavada en él, por si le había llevado tortas de avena. La supuesta oveja tenía un circuito capaz de procesar la avena. En presencia del cereal se ponía tiesa y se le acercaba con paso lento pero con cierto garbo—. ¿Qué la habrá preñado? —preguntó entonces a Barbour—. ¿El viento?

—He traído un poco del plasma fertilizante de mejor calidad que había disponible en California —le explicó Barbour—. Gracias a los contactos internos que tengo en la junta estatal para la cría de animales. ¿No se acuerda de que la semana pasada vino el inspector a examinar a Judy? No ven el momento de tener el potrillo; es un ejemplar de primera categoría. —Barbour dio unas cariñosas palmadas en el cuello del animal, y la yegua inclinó la cabeza hacia él.

—¿Alguna vez se ha planteado la posibilidad de venderla? —preguntó Rick. Deseó en ese momento tener un caballo. Cualquier animal, de hecho. La propiedad y el mantenimiento de un fraude desmoralizaban a cualquiera poco a poco, por mucho que, desde un punto de vista social, no hubiera más remedio dada la ausencia del ejemplar auténtico. Por tanto no tenía más opción que seguir con el engaño. Puede que a él no le importara, pero estaba su esposa, y a Iran sí le importaba. Y mucho.

—Vender mi caballo sería una inmoralidad —sentenció Barbour.

—Podría vender el potro. Tener dos animales es más inmoral que no tener ninguno.

—¿A qué se refiere? —preguntó Barbour con extrañeza—. Hay mucha gente que tiene dos animales, incluso tres o cuatro, o en el caso de Fred Washborne, que posee la planta procesadora de algas donde trabajaba mi hermano, incluso cinco. ¿No leyó el artículo sobre su pato en el Chronicle de ayer? Dicen que es el mayor ejemplar de pato de Muscovy de toda la costa Oeste. —Se le extravió la mirada, como si pensara en el placer de semejantes posesiones; tanto fue así que estuvo a punto de entrar en trance.

Buscando en los bolsillos del abrigo, Rick encontró el manoseado ejemplar del Catálogo Sidney de animales y aves del mes de enero. Buscó en el índice, encontró la entrada correspondiente a los potros (titulada “Caballo, potro”) y obtuvo el precio medio a escala nacional.

—Por cinco mil dólares podría comprar a Sidney un potro percherón —reflexionó en voz alta.

—No, no podría —dijo Barbour—. Compruebe otra vez la lista y verá que está en cursiva. Eso significa que no tienen existencias, y que ése sería el precio si tuvieran.

—Suponga que le pago quinientos dólares al mes durante diez meses —propuso Rick—. A precio de catálogo.

—Deckard, usted no entiende de caballos —dijo Barbour con expresión compasiva—. Existe una razón por la que Sidney no tiene stock de potros percherones. Los potros percherones no cambian de manos así por las buenas, ni siquiera pagando el precio que marca el catá- logo. Son muy escasos, incluso los relativamente inferiores. —Se inclinó sobre la valla que separaba ambos pastos, gesticulando—. Hace tres años que tengo a mi Judy, y en todo ese tiempo no he visto una yegua de percherón de su calidad. Para comprarla tuve que volar a Canadá, y yo mismo conduje durante el viaje de vuelta para asegurarme de que no me la robaran. Si se le ocurriera andar por Colorado o Wyoming con algo parecido, le asaltarían para quitárselo. ¿Sabe por qué? Porque antes de la Guerra Mundial Terminus había literalmente cientos…

—Pero que usted tenga dos caballos y yo ninguno atenta contra los principios básicos teológicos y morales del mercerismo —interrumpió Rick.

—Usted tiene su oveja. Qué coño, puede proseguir con la ascensión de su vida individual, y cuando aferre las dos asas de la empatía se acercará a la honorabilidad. No le niego que si usted no tuviera esa oveja entendería en parte su argumento. Por supuesto, si yo tuviera dos animales y usted ninguno, yo estaría contribuyendo a privarle de la verdadera fusión con Mercer. Pero todas las familias de este edificio… Veamos, en torno a cincuenta: una por cada tres apartamentos, según mis cálculos. Todas tenemos un animal de alguna clase. Graveson tiene allí a su pollo. —Señaló hacia el norte con un gesto—. Oakes y su mujer tienen ese perro rojo enorme que se pasa la noche ladrando. —Adoptó la expresión de quien medita algo, antes de concluir—: Y creo que Ed Smith tiene un gato en su apartamento. Al menos eso dice él, aunque nadie haya visto al animal. Probablemente lo finja.

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