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Francisco Porras Sánchez

29/09/2019 - 12:01 am

Ad hominem et ad verecundiam

Los debates públicos no son una clase de lógica: eso está claro. Sin embargo, los(as) ciudadanos(as) tenemos el deber (y el derecho) de examinar críticamente todo lo que se dice, evaluándolo de manera responsable e inteligente.

“Una cosa es escuchar barbaridades: otra muy diferente -y grave- es creérselas”. Foto: Tercero Díaz, Cuartoscuro

Como quizá el(la) amable lector(a) recordará de sus clases de lógica en la preparatoria, cuando se estudiaba el tema del silogismo (y sus modos válidos) también se trataba el problema de los sofismas o falacias (es decir, sus modos inválidos). Las falacias son argumentos que parecen válidos pero que no lo son, ya sea porque tienen defectos internos, en el sentido de que no respetan las reglas de la lógica, o por factores externos al silogismo mismo. Dos ejemplos bastante comunes son los argumentos ad hominem y ad verecundiam.

Un argumento ad hominem (literalmente “al hombre” o “contra el hombre”) consiste en no responder la objeción de manera directa, sino desviar la respuesta atacando el carácter o inconsistencia ética -o de otro tipo- del(a) que realiza tal objeción. Un ejemplo -que lamentablemente se está volviendo un clásico, por lo frecuentemente utilizado- es responder a las críticas de una decisión gubernamental diciendo que éstas son inválidas porque quien las realiza es “corrupto(a)”, “fifí”, “conservador(a)”, “tiene conflictos de interés” o se quedó callado(a) cuando debió hablar en las anteriores administraciones. Responder un argumento descalificando u ofendiendo a quien lo realiza no es una verdadera respuesta.

Por otro lado, el argumento ad verecundiam (literalmente “al respeto”), sostiene la veracidad de una afirmación basándose en la autoridad de quien la realiza. La autoridad a la que se hace referencia aquí no siempre tiene que ver con poder realizar decisiones legalmente vinculantes o con efectos sobre los(as) demás, sino se refiere sobre todo al prestigio que acompaña el ser experto(a) en algún ámbito, o poseer una virtud en grado máximo. Argumentar que tal cosa “es verdadera porque X es honesto(a), y él(ella) nunca mentiría” es un ejemplo de argumento ad verecundiam.

Ambas falacias comparten dos características que las hacen particularmente dañinas cuando se usan en los debates públicos. La primera es que ambas suponen que la veracidad o falsedad de una afirmación dependen de la correspondencia entre lo que se afirma y la calidad moral de quien lo afirma; no de la correspondencia entre lo que se afirma y la realidad. En el caso de los argumentos ad hominem, se presupone que para poder realizar una afirmación válida es indispensable tener un comportamiento consistente con tal afirmación e, incluso, tener motivos o intereses que no se opongan a ella. Así, por ejemplo, sólo se aceptarían críticas a las políticas de austeridad republicana si vinieran del mismísimo San Francisco; y si éstas fueran realizadas por los(as) afectados(as) por tales políticas se descalificarían como inválidas de manera automática, por suponerse que los intereses de quienes las realizan les impiden argumentar correctamente. Dicho de otra manera, esta falacia presupone que nada que digan los(as) interlocutores(as) puede escapar al determinismo de la búsqueda de su propio beneficio.

La falacia ad verecundiam, por otro lado, supone que el expertise o calidad moral de ser autoridad es razón suficiente para aceptar algo como verdadero, descargando (o delegando, diría Guillermo O’Donell) en la autoridad misma la carga de la prueba. Esto, como se puede ver, “libera” a quien acepta este argumento de su responsabilidad para ponderar y evaluar una afirmación, ahorrándose el trabajo arduo de meditar, buscar evidencia adicional que confirme o refute la afirmación, y compartir las conclusiones alcanzadas para ver si los(as) demás coinciden. En cierto sentido, los argumentos ad hominem y ad verecundiam son los argumentos de los(as) perezosos(as). Siempre es más fácil erigirse en el(la) juez(a) de la calidad moral del(a) otro(a) y, desde ahí, decidir si lo que dice es verdadero o falso.

La segunda característica dañina que comparten estas falacias es que, en el fondo, proponen que la verdad o falsedad de una afirmación dependen del poder. Al desvincular el valor de lo que se dice de la realidad y ponerlo en el estatus, carácter o comportamiento de quien argumenta, se propone que la verdad depende del conocimiento, del dinero, del nivel socioeconómico, del ejercicio de un cargo público, o del grado de virtud personal. De manera muy preocupante, quien acepta estas falacias refuerza las relaciones de poder que mantienen el statu quo, con las divisiones y dicotomías simplistas que destruyen el tejido social (por ejemplo “chairo/fifí”; “republicanos(as)/conservadores(as)”; etcétera); excluyendo a los(as) afectados(as) por las decisiones gubernamentales o del poder económico. Ambos argumentos representan dos lados de una misma moneda: uno trata de expulsar del debate público a quien es descalificado(a) a priori; el otro reafirma que el(la) poderoso(a) está en lo correcto al realizar tal descalificación.

Los debates públicos no son una clase de lógica: eso está claro. Sin embargo, los(as) ciudadanos(as) tenemos el deber (y el derecho) de examinar críticamente todo lo que se dice, evaluándolo de manera responsable e inteligente. Una cosa es escuchar barbaridades: otra muy diferente -y grave- es creérselas.

Francisco Porras Sánchez
Doctor en Política y Estudios Internacionales por la Universidad de Warwick, Reino Unido. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores. Su línea de investigación es la Gobernabilidad urbana y regional contemporánea (finales del siglo XX y principios del XXI), con particular interés en gobierno, gobernanza y redes de política pública. Actualmente es profesor investigador del Instituto Mora. Twitter: @PorrasFrancisco / @institutomora

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