La fiesta de la insignificancia, de Kundera, está aquí; GRATIS los tres primeros capítulos

22/09/2014 - 12:29 am
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Kundera. Foto: Tusquets

Ciudad de México, 22 de septiembre (EFE/SinEmbargo).– Regresó. Aunque es muy difícil decir que un escritor como Milan Kundera se haya ido cuando sus libros, casi todos clásicos de la literatura del Siglo XX, siguen tan vivos.

“Amigo mío, respira esta insignificancia que nos rodea, es la clave de la sabiduría, es la clave del buen humor…”, dice uno de los personajes de la La fiesta de la insignificancia, la nueva y esperada novela de Milan Kundera que define el alma de esta breve sátira sobre la existencia.

Publicada por Tusquets, es la cuarta novela del escritor checo escrita en francés. Una novela muy esperada, ya que desde La ignorancia, publicada en 2002, el autor de La insoportable levedad del ser no había publicado nada.

Envuelta en un aparente liviandad y con una estructura musical trabajada al límite, Kundera, que vive en Francia desde 1975, abunda en temas como la maternidad o las relaciones entre madres e hijos, la infancia, la sexualidad, el poder, el perdón, la existencia y, en este caso, la masificación y decadencia del arte y la belleza o la falta de individualización en la sociedad contemporánea.

Libro
La portada

Una novela que puede interpretarse como el resumen de toda su obra y que en Francia e Italia, donde ya ha salido, ha sido un éxito absoluto y donde ha sido calificada por algunos críticos como “una fiesta de la inteligencia” o “una novela alegre y cómica sobre la seriedad”.

Y es que Kundera (Brno, 1929) a través de sus cuatro personajes mete el cuchillo en los asuntos más serios de la civilización contemporánea como si la vida fuera una mantequilla blanda y penetrable.

En La fiesta de la insignificancia pasean Alain, que camina lentamente por las calles de París observando los ombligos de las jovencitas entre el borde del pantalones de cintura baja y las camisetas muy cortas y Ramón, un viejo profesor que ama ver una exposición de Chagall pero renuncia a hacerlo por las largas colas y que padece (o no) cáncer.

Además de Charles, que relata anécdotas de Stalin y las bromas que contaba y de las que nadie se reía y Caliban, que contrata camareros para organizar un cóctel y quien se ha inventado un falso idioma.

Todos pasean por los jardines de Luxemburgo en París, otro símbolo de la novela y una metáfora de la indiferencia de los jóvenes por la belleza y la historia.

Traducida al español del francés por la editora Beatriz de Moura, Kundera pone el foco en el ombligo de las chicas como metáfora de la sociedad de hoy.

El humor inyectado como elemento fundamental para distanciarse de temas graves y dolorosos ha sido una de las contantes de Milan Kundera, como en La inmortalidad, donde Goethe y Hemingway pasean juntos durante muchos capítulos, charlan y se divierten.

Y en “La lentitud”, una narración con tres historias, espacios y tiempos entrelazados, Vera la esposa del autor dice a su marido: “Me has dicho muchas veces que un día escribirías una novela en la que no habría ninguna palabra seria…Te lo advierto: ve con cuidado: tus enemigos acechan…”.

Pues ahí está nueva novela que sale mañana a la venta en español de un Kundera que vuelve a reivindicar la contemplación, la lentitud, el juego, la distancia y el humor, contra una sociedad cada vez más desmemoriada y en decadencia cultural y con una enfermedad como el cáncer flotando en el aire

SinEmbargo y Tusquets les adelantan los primeros tres capítulos de un libro breve pero entrañable.

Que lo disfruten…

Ilustración de portada
Ilustración de portada

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Alain medita sobre el ombligo

Era el mes de junio, el sol asomaba entre las nubes y Alain pasaba lentamente por una calle de París. Observaba a las jovencitas que, todas ellas, enseñaban el ombligo entre el borde del pantalón de cintura baja y la camiseta muy corta. Estaba arrobado; arrobado e incluso trastornado: como si el poder de seducción de las jovencitas ya no se concentrara en sus muslos, ni en sus nalgas, ni en sus pechos, sino en ese hoyito redondo situado en mitad de su cuerpo.

Eso le incitó a reflexionar: si un hombre (o una época) ve el centro de la seducción femenina en los muslos, ¿cómo describir y definir la particularidad de semejante orientación erótica? Improvisó una respuesta: la longitud de los muslos es la imagen metafórica del camino, largo y fascinante (por eso los muslos deben ser largos), que conduce hacia la consumación erótica; en efecto, se dijo Alain, incluso en pleno coito, la longitud de los muslos brinda a la mujer la magia romántica de lo inaccesible.

