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Antonio Calera

28/12/2018 - 12:00 am

La casa de la sanación

Ojalá una asistencia clínica especializada le regale con nuevas oportunidades.

“En la casa de Daniel, nos dimos cita centenares de amigos a lo largo del tiempo para hacer asados, celebrar exhibiciones, festejar cumpleaños, fiestas de disfraces, brindis de fin de año”. Foto: Especial

A mi amiga Reyna, hijas e hijos.

AMIGOS

Conocí al pintor Daniel Lezama a principios de siglo. Nos hicimos amigos inmediatamente y, día con día, conocí a sus compañeros artistas, curadores coleccionistas, y él a mis viejos amigos, nuevos amigos escritores. Durante una década hicimos lo propio. Como dijera ese poema de Octavio Paz, “Un Poeta”, se nos hinchó la lengua de arte y política, comimos pasta hasta morir. En la casa de Daniel, nos dimos cita centenares de amigos a lo largo del tiempo para hacer asados, celebrar exhibiciones, festejar cumpleaños, fiestas de disfraces, brindis de fin de año. Y, cabe decirlo aquí, amigos de diferentes logias, pensamientos distintos, espíritus disímbolos. Hasta para decir que, la suya, fue una casa de todos y para mí, en muchas ocasiones de dolor y spleen, una casa de sanación.

15 años a todo galope, zurciendo invisiblemente, como hacemos todos, nuestros oficios y la vida cotidiana, el mundo del trabajo y de los amigos hasta que, de pronto, sobrevino un acontecimiento sorprendente. Daniel nos revelaba la noticia de su amor por Reyna, su decisión de casarse y, necesariamente, qué cosa, junto con pegada, su anhelo de buscar la custodia y paternidad de sus niños: Lupe, Miguel, Saúl, Hazel, Rebeca y Carolina. Su casa estaría llena de luz. Desde esos días de boda y fiestas, desde los primeros meses de conocer los niños, la vida de Daniel y Reyna se llenó de poesía.

“Hasta para decir que, la suya, fue una casa de todos y para mí, en muchas ocasiones de dolor y spleen, una casa de sanación”. Foto: Especial

A los que estamos cerca nos tocó también, agradecidos de sumarnos a ellos, reeducarnos en esa nueva escuela sentimental. Atestiguar durante cinco años de padrinos, tíos, familia amplia de las niñas y los niños; los amigos y nuestras parejas, paseamos con ellos, comimos con ellos, fuimos nanas y cuidadores, Reyes Magos y Santacloses, y nos hicieron completamente dichosos. Lezama logró también que los hijos de ella fueran de ambos. Si bien conformar un hogar con niñas y niños compartiendo apellidos pudo haber sido complicado, tedioso, farragoso, extenuante, nunca a sus ojos se trató de un imposible, y nunca más justo se hubo acuñado para ello un terminajo legal: Adopción Plena Nacional. Se les pudo haber visto preocupados pero nunca pesimistas; nunca bajaron los brazos y lo lograron. Todos fueron, de pronto, epifanía, como un regalo del cosmos, una familia hecha y derecha, ya no sólo ante el amor, sino ante la ciudad. Con legajos contantes y sonantes.

“Desde esos días de boda y fiestas, desde los primeros meses de conocer los niños, la vida de Daniel y Reyna se llenó de poesía”. Foto: Especial

UNA CASA ES UNA CASA

Una casa es una casa es una casa. Un ecosistema es otra cosa. Hay en este último una urdimbre de relaciones lo mismo visibles que profundas, silenciosas, que le dan forma. Pues en el hogar de los Lezama y Cuenca, además de esta cosa obvia, las hubo de ternura y sofisticación.  De ajuares y también de educación. Formal e informal. De juegos y disciplinas. Hubo dádivas pero dosificadas. Hubo y hay tratos y convenios colectivos para llegar al máximo bienestar. Reglas y canonjías. A todo dar. Y mucho disfrute después de las tareas para los corazones diarios de un niño y mujercitas. Para ir tejiendo un lazo colectivo, entender el camino. Y en eso, en la sapiencia del tutelaje más exacto y el del amasiato más alcahuete, hubo un fiel feliz. Trato hecho. Hagámosle así. De manera que lo que ahí se dirimía cuerpo a cuerpo, era un frenesí. Crecer juntos. Hacerlo bien. Entre todos. Y todos jalamos parejo. Y en eso se era irreductible. Das, doy, nos damos. Y se sucedieron así las tareas de la escuela, las cotidianidades de monserga, pero también los viajes, los regalos, las preseas. Puedo decir que lo que ahí yo vi, lo que también conviví, no dista nada de mi propia vida. Aunque este caso múltiplemente compartida. Era una casa de varios ositos y ositas, caperucitas sin lobos con una nueva vida. La delectación ahí fue la que el destino de cualquier mortal pudiera proveer, salvo que multiplicada. Entonces silencio sólo por las noches. Logística de vestidos, útiles y mochilas, mientras Daniel, como cualquier otro padre, e encargaba del sustento. En un ambiente como el del arte a veces feliz y otras tantas, muchas tantas, indolente y hasta cruento. Y Daniel nos decía. Mira, que yo con este monto mensual ya la hacía, pero ahora debo de contar con tanto si debo de llevar a mi casa un par de alegrías. Así era, así es y así será, estoy seguro, por el resto de sus días. Y Reyna ni se diga. Ella era quien quedaba en el papel de ama de casa, la salvaguarda, la protección esmerada.

