Aquellas efervescencias

26/01/2014 - 12:00 am

La obsesión, como tantas otras, comenzó en mi infancia. No he llevado a psicoanálisis el tema (en el diván trato asuntos algo más urgentes o, mejor –es decir peor–, más angustiosos) pero pese a ello bien puedo decir, en desafío del cliché freudiano, que la culpa de todo la tiene no mi madre sino mi abuela. (Pensándolo bien, ya he dicho también eso en idéntico contexto sobre otros asuntos… pero ésa es otra historia, u otra histeria.) Viví con ella desde poco después de cumplir un año y hasta los 23, y su discurso me marcó, me dotó de referentes que me harían parecer surgido de otro tiempo y otros lugares.

He contado ya aquí que mi abuela fue, en sus mocedades, cantante de éxito continental. Mexicana descubierta por un empresario español radicado en Nueva York, emigró a aquella ciudad a los 15 años. Desprovista de una visa de trabajo, debía salir de Estados Unidos cada seis meses, monserga que aprovechaba para hacer giras latinoamericanas, puesto que sus discos, editados bajo el sello Peerless, se distribuían también en otros puntos del continente. Y fue en una de esas giras que conoció a un empresario radiofónico venezolano, con el que casara a sus 20 años, lo que la llevara a residir durante más de 30 en Maracaibo. Ese itinerario profesional y sentimental habría de dejarle como saldo un montón de experiencias que, a lo largo de mi infancia, habría de ir narrándome. Éxitos artísticos. Miseria y prosperidad. Fama y frustración. Postales de la América toda. Guerras civiles. Y un montón de botellas de refresco.

COKEOK

Mi abuela contaba haberse hecho literalmente adicta a la Coca-Cola a su llegada a Nueva York en 1935. Cierto es que dicha bebida había comenzado a embotellarse en nuestro país –concretamente en Tamaulipas– desde 1926, y que para 1929 llegaba ya a la ciudad de México bajo licencia otorgada a Grupo Mundet; también es verdad que su distribución debe haber sido limitada –las plantas tenían una capacidad de 10 botellas por minuto, contra las actuales 100 mil– y su costo prohibitivamente caro para la adolescente de clase trabajadora que era entonces la futura Doña Elvira, por lo que resulta concebible que no la hubiera conocido –o cuando menos comenzado a acostumbrar– hasta su llegada a Nueva York. Según cuenta mi abuela –que a sus 93 años no bebe sino una ocasionalísima Coca, y eso de dieta– hubo de padecer incluso síndrome de abstinencia al tratar de renunciar a la costumbre de despacharse una decena al día. Podría pensarse que hay en ese hecho –y en la acaso concomitante falta de costumbre de consumir Coca-Cola en casa en mi infancia– una explicación a mi rechazo por dicho refresco, y acaso haya un pelín de verdad en ello. Pero lo cierto es que tengo claras mis razones para no beberla y que se antojan todas otras. No se piense, por favor, que mi negativa tenga que ver con razones ideológicas –jamás me he referido a ella, como aquellos marxistas à la page de los 70, como “las aguas negras del imperialismo yanqui”– y ni siquiera nutricionales –como se verá en un momento soy un bebedor de refrescos, si bien muy infrecuente, harto entusiasta. Las causas son otras, una sencilla y una compleja. La primera es que su sabor, para ponerlo fácil, me disgusta; la segunda es que –¡ay!– soy un snob irredento, que no sólo detesta beber lo que todo mundo sino que disfruta de consumir –y ofrecer– lo que casi nadie. De ahí las verdaderas herencias refresqueras de una abuela que solía contarme cuánto disfrutaba en sus viajes a La Habana acompañar su lechón, y sus moros con cristianos con una Materva –refresco de yerba mate incongruentemente creado en Cuba y no en Argentina y hoy producido en el exilio miamense–, cómo su obstetra venezolano solía recomendarle que bebiera Malta Polar durante sus embarazos para dar a luz niños sanos y fuertes (resultado: una madre y unos tíos que han batallado con el sobrepeso desde su infancia… y a la fecha) y que me heredara sus guías turísticas vintage, como esa Nueva York en su mano que sostengo en la mía mientras escribo esto –Copyright 1964, reza la legal–, cuyo autor, Roberto Ayala, apunta en su reseña del legendario (y hoy desaparecido) Gaiety Deli que suele acompañar su roll de pastrami con coleslaw con “Cherry Soda o Cream Soda, refrescos de cereza o de vainilla, ambos de sabor muy acentuado, pero apropiados para esta comida”.

