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Antonio María Calera-Grobet

18/11/2017 - 12:00 am

Oda a una mesa

Durante veinte años o más, treinta, cuarenta, la primera vida de mi familia, la mesa de mi casa (pensaba era de “Muebles Dico” o algo así como “Muebles Troncoso”, ya saben esas mueblerías de los años setenta para empujes de menos costo pero no, me corrige mi madre, era de “D´Europe”, vieja firma española de muebles esparcida por la ciudad, quizá con la idea de parecer más internacional,), fue cubierta de plástico grueso. Nunca la tocamos. O no lo recuerdo. Ni con los ojos, ni con las manos. Tocamos los manteles caros y, debajo suyo, el plástico.

“Me pregunto: ¿Qué pensamos? ¿Que traíamos en la cabeza cuando los abandonamos? ¿A dónde irán a dar?…”. Foto: Cuartoscuro

Durante veinte años o más, treinta, cuarenta, la primera vida de mi familia, la mesa de mi casa (pensaba era de “Muebles Dico” o algo así como “Muebles Troncoso”, ya saben esas mueblerías de los años setenta para empujes de menos costo pero no, me corrige mi madre, era de “D´Europe”, vieja firma española de muebles esparcida por la ciudad, quizá con la idea de parecer más internacional), fue cubierta de plástico grueso. Nunca la tocamos. O no lo recuerdo. Ni con los ojos, ni con las manos. Tocamos los manteles caros y, debajo suyo, el plástico.

Era un plástico a la medida, que hacía las veces de su overol, de su pijama, de su filipina como uniforme para el trabajo. Pero decía que casi no tocamos o no tocamos del todo, su madera fina y tal caso, tal falta, me avergüenza, me desanima: ni cuando tuvo forma de un rectángulo o la tuvo de un círculo, tampoco cuando un día, no sé por qué, la regalamos. Ni ahí, de despedida, la tocamos. Así sin más, de pronto, porque cambiamos de manera de ser, por descuido o simplemente porque nos hastiamos de verla ahí, siempre con la misma cara, nos deshicimos de ella, la apartamos sin querer. Y llegaron en una camioneta “Estaquitas”, de la Datsun o Nissan (no sé cual estaba ya muerta no lo podría asegurar) y se la llevaron. Me abochorna el hecho, me da rabia lo que hicimos, o mejor dicho lo que no hicimos, y me arrepiento. Ni un abrazo, una conversación final luego de tantos años, un mimo, un cariño.

Porque no es justo para la memoria de los muebles, llámese un librero, un trinchador, un perchero (imagínense para unas pobres pinzas, un sacacorchos, un taladro), que de pronto, temperamentales menos que caprichosos, olvidadizos menos que indolentes, dejemos la historia a un lado y los saquemos, a la fuerza, de la mano de gente que nunca habían visto sentados a ella, los echemos para decir las cosas como son aunque duelan, a la calle, al camión que los llevará lejos. ¡Qué poca madre! Eso, querido lector, es a todas luces, aquí en China o Palestina, un abandono. O más: un casi asesinato. Una prueba de que los hombres, cuando olvidan lo importante (la historia más añeja, las fiestas, los encuentros, los momentos más grandes y mágicos, los más profundos y honestos), no son más que animales traperos. Mire usted que eso de dejar a su suerte a los muebles que nos sirvieron desde niños, que nos dieron su apoyo, que guardaron todos los secretos que les contamos es algo que nos deja con la boca abierta, o muy cerrada, sin comentarios. Me pregunto: ¿Qué pensamos? ¿Que traíamos en la cabeza cuando los abandonamos? ¿A dónde irán a dar? ¿Qué costumbres tan distintas habrán de conocer en su nueva casa sea esta un castillo o un muladar? ¡Sépalo Dios! ¡O el Diablo! ¡San Pascual Bailón!

Ahí donde nuestros padres se emborracharon, se gritaron y hasta desconocieron, con los tíos, los primos hermanos y lejanos, ahí donde dormidos unos y otros despiertos se contaron verdades y secretos. Ahí en donde se vio que una familia de clase media se las apañaba para hacer con poco dinero un festín para compartir, donde se hicieron las horas eternas o livianas, donde se esperó la llegada de las campanadas, se compartió el pan y el vino con amigos y enemigos (y siempre hubo confusiones al respecto), ahí, en ese lugar o no lugar o sobre lugar indicado, contraindicado, donde se dio la vuelta al rizo de las afinidades, se desmoronaron y recrearon las imágenes paternas, maternas, filiales, ya no es nada, en su espacio ya no hay nada. Un vacío del tamaño de todos los sueños, de todos los miedos, de todos los apetitos habidos y por haber. No sólo para comer, para ser. Apetencias y carencias, esperanzas y desesperanzas tanto de “Cronopios” como de “Famas” a decir Cortázar, en las buenas y en las malas, en ese intersticio que hay entre ambas, en la tarde la noche o madrugada, para vivir, sobrevivir, soñar.

