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Jorge Javier Romero Vadillo

01/03/2018 - 12:00 am

La ley a secas para los enemigos

El mecanismo funcionaba porque las instancias encargadas de procurar justicia, lo mismo que la judicatura, estaban subordinadas al poder. Los procuradores no eran otra cosa que ejecutores de la voluntad de los gobernadores o del presidente de la República, mientras que los jueces eran clientes de los tribunales superiores o de la Suprema Corte, cuyos integrantes también le debían el puesto y estaban subordinados al ejecutivo.

“El uso faccioso de la justicia es incompatible con una democracia constitucional”. Foto: Galo Cañas, Cuartoscuro

Durante la época clásica del régimen del PRI, la amplia tolerancia sistémica con la utilización patrimonial de los cargos públicos y con el enriquecimiento para nada inexplicable de los funcionarios y los políticos –mezclados sin solución de continuidad entre la esfera burocrática y la electoral–, fue piedra angular del pacto político. Si en todos los sistemas los incentivos primordiales para participar en política son el acceso a rentas, el prestigio y el poder, en el caso del arbitrarismo mexicano del siglo XX la captura de rentas era lo suficientemente atractiva para predominar sobre los otros alicientes entre buena parte del personal involucrado en la cosa pública. Pero la facilidad para hacer negocios a partir de la política implicaba un pacto de lealtad: como todos tenían cola pisable, en caso de indisciplina, deslealtad o traición bastaba con aplicar la ley para castigar al díscolo.

El mecanismo funcionaba porque las instancias encargadas de procurar justicia, lo mismo que la judicatura, estaban subordinadas al poder. Los procuradores no eran otra cosa que ejecutores de la voluntad de los gobernadores o del presidente de la República, mientras que los jueces eran clientes de los tribunales superiores o de la Suprema Corte, cuyos integrantes también le debían el puesto y estaban subordinados al ejecutivo.

Releo el párrafo anterior y noto que en casi todo seguiría siendo preciso si cambiara el pretérito por el presente. El pacto de 1996, que creó las nuevas reglas para el reparto electoral del poder entre lo que quedaba del antiguo monopolio, sus desgajamientos y quienes habían gravitado como satélites alrededor del PRI –el PAN desde 1946, más los incluidos durante la breve apertura provocada por la reforma política de 1977–, no modificó el carácter arbitrario de la aplicación de la ley. En el nuevo arreglo, pretendidamente pluralista, aunque realmente oligopólico, la justicia ha seguido estando al servicio de los intereses políticos: solo son atendidos con diligencia los asuntos de interés para el poder, ya sea que beneficien personalmente al gobernador o al presidente, ya bien que la presión social obligue a tomar cartas en el asunto.

Frente a la mayor parte de los delitos, aquellos que afectan la propiedad o la vida de las personas comunes y corrientes, las procuradurías, cosméticamente llamadas ahora fiscalías, se muestran absolutamente incapaces de investigar y sustentar sus casos; cuando se trata de corrupción, suelen ser indolentes, cuando no cómplices de los delincuentes. Pero si de fastidiar a un oponente se trata, entonces son eficaces y rápidos en su actuación. Los ejemplos abundan. Solo durante este sexenio hemos visto la rapidez con la que se armó el caso contra Elba Esther Gordillo, la morosidad para actuar contra Javier Duarte o el franco encubrimiento en casos vinculados a negocios del actual grupo gobernante, como los que involucran a la empresa OHL o, de manera conspicua, el de Odebrecht, cuya investigación, según el ex procurador Raúl Cervantes, ya estaba concluida cuando él renunció hace cinco meses.

El principal motor de la acción legal contra el delito –que no justicia– en México es el hundimiento de los adversarios, cuando no la venganza. La versión popularizada del dicho de Juárez “a los amigos gracia y justicia, a los enemigos la ley” está fuertemente institucionalizada. Es muy probable que los afectados por la actuación facciosa de los ministerios públicos y los jueces tengan cola que les pisen, pero la manera en la que se usa la fuerza del Estado en su contra acaba incluso haciendo menores sus faltas. Hace trece años, en los albores de la primera campaña presidencial de López Obrador, el gobierno de Fox, supuestamente el del cambio, echó a andar toda la maquinaria judicial para justificar el desafuero del entonces jefe de gobierno de la ciudad de México para sacarlo de la contienda. AMLO había presuntamente violado la ley y desacatado la orden de un juez, pero su encausamiento tenía un carácter tan evidentemente político que su culpabilidad o inocencia pasaron a un plano secundario, pues el sesgo de la acción pretendidamente justiciera era ostensible y la desproporción de la fuerza en la aplicación de la ley, absurda.

Ahora la historia se repite. No es difícil suponer que a Ricardo Anaya le guste usar su poder político para hacer negocios personales: el muchacho se nota ambicioso. Pero la eficacia con la que parece estar actuando la PGR en su caso sorprende cuando el órgano acéfalo no ha movido a un solo agente para investigar la estafa maestra, ni ha caído uno solo de los presuntos implicados en el caso Odebrecht, que ya ha cobrado notables testas por todo América Latina.

El uso faccioso de la justicia es incompatible con una democracia constitucional. Sin embargo, en México incluso quienes han sido en otros tiempos víctimas parecen cómodos con el método. López Obrador parece festinar que a su adversario se le aplique la guadaña que estuvo a punto de decapitarlo hace casi tres lustros. Los panistas afectados por el asalto al poder de Anaya ahora no rompen una lanza por su candidato. Meade, reacio a presionar a su partido para que apueste por una reforma seria de la procuración de justicia, de la cual salga una fiscalía que sirva, se siente claramente beneficiado por el despedazamiento de quien lo ha desplazado al tercer lugar en las preferencias de los electores.

Mientras la justicia sea facciosa y venal, el mejor método para proteger los intereses propios seguirá siendo la compra de protecciones particulares o, lo que es lo mismo, la corrupción. Entre las miasmas que desprenden los restos putrefactos del viejo arreglo no podrá florecer ninguna certidumbre de largo plazo y solo los carroñeros de siempre podrán medrar. Cuando delitos ciertos o imaginarios se persiguen con obvios objetivos políticos, la acción de la justicia pierde toda legitimidad.

Es en casos como estos cuando se hacen claras las razones por las cuales los actores políticos son tan reticentes a la transformación institucional profunda de la procuración de justicia, a pesar de su evidente ineficiencia social. No estamos en realidad frente a la competencia entre partidos democráticos, sino ante la lucha entre carteles criminales por el control de rentas.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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