CHERRY-SODA

Para mis 12 años, toda esa información me había llegado y se me había hecho misión: tenía que probar esos refrescos. No tardé demasiado en cumplir la primera de las etapas: en otro deli legendario hoy igualmente difunto –Wolf’s, en la esquina de la calle 57 con la Sexta Avenida– pude probar muy poco después los preparados de cereza y vainilla del Doctor Brown –tal es la marca paradigmática–, ambos perturbadoramente rotundos y exóticos, distintos a todo lo que hubiera bebido antes. Para la Malta y la Materva tuve que esperar mucho más: la primera –que es en realidad una cerveza cuyo proceso de fermentación se ha detenido antes de convertirla en una bebida alcohólica, lo que la hace extáticamente dulce, con fuerte regusto a melaza– hubo de llegar a mí en un viaje adulto a Cuba, donde también se acostumbra, y ya bajo la marca Polar –la que consumía mi abuela, que es también la de la cerveza más popular de Venezuela– en México mismo, donde un restaurante del que ya he escrito en otra entrega –La Hallaca– la sirve; en cuanto a la Materva, fue en un Publix de Miami –y no enclavado en Little Havana sino en Aventura, suburbio judío– donde cayó en mis manos una lata. (Ésa fue una decepción: yo esperaba la amarga fragancia de la yerba mate y me topé con una suerte de ginger ale diluido.)

CREAM_SODA

Mi afición por los refrescos exóticos y extravagantes, sin embargo, no se detiene ahí. Niño, era relativamente asiduo –es decir cuando había fiesta en casa; se me enseñó bien que los refrescos eran cosa excepcional y que la bebida de uso era el agua– de Chaparritas, Sangrías y Lulús. Y con los viajes comencé a acumular aficiones por otros, entonces imposibles de encontrar en mi ciudad. Hoy, por ejemplo, es posible comprar con relativa facilidad Yoli y ToniCol en cualquier supermercado del D.F. Como me gustan mucho, suelo tener una provisión de ambos en casa, pero es cierto que añoro aquellos tiempos en que un dulzor acitronado en el paladar señalaba la llegada a Acapulco y en que el sabor a vainilla con ligero regusto medicinal no podía asociarse sino con un viaje a Mazatlán, lo mismo que esos años en que mi primer acto al pisar suelo francés era ordenar una Orangina, cuya botella de forma y textura anaranjadas y cuyo sabor mezcla de naranja, toronja, limón y mandarina eran santo grial al que aspiraba desde la anterior visita.

TONI-COL

Hoy es razonablemente más frecuente encontrar ciertos refrescos excéntricos en la ciudad de México. Entre los puntos a favor de Starbucks que no mencionara en mi anterior entrega figura su venta de Aranciata y Limonata Pellegrino, que antes era menester viajar a Italia para saborear. El Root Beer –que no es cerveza pero sí está aromatizado con raíces y plantas: sasafrás hasta que fuera decretado cancerígeno, y ahora zarzaparrilla, hoja santa y orozuz, entre muchas otras– no es cosa de todos los días pero bien puede comprarse en Sam’s Club o, mejor, beberse en un flotante con helado de vainilla –como me contaba mi padre que lo hacía en el Torreón de su adolescencia– en el Barracuda Diner. Y he descubierto que Chedraui, supermercado que no frecuento, tiene una selección de vinos y licores harto convencional y una de quesos y carnes frías más bien lamentable pero también que el suyo es el mejor surtido de refrescos de todo el país: casi todos los que he mencionado están disponibles ahí.

Me queda, además, un consuelo neurótico: el de poder saciar algunos de mis apetitos refresqueros recurrentes pero no todos. No hay manera de procurarse en México el Frucade que descubriera hace poco en un viaje a Austria y Alemania, ni el Chinotto –lo hay de varias marcas– que se produce en Italia con base en las mismas naranjas amargas que se usan para dar su sabor característico al alcohólico Campari, ni el Schweppes Agrum de naranja roja con el que sigo cultivando la nostalgia francesa. Puedo, así, anhelarnos con tanta fruición como en la infancia hasta que la vida me lleve de nuevo a sus países de origen.

A estas alturas, más de un lector estará escandalizado. De que un columnista de gastronomía cultive la nostalgia y el disfrute no de los grands crus sino de las aguas pintadas y, sobre todo, de que alguien que dispone de una tribuna pública cante las loas de un producto que es tenido por el principal causante de obesidad y diabetes. Al respecto, cuatro precisiones: 1) Esos refrescos forman parte de mi educación sentimental –y adivino que de la de muchos– por lo que no puedo evitar recordarlos con cariño y, neurótico que soy, tratar de repetir los momentos de placer que me depararon años ha. 2) Me precio de tener un amplio abanico de gustos, y eso, en la comida como en otros ámbitos, incluye lo pop (que, por cierto, es palabra que en inglés es también sinónimo onomatopétyico –y entrañablemente anticuado– de refresco con gas; 3) Muchos de los refrescos que he citado son elaborados con procedimientos distintos a los de los más comerciales: la Aranciata y la Limonata Pellegrino son mezcla de agua de manantial, concentrado de fruta y azúcar; Malta y Root Beer son cervezas menos fermentadas; las sodas del Doctor Brown se preparan a la antigua –con agua carbonatada, jarabe y azúcar– y casi ninguno recurre al jarabe de maíz rico en fructosa, lo que los hace razonablemente menos nocivos.

ORANGINA

La cuarta aclaración merece párrafo aparte. Yo tengo un vínculo romántico con la Yoli y la Orangina y la Malta como otros muchos lo tienen con la Coca-Cola. Y nada de malo hay en ello. Malo acompañar con refresco todas las comidas. Y no sólo por el daño nutricional que conlleva sino, sobre todo, porque eso los banaliza, les quita su carácter excepcional. Festivo. Efervescente.

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