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Jorge Javier Romero Vadillo

22/06/2023 - 12:03 am

En el país de las ficciones aceptadas

“La política a la mexicana está tan viva como en el antiguo régimen y tiene en López Obrador a un exponente distinguido”.

“Si el INE estuviera realmente comprometido con la legalidad, todos los participantes de la mascarada deberían quedar impedidos para ser candidatos”. Foto: Twitter, @Morena.

La historia de la estabilidad política de México ha estado marcada por la aceptación social de la simulación en el cumplimiento de la ley. Por ejemplo, desde la República Restaurada, se han celebrado elecciones con apenas alguna interrupción, aunque hasta finales del siglo pasado todo mundo sabía que el resultado ya estaba predeterminado y que se trataba de un mero ritual recurrente. A pesar del vigor con el que los poderes fácticos defendieron al federalismo en los tiempos del primer constituyente en 1823, cuando el poder se estabilizó en el porfiriato, lo mismo que durante los tiempos del régimen del PRI era obvia la centralización del poder en el Presidente de la República, pero se cubrían todas las formalidades para guardar una fachada federal.

François Xavier Guerra, el historiador francés autor de uno de los mejores libros sobre el porfiriato, se refería a la Constitución de 1857 como una ficción aceptada, porque el régimen se legitimaba en su nombre, pero para nadie era un secreto que solo se trataba de un guion para la escenificación de los rituales republicanos en un régimen que operaba como autocracia sin paliativos.

Los políticos a la mexicana del régimen del PRI eran especialista en la representación. Cada elección era una ronda del juego de las sillas musicales en las que todos corrían para alcanzar nuevo asiento, con el prerrequisito de jurar lealtad al autócrata sexenal. La ceremonia ritual por excelencia era el destape, protagonizado por los líderes de sector que anunciaban el nombre del ungido como si de una decisión consensada se hubiese tratado, producto de la deliberación de la organización para determinar quién era el mejor hombre, aunque todos sabíamos que se trataba de una decisión del Presidente menguante, tomada después de valorar las posibles consecuencias políticas, pero a final de cuenta de carácter personal incuestionable.

Todos sabían al minuto siguiente del anuncio que se trataba de la mejor elección. Todos habían estado con él desde el primer día de su vida política y habían intuido su luminoso porvenir. Incluso los que habían apostado de manera más o menos clara por alguno de los otros suspirantes sabían que el elegido era mejor en todos sentidos a cualquiera de sus contrincantes, los cuales también alababan la evidente superioridad del sol naciente. A partir de ese momento, también comenzaban a distanciarse del tlatoani moribundo, una vez que el heredero hubiera hecho lo propio en algún discurso pronunciado con voz impostada.

El espectáculo era grotesco. Una farsa escenificada con alarde de piruetas y requiebros discursivos y momentos desopilantes, como cuando Alfredo del Mazo II fue a felicitar a Sergio García Ramírez porque había entendido mal el mensaje que le anunciaba que el bueno era SG, en realidad Salinas de Gortari. La conocida como cargada de los búfalos para acercarse al equipo de campaña del candidato alcanzaba unos niveles de abyección y ridículo que muchos creíamos superados.

La ficción se extendía a la simulación del apoyo popular. Todo mundo sabía que las masas que vitoreaban a los candidatos eran clientelas acarreadas que iban por necesidad o porque no les quedaba de otra si querían mantener los créditos ejidales y las compras a precios de garantía del monopsonio estatal de granos. De manera impúdica, los mítines se llenaban de menesterosos que fingían entusiasmo y militancia. Los intermediarios políticos medían su fuerza en la cantidad de huestes que eran capaces de movilizar.

Todo para fingir apoyos entusiastas en una contienda que no era tal, pues el resultado de las elecciones estaba predeterminado y era conocido por todos. Como ironizó Jorge Ibargüengoitia en 1976 “El domingo son las elecciones, ¡qué emocionante! ¿Quién ganará?”. Por supuesto, todo se hacía pasando por encima de la legalidad, aunque, al menos, se fingía su cumplimiento.

Pero cuando muchos creíamos que ese abyecto pasado había quedado atrás, resulta que las maneras de hacer las cosas son pertinaces, la política a la mexicana está tan viva como en el antiguo régimen y tiene en López Obrador a un exponente distinguido

Ahora el Presidente de la República y su partido Morena quieren que aceptemos una nueva ficción, aunque como en los tiempos del PRI nadie se la crea: que los políticos que renunciaron a su cargo y recorren ahora el país compiten por ser “coordinadores de la defensa de la cuarta transformación”. Quieren que todos aceptemos el fingimiento y que la autoridad electoral acepte la añagaza.

Lo grave es que el Instituto Nacional Electoral, aturrullado, cede ante la ficción y asume el papel de comparsa en este carnaval de fingimientos, con un instructivo para la simulación, como lo ha llamado Raúl Trejo Delabre. Con ello, el organismo electoral pierde su alma, pues su razón de ser desde la creación del IFE en la última década del siglo pasado, que ha sido precisamente acabar con la ficción electoral.

Si el INE estuviera realmente comprometido con la legalidad, todos los participantes de la mascarada deberían quedar impedidos para ser candidatos, después de la descarada campaña electoral que han emprendido. Pero ya ha quedado claro que el Presidente de la República está dispuesto a pasar por encima de la Constitución y de toda la institucionalidad construida durante el último cuarto de siglo con tal de imponer a su sucesor, cueste lo que cueste, pues para él la legalidad no es más que un cascarón que se puede torcer a modo.

Visto lo visto, pecamos de ingenuos los que creímos que la transición democrática era el primer paso para terminar con el fingimiento legal y, por fin, lograr que en México el orden jurídico fuera el marco real de reglas del juego, y no toda la maraña de reglas no escritas que tenían como pieza clave la sumisión a la voluntad autocrática.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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