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Benito Taibo

24/01/2016 - 9:11 am

De nuestra brevísima conversión al Islam

Lo reconozco. Éramos muy reventados… En una de esas fuimos a una fiesta de disfraces, todos de árabes. Con kafiyyehs sobre la cabeza, lentes negros, caftanes blancos expropiados a mi madre, y que había traído de Marruecos…

La vida era una fiesta. El truco consistía en tener la dirección. Foto: Shutterstock.
La vida era una fiesta. El truco consistía en tener la dirección. Foto: Shutterstock.

Lo reconozco. Éramos muy reventados. Nos colábamos a beber a las bodas a las que por supuesto no estábamos invitados (eso sí, todos de traje) besábamos a la novia, abrazábamos ruidosamente al suegro, nos ligábamos a las primas solteras del que fuera. Teníamos 18 y una desfachatez proverbial, una labia poderosa, y una vida por delante.

La vida era una fiesta. El truco consistía en tener la dirección.

Esperábamos en  la casa de alguno a que sonara el teléfono en viernes o sábado sobre las siete de la tarde, como escuadrón de asalto preparado para la invasión.

-Avenida Toluca 1872.- Decía por ejemplo, nuestro contacto.

-¿Motivo?

-Quince años. Formal. La niña se llama Lola. Es del Madrid.- Y colgaba.

Arrasábamos con el vestidor del padre de familia de la casa en que estuviéramos y nos llevábamos sacos y corbatas “prestados”. Nunca llegábamos temprano a la fiesta porque era mucho más fácil ser descubiertos. Nos subíamos a mi vocho amarillo y nos acomodábamos a duras penas, seis, siete, el más chaparro en el hoyo de atrás.

Al llegar a la fiesta entrabamos de dos en dos, con beatíficas sonrisas cruzando nuestros rostros. Como si fuésemos amigos de la familia de toda la vida. Y luego nos sentábamos en sitios estratégicos, junto a personas mayores y confiables con las que hablábamos de cosas aparentemente importantes. Se me olvido decirles que también éramos cínicos y parlanchines, e informados.

-¿Dónde estudiaste?- Preguntaba mosqueado el tío de la niña del pastel.

-En el Vives, pero ya estoy en la facultad. Letras Hispánicas, segundo semestre. Quiero especializarme en Siglo de Oro. ¿Ha leído usted a Góngora?- Decíamos, muy serios y mintiendo alegremente.

Y tres minutos después ya nos estaba sirviendo de su güisqui, de su ron, de su tequila. Encantado de tener en la mesa a esos muchachos tan educados y tan simpáticos. Y nos presentaba a las chicas, y bailábamos y bebíamos como loquitos.

Pajareábamos mesa por mesa y dos horas después ya habíamos acabado con todo.

Un día José Luis, al abrazar a la quinceañera, le vomitó el vestido y tuvimos que hacer un repliegue táctico hacia la salida, ante la ira de los chambelanes que nos querían partir el hocico.

En el coche, José  Luis argumentaba en su defensa: -No mames. Era verde (el vestido). ¿A quién se le ocurre?-

El caso es que eran otros tiempos, más dulces, menos violentos, más proclives al desmadre.

En una de esas fuimos a una fiesta de disfraces, todos de árabes. Con kafiyyehs sobre la cabeza, lentes negros, caftanes blancos expropiados a mi madre, y que había traído de Marruecos (y que supongo que nunca quedaron, después de eso, limpios del todo).

Y de regreso, absolutamente borrachos los cuatro que éramos, oímos claramente el sonido de la sirena de la patrulla, y por el altavoz el típico:

-¡Oríllese a la orilla!- Señal inequívoca que había que detenernos.

Así lo hicimos, en Camino a Desierto de los Leones a las cuatro de la mañana.

El patrullero se bajó con una linterna y llegó hasta el auto. Iluminó al asiento del conductor mientras decía:

-No trae luces de a…-

Y hasta allí llegó, porque en los dos asientos de adelante, no había nadie.

Los cuatro árabes estaban sentados, muy serios, muy acomodados, en la parte trasera.

-¿Quién venía manejando?- Preguntó el oficial mirándonos con ojos como platos.

Y desde el asiento trasero alguien contestaba con una larga perorata en algo que se parecía al árabe. Pero que siempre comenzaban con un ¡Salam Aleikum!  Saludo aprendido gracias a que habíamos visto más de una vez Lawrence de Arabia.

Esta conversación digna de los hermanos Marx debió durar unos veinte minutos. El oficial y su compañero (que masticaba algo de inglés) preguntaban y preguntaban y nosotros, sin salirnos del papel, íbamos respondiendo con jaculatorias  ininteligibles, pero que podrían hacer dudar a cualquiera.

No éramos valientes. No se puede llamar así a la inconsciencia.

Al final, los patrulleros, hartos, optaron por irse. No sin antes gritar algo como -¡Pinches árabes culeros!

Y nosotros logramos llegar a la casa más cercana y dormir la mona, sin quitarnos los disfraces salvadores.

Hoy desperté recordando este pasaje que me sigue sacando una sonrisa de los labios.

Sí lo intentáramos repetir ahora, seguro acabaríamos en Guantánamo, o desaparecidos.

Eran otros tiempos. Más dulces. Menos islamofóbicos.

¡Salam Aleikum!

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