Quizá los adjetivos que mejor describen la situación de nuestra educación formal, la que ocurre en las escuelas, son los de confusa y desconcertante. No sólo por lo que ocurre en las calles o en las cámaras legislativas, un griterío caótico de sordos crónicos que terminará con la injustísima devaluación del profesorado ante los ojos de la sociedad, con terribles consecuencias. Además existe una confusión más sutil, casi invisible; un desconcierto cotidiano profundamente insidioso. Se trata del desfase cada vez mayor que se establece entre la cultura de los profesores y la de los estudiantes.
Es fácil observarlo. Basta con hacerse presente en alguna institución educativa y mirar alrededor. En cualquier salón es posible encontrar a una alumna que utiliza ¡su teléfono! para realizar una tarea. Y a una maestra que minutos después le pide que lo apague para poder entrar a clases. Es claro que los universos que habitan son completamente diferentes.
Casi cualquiera estará de acuerdo en que ahora, gracias a las computadoras, es cada vez más fácil leer, escribir e investigar. Es suficiente con recordar el brete que era teclear, con papel carbón de por medio, un documento por duplicado en una máquina de escribir Remington, por ejemplo. Tan sólo cargarla era un problemón. Pero para la mayoría de los docentes el estudiantado no está mejor formado ni informado. Apabullante paradoja de la era de la información: es más fácil, pero aparentemente no está dando buen resultado.
Resulta imposible negar que aprender y enseñar no son lo que eran hasta hace muy poco. Si se pregunta a la mayoría de los docentes, dirá que ambos procesos se deterioran irremediablemente, que antes la educación era mucho mejor; la opinión del estudiantado es más simple y contundente: bastan sus bostezos como comentarios editoriales.
Si los maestros enseñan para que los alumnos se preparen para el futuro, no es difícil darse cuenta de que los profesores no visualizan ese futuro, por la sencilla razón de que no comprenden a cabalidad el presente de cambios vertiginosos de sus estudiantes. La situación es profundamente problemática y gira sobre un pivote: el Internet y sus dispositivos. Conectarse o no conectarse, ésa es la cuestión.
Para entender esta situación, y poder hacer algo positivo al respecto, es muy recomendable la lectura del libro de Daniel Cassany: En_línea, leer y escribir en la red, de la Editorial Anagrama (2012). En él, el autor catalán de la Universidad Pompeu Fabra aborda algunas de estas cuestiones, sobre todo las que están relacionadas con las habilidades más fundamentales de cualquier esfuerzo educativo: las de escribir y leer.
Cassany explica, de una forma sencilla que no simplifica lo que es complejo, las diferencias entre el papel y la pantalla, con sus inevitables implicaciones para las aulas y las bibliotecas. Para hacerlo utiliza un recurso muy interesante: el de las metáforas. Por ejemplo, aquella que describe a los estudiantes como nativos digitales y a sus profesores como migrantes; o la de residentes y visitantes de la red, en donde es fácil saber quién es quién. Pero no son las únicas, el texto es rico al respecto: la red es una colmena, lo que describe detalladamente lo febril de su actividad, mientras que sus contenidos son el vino, y los dispositivos como pads y teléfonos inteligentes son las copas. Así, cuando dice que se debe tener cuidado de no confundir un vino viejo y agrio por estar servido en copas de cristal cortado, podemos comprender muy bien que la mera utilización de tecnología en educación no garantiza la calidad educativa, como el infructuoso y costosísimo programa foxista de Enciclomedia.
Además de estas reveladoras metáforas, el investigador de Barcelona explica términos que resultan esenciales para entender la brecha digital y sus consecuencias. Los escritos que aparecen en la red están íntimamente conectados unos con otros (hipertextualidad e intertextualidad), se presentan con palabras, imágenes y sonido al mismo tiempo (multimodalidad), están redactados de forma que se pueden traducir fácilmente (plurilingüismo) y tienen como referencia a personas muy diferentes entre sí (multiculturalidad).
Además, explica Cassany, en la red han aparecido géneros discursivos y hasta literarios nuevos, algunos de ellos inventados y cultivados ávidamente por los jóvenes y los niños. Tal es el caso de los fanfic, fenómeno que reta la noción de que la juventud pierde interés por las palabras y la literatura, o las narraciones digitales con que niños y niñas muy pequeños relatan cuentos creados por ellos mismos, utilizando palabras, sonidos y videos, en una propuesta de riqueza inimaginable para la niñez de otras épocas.
Como la calidad de las copas no garantiza la del vino, Cassany nos urge a examinar lo que se consulta en la red, en donde mucho de lo que se encuentra es basura. Y proporciona criterios para hacerlo: desde la calidad pedagógica, relacionada con el potencial para generar aprendizaje, la técnica, relacionada con el fácil acceso y la navegación, y la ética, preocupada con valores esenciales como la honestidad y el respeto a la propiedad intelectual. La red no es comparable a una biblioteca, nos dice, que tiene filtros probados por el tiempo para escoger bien su material; se parece más bien a un mercado abierto y multitudinario, en donde es posible encontrar lado a lado a enciclopedias, merolicos y prostíbulos que explotan a menores y mujeres. Para utilizar el Internet con éxito en la enseñanza y el aprendizaje es necesario primero conocerlo y evaluarlo.
Quizá el apartado más revelador es aquel en que Cassany explica el fenómeno de la escritura ideofonemática. Se trata de la transformación que hacen los jóvenes de la escritura convencional. En este uso particularísimo, que merece ser investigado a fondo, los jóvenes utilizan los recursos de los teclados para emular la transcripción fonética, al mismo tiempo que utilizan símbolos e íconos (keasemos J, por ejemplo). El grito en el cielo que pegan los profesores al ver estos mensajes es equivalente al que se lanza frente a la profanación de la tumba de una santa. Sin embargo, la investigación ha revelado que se trata de una construcción de identidad que requiere de ingenio y creatividad, un acto inteligente de rebeldía y no de ignorancia. Entrevistas con estudiantes han mostrado que tienen conciencia del registro y que lo usan a voluntad. Se ha encontrado que los jóvenes que dominan esta estrategia usualmente dominan las habilidades convencionales de lectura y escritura. Escriben así porque les parece divertido y significativo, y no porque su cerebro y lenguaje se haya deteriorado. Saben escoger y lo hacen.
Ante un medio tan volátil como el Internet es difícil llegar a conclusiones definitivas relacionadas con la educación. Sin embargo hay una que parece inescapable: en lugar de señalar la corrupción del lenguaje y del aprendizaje por parte de los jóvenes y sus dispositivos, es más productivo reflexionar sobre la grave ausencia de los adultos, sobre todo de los profesores, en los medios virtuales en que los jóvenes han demostrado ser muy propositivos y creativos. La carga de la transmisión de la cultura recae ‒necesariamente‒ en las generaciones adultas; y generación que se ausenta no puede cumplir con su deber. Hemos dejado solos a los jóvenes en blogs y redes sociales para luego reclamarles que no sigan nuestra tradición. Es muy absurdo. Como tantas situaciones relacionadas con nuestro sistema educativo.