Recuerdo de chico a nuestra mesa como un gran plano rectangular, una cama de madera, un trono horizontal. Elegante, hermosa, o como diría mi papá: “A todo dar”. Era una planicie desierta, grande y limpísima, una superficie lisa y perfecta en la que nos reflejábamos cada vez que pasaban la franela por ella. Tendría un que haber estado ahí frente a nuestra mesa, “del comedor”, le decían, “de visitas”, siempre y cuando no tuviera arriba jarras y cuadernos, periódicos viejos, cuando estaba pulcra y lista. Ni un dedo de polvo se sumaba pasándolo por toda ella. Recuerdo a mi padre en el esmerado trabajo de ponerla bella. Me decía: “Pásame el “Anticuario”, y yo no tardaba en salir corriendo a la zotehuela donde estaba nuestro armario. Era de la “Johnson” creo, y ahora llevan otro nombre, pero como suele suceder también, con una percha muy pobre. Tenía este lustrador en spray la figura de un legítimo anticuario, dándole él mismo a su propia mesa, ensimismado y alegre a la vez, puliéndola, y yo pensaba que algún día mi padre o yo mismo podríamos convertirnos en él, hacer lo mismo que la fotografía, darle duro a la franela sobre la mesa para que se viera bien. Y por ahí había otros, el aceite “3 en 1” para madera, el “Blem”, luego el “Pledge”, pero nunca, lo digo porque es cierto, nada como el “Anticuario” con la foto de su viejo encanecido y sabio.

Recuerdo que de niños, con mis hermanos, a la edad de ver la mesa desde abajo, nos escondíamos en ella, hacíamos de su casa, nuestro escondite, nuestro propio cuartel para escondernos largo rato. Veíamos los huesos de nuestra mesa ahí debajo, al escondernos y, como seres de las cavernas, protegidos ahí de los castigos o ahí mismo castigados, escribíamos palabras en sus trabes y maderos. Groserías quizá, nuestros nombres, algún mensaje cifrado. Me acuerdo que aún era posible oler ahí a un bosque, como si resoplara la misma mesa, como si nos hablara de su edad de oro en las montañas, cuando fuera ella un árbol más entre los suyos, antes de que la sacrificaran por nosotros. Siempre leal, siempre presente como le es entendido una mesa brindar a sus humanos con su presencia (en silencio, inerte, fuerte), la recuerdo siempre atenta y con aplomo. Como una gran pista de aterrizaje, sobre de ella descendieron los platillos más altos y refinados de las Nochebuenas, las cenas de fin de año, los bautizos, los cumpleaños, en fin, las mejores fiestas, las cenas de negocios pero eso sí, si no de prosapia y abolengo, todas sinceras, todas honestas. Todas las viandas y vituallas que nuestra familia pudiera, los caldos y las pastas, los guisados y los pasteles que durante días preparaba mi madre, tuvieron en aquella plancha su histórico y mítico desenlace.

Y ya viéndolo bien, otorgándole el peso justo a tan venerable miembro de nuestra familia, esa mesa como cualquiera, que hizo las veces de tablero de mando, de altar, de confesionario, de pataditas por debajo, funcionaba en verdad como un centro, un epicentro, una zona para el encuentro, fuera este pacífico y tierno o salvaje y enfermo. Y qué heroicidad. Acababa ahí la mesa postrada, debajo del detrito, francamente dada al cuas, en una pieza si se quiere pero abiertas sus patas de par en par si uno lo piensa, manchada de pastel, quemada por la luciérnaga de un cigarro, aterida o caliente, dando tumbos y somnolienta, debajo de su mantel, absolutamente muerta de cansancio. Y no sólo por el peso de ollas y platos, sino de oír las tarugadas, las terquedades, las repeticiones en ráfaga, las tremendas pendejadas tanto de sobrios como de borrachos. ¿Y cómo le pagamos? La cortamos, la llevamos al cadalso, la convertimos. Le metimos cuchillo y le dimos, por moda o por capricho, por cabezas cuadradas, la forma de un círculo. Perdónanos mesa, no sabíamos lo que hacíamos, ni la mitad de lo que pensábamos.

Y ahí quedó. Justo en el centro, marcando el centro de nuestro mundo, sigilosa y servicial, cariñosa y maternal, nuestra mesa, por años y años. Pasaron las preparatorias, las universidades, los bodorrios, los fallecimientos, los divorcios, los regresos a casa, las páginas que pasan en todas las casas, las que arrancamos del calendario. Y así, de pronto, ya lo he dicho, la regalamos, la botamos, juro que sin mucho aspaviento, un día, como un juguete viejo, una tapa del escusado, un cancel, un trapo deshilachado, así como así, la dejamos ir.

Por eso ahora es que quiero hacer este homenaje a nuestra mesa del comedor, nuestra mesa de las visitas como le decíamos, siempre y cuando no estuviera atiborrada de jarras y cuadernos, portafolios bolsas del mandado y periódicos viejos. Cuando estaba ahí recién bañada en su aceite, pulcra y listísima. Mesa querida de madera buena, la mesa que soportó los alimentos de mi familia, que no te hagan leña, que no te hagan silla, que te dejen tal cual eres en tu nueva vida. Una mesa de carpintero fino. ¡Y es más! ¡Levanto mi vaso! ¡Brindo por todas las mesas! A las de metal oxidadas, a las podridas o apolilladas, a las mesas de bar, taberna o piquera: gracias. Gracias por su lomo, por su dorso bondadoso: va por ustedes. ¡Brindo por ti! Mi mesa adorada, mi gran mesa de madera, en donde te encuentres. A ti que nos diste tanto, por todo eso que sobre de ti pactamos, añoramos, soñamos. Va por ti este brindis, querida amiga abandonada, por tu furia controlada. Estoy seguro que ahora cobijas nuevas almas. Las cuidas y motivas a seguir la vida como los sabios mandan. Va por ti, por tu presente, por toda esa energía que seguro aún dispensas y, sobre todo, por todo lo bello que tu ser resguarda.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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