Si un hombre (o una época) ve el centro de la seducción femenina en las nalgas, ¿cómo describir y definir la particularidad de esa orientación erótica? Improvisó una respuesta: brutalidad; gozo; el camino más corto hacia la meta; meta tanto más excitante por ser doble.

Si un hombre (o una época) ve el centro de la seducción femenina en los pechos, ¿cómo describir y definir la particularidad de esa orientación erótica? Improvisó una respuesta: santificación de la mujer; la Virgen María amamantando a Jesús; el sexo masculino arrodillado ante la noble misión del sexo femenino.

Pero ¿cómo definir el erotismo de un hombre (o de una época) que ve la seducción femenina concentrada en mitad del cuerpo, en el ombligo?

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Ramón pasea
por el Jardin du Luxembourg

Más o menos mientras Alain reflexionaba acerca de las distintas fuentes de seducción femenina, Ramón se encontraba en las proximidades del museo situado cerca del Jardin du Luxembourg, donde, desde hacía ya un mes, se exponía la obra de Chagall. Él quería ir a verla, pero sabía de antemano que nunca se animaría a convertirse por las buenas en parte de esa interminable cola que se arrastraba lentamente hacia la caja; observó a la gente, sus rostros paralizados por el aburrimiento, imaginó las salas en las que sus cuerpos y su parloteo taparían los cuadros, y no tardó más de un minuto en dar media vuelta y encaminarse parque a través por una alameda.

Allí, la atmósfera era más agradable; el género humano parecía escasear y estar más a sus anchas: algunos corrían, no por ir deprisa, sino por gusto; otros paseaban tomando helados; otros aún, discípulos de una escuela asiática, hacían en el césped lentos y extraños movimientos; más allá, en un inmenso círculo, estaban las dos grandes estatuas blancas de las reinas de Francia y, aún más allá, en el césped entre los árboles, en todas las direcciones, esculturas de poetas, pintores, sabios; se detuvo delante de un adolescente bronceado que, seductor, desnudo debajo de su pantalón corto, le ofreció máscaras que reproducían las caras de Balzac, Berlioz, Hugo o Dumas. Ramón no pudo evitar sonreír y siguió su paseo por ese jardín de los genios, quienes, rodeados por la amable indiferencia de los paseantes, debían de sentirse agradablemente libres; nadie se detenía para observar sus rostros o leer las inscripciones en los pedestales. Ramón inhalaba esa indiferencia como una calma consoladora. Poco a poco, apareció en su cara una larga sonrisa casi feliz.

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No habrá cáncer

Aproximadamente en el mismo momento en que Ramón renunciaba a la exposición de Chagall y elegía pasear por el parque, D’Ardelo subía la escalera que lleva a la consulta de su médico. Aquel día, faltaban tres semanas para su cumpleaños. Desde hacía ya muchos años, había empezado a odiar los cumpleaños. Por culpa de las cifras que les encasquetaban. Aun así, no conseguía ignorarlos porque, en él, era más fuerte el placer de ser festejado que la vergüenza de envejecer. Y aún más desde que, esta vez, la visita al médico añadía un nuevo matiz a la fiesta. Era el día en que le comunicarían el resultado de todos los exámenes que le darían a conocer si los sospechosos síntomas descubiertos en su cuerpo se debían, o no, a un cáncer. Entró en la sala de espera y se dijo por lo bajo, con voz temblorosa, que dentro de tres semanas celebraría a la vez su nacimiento tan lejano y su muerte tan cercana; que celebraría una doble fiesta.

Pero, en cuanto vio la cara risueña del médico, comprendió que la muerte se había dado de baja. El médico le apretó fraternalmente la mano. Con lágrimas en los ojos, D’Ardelo no pudo pronunciar palabra.

La consulta del médico estaba en la Avenue de l’Observatoire, a unos doscientos metros del Jardin du Luxembourg. Como D’Ardelo vivía en una callecita al otro lado del parque, decidió volver a atravesarlo. El paseo entre los árboles le devolvió un buen humor casi juguetón, sobre todo cuando rodeó el gran círculo formado por las estatuas de las antiguas reinas de Francia, todas ellas esculpidas en mármol blanco, de pie en poses solemnes que le parecieron divertidas, casi alegres, como si con ello esas damas quisieran saludar la buena nueva que él acababa de recibir. Sin poder dominarse, él las saludó dos o tres veces con la mano y soltó una carcajada.

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