“Todos fueron, de pronto, epifanía, como un regalo del cosmos, una familia hecha y derecha, ya no sólo ante el amor, sino ante la ciudad. Con legajos contantes y sonantes”. Foto: Especial

MARTINCITO

Martín siempre fue un niño antiguo. Como si hubiera salido de un cuadro de Hermenegildo Bustos. Jugaba con lo que fuera. Siempre impecablemente guapo, bien vestido, mínimamente hacía caso al cualquier embate, sonreía. Yo lo tuve en mis brazos varias veces. Hace poco viajamos decenas de amigos con la familia a una hacienda. De regreso preferí viajar en la camioneta de los niños. Por el tremendo tránsito en la carretera, fuimos parando al baño, comprar alguna cosa para hacer la jornada más llevadera. Martín y yo comimos papas, chocolates, paletas. Y eso, el deleite de viajar cantando pese al calor, la tremenda fila de autos casi estacionados, vivirá por siempre en mi sesera. Hace unos días me hablaron por la madrugada. Algo inexplicable había pasado. Ya nos irían diciendo Daniel y Reyna, entre policías, medios hambrientos, abogados y peritos, mientras protegían de todo ese torbellino a los niños, qué hacer. Lo supimos todos. El más pequeño había fallecido. Lamentablemente, de la mano de su hermano en medio de la noche, en un estallido de ceguera y de locura como quizá sólo pueda tenerla un niño en un trance de inconsciencia inexplicable, un niño que es abruptamente atravesado por el Mal. Era muy liviano Saúl. Muy tranquilo. Introvertido tanto como muchos lo fuimos. Y risueño. Paseamos varias veces. Cenamos juntos un mes atrás. Es cosa inenarrable, nadie ha podido siquiera darle verbo a esto, que se haya apersonado en él, francamente sereno, este tremendo golpe de oscuridad salvaje. Ojalá una asistencia clínica especializada le regale con nuevas oportunidades. La tragedia llegó y se quedará en ellos y todos nosotros: ¿qué decir, cómo significar, que podría uno hacer ante la magnitud de este terrible accidente, suceso de magnitudes tan de hecatombe? Enseguida nos adherimos a la familia, con mucha firmeza en las primeras horas, desde ayudarlos a salir de trámites y estudios periciales, hasta la más tenue y gradual incidencia según ellos mismos lo fueran necesitando y pidiendo. O pudiendo verbalizar. Se les fue el habla, las fuerzas del cuerpo, precipitados en el peor de los desánimos y así, además, hubo que hacerle frente, así de heridos, en el meollo del escenario, a una prensa haciendo desgraciadamente honor al origen mecánico de su nombre. Y darle cauce a un funeral de niño sin dejar de cuidar a los demás, sin derecho a tomar un respiro.

“Hace poco viajamos decenas de amigos con la familia a una hacienda”. Foto: Especial

LLAMADO

Un llamado humanista a aquellos que suponen negligencia, a quienes imaginándose pediatras, psicólogos infantiles, cancerberos del bien y filósofos eruditos del mal encarnado, a aquellos que desde el prejuicio, la voracidad de los medios de la nota más roja y vulgar hayan fustigado este hogar sin saber un ápice de lo que ahí se ha construido, digo aquí que deben parar. Si como hombre o mujer no hay que hablar nunca de lo que no se sabe, como medios masivos de comunicación no se debe, y menos a fin de vender morbo a la inmadurez de la recepción informativa en las redes sociales, abonando a un sentido inmoral, el cretinismo más cínico, ni mal informar o deliberadamente dañar.

Clamaría, confío en ello, que las autoridades de un nuevo mundo de esperanza, gente de las nuevas instituciones gubernamentales pueden ayudarles a detener el artificio atroz que se ha levantado. No sobre el dolor de un gran artista, ni quien haya dicho una sola palabra sobre ello, sino el de un padre y una madre (una madre que sufre inmisericordemente por partida doble), sino el de una familia de niños y adolescentes que pasarán desgraciadamente mucho dolor por este terrible acontecimiento. Dejémoslos en paz, vivir, entre todos nosotros, su duelo.

“La delectación ahí fue la que el destino de cualquier mortal pudiera proveer, salvo que multiplicada”. Foto: Especial

CODA

Pase lo que pase, Reyna y Daniel, la familia entera, se encuentra reunida. Y de esa manera seguirán su hermoso viaje. Martín, niño antiguo, ataviado como pastorcillo mexicano, con su morralito de yute al hombro según me cuentan los que lo vieron, sigue ya su sendero hacia nuevos mundos. ¿Qué sigue? El tiempo. La vida. Quiero pensar que un hombre o una mujer, plenos, categóricos, rotundos, lo son en la medida en que hayan podido levantar, como hubieron podido, con lo que hayan contado, contra las vicisitudes naturales y otras, su ser. O, si se quiere, en otras palabras, en cuanto son capaces de defender, contra quien o lo que sea, eso en lo que creen. Defender no sólo sus derechos inalienables o sus ideas, su accionar en pos de la concreción sus anhelos o deseos, sino, simple y sencillamente (o tan compleja y dificultosamente, como se quiera ver), la forma y maneras de su vida.

“Clamaría, confío en ello, que las autoridades de un nuevo mundo de esperanza, gente de las nuevas instituciones gubernamentales pueden ayudarles a detener el artificio atroz que se ha levantado”. Foto: Especial

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