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Jorge Javier Romero Vadillo

26/10/2023 - 12:02 am

El proyecto iliberal de López Obrador

López Obrador pertenece a la misma estirpe: un caudillo aupado por los votos en un régimen constitucional que a trancas y barrancas iba consolidando una democracia con separación de poderes y libertades políticas, sociales y económicas, pero que no había logrado construir una fuerte legitimidad social debido a su incapacidad para garantizar el bienestar de la mayoría de la población.

El Presidente Andrés Manuel López Obrador en conferencia de prensa.
“López Obrador pertenece a la misma estirpe: un caudillo aupado por los votos en un régimen constitucional que a trancas y barrancas iba consolidando una democracia con separación de poderes y libertades políticas, sociales y económicas, pero que no había logrado construir una fuerte legitimidad social debido a su incapacidad para garantizar el bienestar de la mayoría de la población”. Foto: Andrea Murcia, Cuartoscuro

Durante las primeras décadas del siglo XX han pululado por el mundo regímenes de un tipo desconocido hasta ahora, a los que el politólogo Fareed Zakaria bautizó como democracias iliberales, pues se trata de gobiernos democráticamente electos que suelen ignorar los límites establecidos por la Constitución y no garantizan plenamente las libertades individuales de la ciudadanía. Este tipo de regímenes suelen surgir en países donde la democracia no se ha consolidado plenamente o cuando, después de una crisis, los partidos tradicionales están fuertemente desprestigiados.

Los líderes que promueven proyectos iliberales tras una máscara democrática pueden pertenecer a diferentes espectros ideológicos. Un ejemplo es Chávez en Venezuela, quien fundamentó su proyecto iliberal en un igualitarismo plebeyo que ha perdurado más allá de la desaparición del líder fundador. Por otro lado, figuras como Orban en Hungría, quien defiende un cristianismo nacionalista contra la percepción de amenaza que representa la inmigración musulmana, la cual considera contraria a la identidad de su pueblo, adoptan una postura de derecha. También está el caso de Erdogan en Turquía, que aboga por un nacionalismo islamista y se opone al desarrollo de una democracia laica, un modelo que parecía abrirse camino tras el declive del régimen militar instaurado por Ataturk en la década de 1920, el cual, por cierto, tenía similitudes notables con el régimen mexicano surgido por la misma época.

López Obrador pertenece a la misma estirpe: un caudillo aupado por los votos en un régimen constitucional que a trancas y barrancas iba consolidando una democracia con separación de poderes y libertades políticas, sociales y económicas, pero que no había logrado construir una fuerte legitimidad social debido a su incapacidad para garantizar el bienestar de la mayoría de la población. Así, al igual que Chávez, nuestro líder iliberal movilizó el voto en nombre de la justicia social y el combate a la pobreza y, al igual que sus homólogos turco o húngaro, se presentó como paladín del combate a la corrupción de la clase política tradicional.

Sin embargo, el proyecto de López Obrador se ha mostrado a lo largo de su Gobierno su animadversión al orden constitucional liberal de pesos y contrapesos. Su idea de democracia es plebiscitaria, una en la cual el hombre necesario, una vez obtenidos los votos de la mayoría, convierte en la encarnación de la voluntad general, por lo que dejan de tener sentido los cuerpos del Estado diseñados para evitar la concentración omnímoda del poder. Él es el representante último del pueblo, el justiciero, el honrado, el sabio. En su cabeza se concentra el proyecto luminoso de Nación, por lo que basta con aceptar sus dictados para realizar la voluntad popular. Todo aquel que no se someta a sus designios proféticos es un enemigo del pueblo, conservador, defensor de intereses espurios.

Lo hemos visto a lo largo del sexenio: los órganos autónomos deben desaparecer porque no responden al interés de la mayoría, son elitistas, defienden privilegios. La academia debe estar al servicio del pueblo cuyo representante es el amado líder, como lo llama Diego Fonseca, por lo que debe estar dirigida por leales comisarios políticos que la orienten a los fines deseados. El Poder Judicial tiene que ser también producto de los votos del pueblo bueno, orientado por el iluminado, para evitar que se oponga a sus designios justicieros. Si un Juez falla en contra de alguna de sus sabias instrucciones, entonces es corrupto, espurio, conservador.

La andanada actual en contra de los fideicomisos del Poder Judicial es la coda de lo que hemos visto desde el inicio de su Gobierno: una voluntad autoritaria enmascarada por su popularidad en las encuestas, que le sirven para compararse nada menos que con el infame Modi, el líder nacionalista hindú que está a punto de destrozar a la democracia de la India, la más grande del mundo, también en nombre de la mayoría, aunque ello implique aplastar la diversidad étnica y cultural de su país.

La independencia judicial se convierte en un obstáculo para los líderes iliberales. En Polonia, el Partido Ley y Justicia (PiS), liderado por Jaroslaw Kaczyński, una figura de la misma calaña que los mencionados, pero que ha logrado institucionalizarse por encima de su liderazgo inicial, intentó subyugar a la judicatura a través de la jubilación anticipada de los jueces que consideraba adversos y reduciendo las facultades del Tribunal Constitucional. Sin embargo, la Unión Europea detuvo este intento y, finalmente, el partido fue derrotado en las últimas elecciones parlamentarias.

Orbán, Erdoğan, Kaczyński, Modi o Maduro –el último, heredero de Chávez– han consolidado su poder a través de la movilización electoral, pero también mediante reformas truculentas para acogotar a sus oponentes. López Obrador ha seguido una ruta similar: ha inclinado la balanza a su favor mediante una sólida base clientelar de votantes, dependientes de las transferencias económicas que él denomina política social, y ha confrontado a la autoridad electoral, que, como puede, ha resistido, aunque debilitada. Sin embargo, afortunadamente para el país, se encontró con una de las pocas normas fuertemente institucionalizadas en el orden constitucional mexicano: la prohibición de la reelección. 

Si su continuidad no hubiera sido imposible, por razones históricas profundamente arraigadas en la cultura nacional, López Obrador se habría reelegido y la democracia mexicana habría sucumbido ahogada en sufragios. Porque los regímenes iliberales, al contrario de lo que plantea Zakaria, no pueden llamarse democracias. Son formas espurias de enmascarar autocracias, por más que intenten revestirse de legitimidad electoral.

Pero la intentona iliberal no se detendrá con la salida de López Obrador de la Presidencia. La coalición reaccionaria que ha formado ve la construcción de un orden social abierto, regulado por reglas impersonales, como una amenaza a sus intereses. Las elecciones del próximo año serán cruciales para evitar que se consolide el retroceso antidemocrático. No todo se definirá en la elección presidencial, ya que un Congreso plural, que promueva la negociación y los acuerdos, será un valladar para las pretensiones autocráticas o continuistas.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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