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Jorge Alberto Gudiño Hernández

19/01/2019 - 12:00 am

Lecciones de billar 2

Conté, hace un par de semanas, que hace ya varios años incursioné en el ámbito empresarial siendo socio de un billar. Estaba en la periferia de la ciudad y era frecuentado, sobre todo, por dos clases de clientes: al fondo, en las mesas de carambola, estaban los taxistas, llegaban a media tarde y jugaban partidas a diez carambolas, por retas, pagaba el tiempo del juego el perdedor; las mesas de pool, por el contrario, eran ocupadas por estudiantes de un par de preparatorias cercanas.

Consumían poco y se reían a risotadas. Foto: Pixabay.

Conté, hace un par de semanas, que hace ya varios años incursioné en el ámbito empresarial siendo socio de un billar. Estaba en la periferia de la ciudad y era frecuentado, sobre todo, por dos clases de clientes: al fondo, en las mesas de carambola, estaban los taxistas, llegaban a media tarde y jugaban partidas a diez carambolas, por retas, pagaba el tiempo del juego el perdedor; las mesas de pool, por el contrario, eran ocupadas por estudiantes de un par de preparatorias cercanas.

Eran muchachos que iban con uniforme, en la mayoría de los casos. Se aglutinaban alrededor de los rectángulos cubiertos de fieltro. Difícilmente eran sólo dos los jugadores. Al contrario, a veces era una docena de chicos quienes rodeaban las mesas. Era claro que lo hacían por simple divertimento pues no tenían la calidad como jugadores de los taxistas. Tampoco les importaba demasiado. Eran muchos y el costo de la renta por hora era bajo. Consumían poco y se reían a risotadas.

A mí me tocaba atender el negocio una tarde a la semana. El turno vespertino que terminaba en la madrugada. Intentaba leer en esas horas pero era difícil por el estruendo y por las solicitudes de los clientes. No importaba: fueron meses en los que aprendí muchas cosas.

Una tarde, quizá ya noche, un grupo de muchachos comenzó una pulla. No me sorprendí demasiado pues eran habituales. Se insultaban un poco y no pasaba a mayores. Esa vez no fue así. Bastaron unos cuantos segundos para que todos blandieran un taco pero ya no como quien espera su turno, balanceándolo, sino como quien porta un arma. Los que no alcanzaron, tomaron bolas de la mesa, dispuestos a aventarlas a la menor provocación o, quizá, pensando que les servirían para reventar la cabeza de un caído. No eran bolas de marfil, por supuesto, pero su consistencia de plástico duro las volvía peligrosas. Sobre todo, porque no parecían dudar.

Viví esos escasos segundos tenso. Yo era joven y nunca he sido violento. Pude imaginar el destino del local, con ventanas por doquier. También (mis fantasías siempre han sido fértiles), vi cuerpos tendidos o sangrantes, tacos partidos a la mitad para infligir más dolor, a las autoridades levantando actas o, peor aún, me supe dentro de una ambulancia con heridas graves. Insisto, no debió ser ni medio minuto. Sabemos bien cómo el tiempo se ralentiza cuando hay mucha tensión, como si nos regalara un estado de conciencia extrema antes del caos.

No llegó.

Fue don Juan, el taxista a quienes todos respetaban en la mesa de carambola, quien llegó con parsimonia hasta el conflicto. No era un hombre fuerte, tampoco grande, pero era el mayor. No necesitó el respaldo de los hermanos herreros ni del empleado del rastro, sujetos curtidos por sus oficios. Le bastó su voz para calmarlos. No puedo recordar sus palabras pero sí que no había amenaza en ellas. Ignoro si conocía a los muchachos, si alguno de ellos era su vecino o su pariente pero los calmó pronto. Hizo más. A los dos rijosos, quienes comandaban a cada uno de los bandos, los llevó hasta mi mostrador, ya sin armas en las manos, y los obligó a pagar el tiempo transcurrido antes de pedirles que se fueran. El resto se fue dispersando con lentitud. Al final, el propio don Juan me entregó la caja con las dieciséis bolas, las tizas. Los muchachos habían dejado los tacos en orden, en sus soportes de pared.

Cuando se fue le agradecí mucho. Me pagó aunque yo no quería. Me hizo ver que había reglas que cumplir. También, que a nadie le convenía un pleito como ésos. Luego se fue. Entendí entonces que son muchas las formas de imponer el orden y que, en cualquiera de los casos, el caos y la violencia no convienen a nadie. Fue la única ocasión en que se despidió de mí de mano.

Cada tanto extraño ese negocio del que participé menos de un año. Sobre todo por los personajes y lo aprendido. Hoy, incluso, me atrevo a extrañar a don Juan. Personas como él le harían mucho bien al país. Imagino que sigue manejando su taxi. Quizá también juegue billar por las tardes.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.

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