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Sandra Lorenzano

03/01/2016 - 12:00 am

Escribir (y desear) con los pies

Por la ventana se alcanza a ver el paisaje; el campo, las montañas, el mar, un río serpenteante, un camino de tierra, una ruta apenas transitada, un sendero cubierto por la maleza…

Para el que escucha la llamada de los dioses de la caminata, lo mismo da el paisaje que se vislumbre. Foto. shutterstock
Para el que escucha la llamada de los dioses de la caminata, lo mismo da el paisaje que se vislumbre. Foto. shutterstock

Por la ventana se alcanza a ver el paisaje; el campo, las montañas, el mar, un río serpenteante, un camino de tierra, una ruta apenas transitada, un sendero cubierto por la maleza… Lo mismo da. Para el que escucha la llamada de los dioses de la caminata, lo mismo da el paisaje que se vislumbre; vea lo que vea -incluso las pobladas y caóticas calles de una ciudad- comenzará a sentir un cosquilleo en los pies que inevitablemente lo llevará a ponerse en movimiento.

“Estar sentado el menor tiempo posible; no dar crédito a ningún pensamiento que no haya nacido al aire libre y pudiendo nosotros movernos con libertad…”, decía Nietzsche, un gran caminante, para quien el exterior y el movimiento eran condición sine qua non para reflexionar.

Así, mientras caminaba, escribía. Para él los pies eran tan importantes para escribir como la mano, la pluma y el pensamiento. Caminar para pensar es un objetivo frecuente entre los caminadores. Pero también se puede caminar para dejar de pensar, para limpiar la mente, para airear las ideas, para descansar de uno mismo y sus obsesiones (¡qué pesado puede ser cargar siempre con uno mismo y con sus obsesiones!).

Dicen los grandes caminantes que la verdadera caminata debe ser solitaria, lenta y en silencio. No descarto que se puedan encontrar ocasionales acompañantes con quienes compartir algunas palabras, pero me sumo a la idea de que lo deseable es la mínima interferencia exterior, salvo aquella que venga de la propia naturaleza o del propio entorno (confieso que mi tendencia a la misantropía se ve exacerbada apenas pongo un pie en el “afuera” con la intención de caminar, recorrer, trepar, subir, bajar, oler la tierra húmeda o el aire salado que viene del mar, o simplemente mirar el horizonte. ¿Se han preguntado ustedes cuántas veces al día miran el horizonte? ¿Y acaso para mirarlo hace falta más compañía que el propio horizonte?). Escribió Thoreau, “El hombre con el que me encuentro suele enseñarme menos que el silencio que rompe”. ¡Touché!

Las caminatas solitarias pueden volverse multitudinarias, como la “Marcha de la sal” de Mahatma Gandhi, a través de la cual el líder de la resistencia no violenta buscaba oponerse al monopolio que sobre ese producto ejercían los británicos. Ese episodio se convirtió en un elemento determinante de la independencia de la India.

También con un objetivo muy claro en mente caminó Werner Herzog desde Munich a París en noviembre de 1974. Tenía treinta y dos años y ya era el reconocido director de “Fata Morgana” y “Aguirre, la ira de dios”. Inició su camino en las duras condiciones del invierno europeo con una convicción casi mística: que si lograba recorrer a pie la distancia que lo separaba de su querida amiga Lotte Eisner, a quien una enfermedad tenía al borde de la muerte, ella lograría salvarse. Una idea más parecida a la que guía los peregrinajes religiosos que las solitarias travesías de Thoreau.

Eisner, nacida en 1897, era un personaje de culto para los amantes del cine de la generación de Herzog. De origen judío, su obra La pantalla diabólica es un análisis profundo del cine en la época de la República de Weimar; se exilió en Francia durante la Segunda Guerra Mundial y allí, entre otras cosas, fue cofundadora de la Cinemateca en la que trabajó durante décadas en la conservación y estudio de centenares de filmes. Sin duda, una mujer fascinante, brillante, fuerte, cuya muerte hubiera representado la orfandad absoluta para el joven cineasta. Así empieza la nota preliminar que cuatro años después de la caminata escribió Herzog:

“A fines de noviembre de 1974 me llamó un amigo desde París y me dijo que Lotte Eisner estaba muy enferma y que probablemente moriría, a lo que yo dije que eso no podía ser, no en ese momento, el cine alemán aún no podía prescindir de ella, no debíamos permitir que eso sucediera. Agarré una campera, una brújula y un bolso con lo estrictamente necesario. (…) Tomé el camino más recto hacia París, con la firme creencia de que ella seguiría con vida si yo iba a pie.”

El recorrido es duro por la lluvia, la nieve, el granizo; a esto se suman las ampollas y los dolores de piernas que lo agobian. Camina solo, se alimenta apenas con leche y algunas mandarinas, duerme en graneros o cobertizos. No habla con nadie.

“Después nieve, nieve, lluvia con nieve, maldigo la Creación. ¿Para qué es esto? Estoy tan empapado que cruzo los campos embarrados para evitar a las personas, para no tener que mirarlas a la cara.”

Esta caminata es para Herzog un acto sacrificial. Y pienso en el término “sacrificio” en tanto ofrenda, pero también en su sentido etimológico de volver sagradas las cosas (“sacrum facere”). La marcha tiene así otra dimensión simbólica.

Las notas que fue tomando durante los días de camino –y que constituyen esta suerte de diario de viaje que leemos, fuerte, poético, extremo- son las que están reunidas en el pequeño libro titulado Del caminar sobre hielo (Buenos Aires, Editorial Entropía, 2015) cuya primera edición alemana es de 1978. No es casual que Cortázar lo mencionara como una de las obras que inspiraron el viaje que hizo con su mujer Carol Dunlop entre París y Marsella y que dio origen a Los autonautas de la cosmopista.

Cada uno de los pasos dado por Werner Herzog desde Munich lleva inscrito el deseo, la fe, la fuerza que dan la admiración y la amistad. Lotte Eisner sobrevivió a esa enfermedad y murió nueve años más tarde.

El cierre de las notas marca la llegada a la casa de la crítica de cine. Escrito más de veinte días y 830 kilómetros después de iniciada la marcha resulta tan conmovedor y misterioso como la historia de Kaspar Hauser –ese adolescente “salvaje” que apareció en Baviera a comienzos del siglo XIX y cuyo origen y muerte han sido siempre un enigma- que Herzog llevó a la pantalla ese mismo año con el título “Cada uno por su parte y Dios contra todos” (aquí la conocimos como “El enigma de Gaspar Hauser”); la película está dedicada a Eisner. La frase final del libro cierra el viaje y abre en sentido real y figurado nuevos rumbos:

“Por un breve y delicado momento algo dulce atravesó mi cuerpo muerto de cansancio. Entonces le dije: abra las ventanas, desde hace unos días puedo volar.”

Con los pies se escribe, se imagina, se desea.

Con los pies se aprende a volar.

Con esa certeza inicio yo el camino por el nuevo año. ¿Me acompañan?

Sandra Lorenzano
Es "argen-mex" por destino y convicción (nació en Buenos Aires, pero vive en México desde 1976). Narradora, poeta y ensayista, sus libros más recientes son "Herida fecunda" (Premio Málaga de Ensayo, 2023), "Abismos, quise decir" (Premio Clemencia Isaura de Poesía, 2023), y la novela "El día que no fue" (Alfaguara). Académica de la UNAM, se desempeña como Directora del Centro de Estudios Mexicanos UNAM-Cuba. Es además, desde 2022, presidenta de la Asamblea Consultiva del Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación). sandralorenzano.net

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