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Jorge Javier Romero Vadillo

13/07/2023 - 12:03 am

Dos momentos cruciales para la democracia mexicana

En lo personal no me interesa debatir sus contradicciones públicas o personales. Me parece más relevante revisar dos coyunturas de la historia reciente de México en las que Muñoz Ledo participó de manera destacada y que fueron hitos en la transición a la democracia.

El político de izquierda Porfirio Muñoz Ledo.
“En lo personal no me interesa debatir sus contradicciones públicas o personales. Me parece más relevante revisar dos coyunturas de la historia reciente de México en las que Muñoz Ledo participó de manera destacada y que fueron hitos en la transición a la democracia”. Foto: Archivo / Cuartoscuro

Como siempre ocurre con la muerte de un personaje de relevancia histórica, la de Porfirio Muñoz Ledo ha generado un alud de artículos y comentarios sobre su controvertida personalidad política e, incluso, sobre rasgos de su vida privada harto cuestionables. En lo personal no me interesa debatir sus contradicciones públicas o personales. Me parece más relevante revisar dos coyunturas de la historia reciente de México en las que Muñoz Ledo participó de manera destacada y que fueron hitos en la transición a la democracia. El primero es la irrupción de la Corriente Democrática del PRI en 1987, que derivó en la candidatura presidencial de Cuauhtémoc Cárdenas al año siguiente, y el segundo es el proceso de negociación del pacto de elites de 1996, sobre el cual se construyó la nueva institucionalidad electoral que puso fin al monopolio del PRI y abrió paso a la democracia.

Los nueve años que van de la mayor fractura del partido oficial desde su fundación en 1929 al establecimiento de una autoridad electoral eficaz y autónoma son la parte central de la transición mexicana a la democracia, que puso fin al largo periodo autoritario resultado de la Revolución y dio paso a un nuevo régimen político, por más que el revisionismo actual pretenda que sólo se trató de la prolongación neoliberal de un mismo bloque hegemónico. En ambos extremos del proceso, Muñoz Ledo jugó un papel protagónico.

Para 1987, México llevaba cinco años sumido en una profunda crisis económica, con una inflación tremenda, aunque nunca tan dramática como la que vivieron Argentina y Brasil en esos mismos años. Las expectativas de prosperidad ofrecidas por el régimen del PRI se habían truncado y el Gobierno de Miguel de la Madrid estaba llevando a cabo un recorte severo del gasto público. En 1985 el recorte había afectado a miles de trabajadores del Estado, mientras que el resto había sufrido la caída abrupta de sus salarios reales. El malestar social se expresaba cada vez más por la vía electoral, los triunfos del PRI eran cada vez más cuestionados y los fraudes en las elecciones locales cada vez más frecuentes.

Aunque no hubo entonces un estallido de movilizaciones sindicales, como ocurrió en Argentina o Brasil, gracias al férreo control corporativo del PRI sobre las organizaciones de trabajadores, el malestar social se iba acumulando y la legitimidad del régimen se deterioraba rápidamente. Al acercarse las elecciones de 1988, un grupo de notables del PRI se presentó como la Corriente Democrática del partido y reclamó un proceso abierto de registro de precandidaturas. Los integrantes más conspicuos de aquel grupo habían sido funcionarios de primera línea o cargos electos, pero para ese momento estaban fuera del presupuesto. Un hecho relevante es que la mayoría pertenecía a la generación del entonces Presidente de la República.

Una década después de aquellos acontecimientos, en una conversación informal, le pregunté a Miguel de la Madrid por qué creía que se había producido el cataclismo electoral de 1988. Me respondió que había subestimado a Porfirio Muñoz Ledo. Él atribuía la ruptura a que las cabezas de la Corriente Democrática se habían quedado sin empleo durante su Gobierno, lo que los movió al descontento. En efecto, el cemento de la unidad y la disciplina del PRI fue durante años el reparto de empleo público y de cargos de elección entre el personal político relevante. Incluso quienes perdían en los momentos de sucesión en los gobiernos locales o en la Presidencia obtenían algún premio de consolación con cargo al erario. La crisis redujo mucho la capacidad redistributiva del régimen y las aversiones personales de De la Madrid lo había llevado a excluir a sus coetáneos del reparto del botín. 

Muñoz Ledo había sido retirado como Embajador ante la ONU después de un episodio escabroso; De la Madrid lo quiso enviar a la Embajada en Londres, pero el Gobierno de Margaret Thatcher le negó el beneplácito y, según el expresidente, rechazo la representación en Brasil con uno de sus exabruptos proverbiales: “embajadas del Tercer Mundo, de ninguna manera”. Pidió la Secretaría de Gobernación y cuando el Presidente se la negó, le espetó que se arrepentiría.

Según esta versión anecdótica, Muñoz Ledo se habría dedicado a buscar a otros descontentos y a conspirar con ellos. Como haya sido, el hecho es que logró integrar un grupo relevante, con Cuauhtémoc Cárdenas como figura simbólica y articuló un discurso ideológico sólido, que presentaba a los integrantes de su corriente como los guardianes del auténtico nacionalismo revolucionario, desplazados por cuestiones ideológicas por los advenedizos neoliberales. Contra todo pronóstico, la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas prendió como fenómeno de opinión pública, la ruptura del PRI se convirtió en una gran fractura y movilizó electoralmente al descontento provocado por los recortes presupuestales, la austeridad y la caída de los niveles de vida incluso entra las bases más sólidas del PRI, como los ejidatarios. El resto es historia, aunque también mito.

El segundo momento al que me quiero referir fue resultado de que aquella ruptura no fue lo suficientemente grande como para provocar el colapso del régimen. Después de las grandes movilizaciones de protesta postelectoral de 1988, el Gobierno de Carlos Salinas no sólo se estabilizó, sino que logró recuperar la popularidad del PRI, mientras el movimiento iniciado por Muñoz Ledo y Cárdenas languidecía. Sin embargo, la irrupción del EZLN en 1994, la crisis provocada por el asesinato de Luis Donaldo Colosio y el nuevo derrumbe económico abrieron una nueva oportunidad de cambio, pero sin que ninguno de los actores pretendiera ya la aniquilación del contrario. Vino entonces un proceso de nuevo acuerdo, de transición pactada, en el que una vez más Muñoz Ledo fue uno de los protagonistas, junto con el entonces Presidente de la República, Ernesto Zedillo, y los líderes del PRI y del PAN, Santiago Oñate y Carlos Castillo Peraza respectivamente.

Muñoz Ledo pretendió entonces impulsar una gran reforma del Estado mexicano, más allá de lo electoral, una suerte de refundación nacional, pero no logró un acuerdo tan amplio con sus interlocutores. Con todo, el pacto que concluyó con la Reforma Electoral de 1996, y que ya antes había producido la reforma de la Suprema Corte de Justicia en 1995, fue lo suficientemente trascendente como para fundar un nuevo régimen sobre bases democráticas. Buena parte de las instituciones surgidas entonces han resultado suficientemente sólidas y legítimas para resistir los embates del actual Gobierno por acabar con ellas y refundar de nuevo el arreglo político en los términos del Presidente López Obrador. Casi al final del actual Gobierno, el régimen de la transición parece haber resistido, aunque todavía sea demasiado pronto para darlo completamente por un hecho.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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