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Gisela Pérez de Acha

03/08/2014 - 12:00 am

¿Por qué todos odian a los hipsters?

El hipster es la anti-identidad, algo con lo que nadie quiere identificarse. Nadie se autodenomina “hipster”. Es un concepto vacío, que no denota nada y que parece más bien un insulto. El hipster es el otro, el ajeno, el raro y el diferente. Es un concepto politizado. Empezó como movimiento político en la década de […]

El hipster es la anti-identidad, algo con lo que nadie quiere identificarse. Nadie se autodenomina “hipster”. Es un concepto vacío, que no denota nada y que parece más bien un insulto.

El hipster es el otro, el ajeno, el raro y el diferente. Es un concepto politizado. Empezó como movimiento político en la década de 1940 en Estados Unidos y sigue siéndolo en tanto toda acción humana es política, incluyendo la apatía.

Carl Schmitt y su noción del “enemigo” en lo político es el mejor referente para definir qué se entiende por hipster hoy en día. Para este autor, lo que define la política es la noción dual de “amigo y enemigo” de donde se derivan el bien y el mal, la belleza y la fealdad, lo beneficioso y lo perjudicial. El hipster (o el enemigo) “es el otro, el extraño, y para determinar su esencia basta con que sea existencialmente distinto.” Es una amenaza al modo de vida, es lo que no se entiende y en consecuencia se rechaza. Aunque su libro El Concepto de lo Político fue escrito en 1932, sigue siendo válido para analizar las categorías antagónicas que se forman en la esfera política.

¿Por qué el hipster es político? Esto nos lleva a la historia del concepto.

Todo empieza con la disidencia de la Beat Generation en la ciudad de Nueva York en 1944: Allen Ginsberg, Jack Kerouac y William Burroughs. Un grupo traumatizado por la Segunda Guerra Mundial y la Gran Depresión en Estados Unidos y que a través de la poesía y la música criticaban un mundo represivo, materialista y conformista. Eran asociales: despegados de toda norma institucional buscaban la redención personal en su propio interior, influenciados por la espiritualidad budista.

De aquí sale el término “beat”, mismo que el propio Kerouac definía como propio de alguien “pobre, deadbeat, triste, arruinado y durmiendo en estaciones de metro.” Por lo menos ese parecía ser el look, aunque posteriormente evolucionara a algo con un tanto más de glamour. En 1957, y sobre esta misma línea, la revista Dissent describió al hipster como una versión americana del existencialista (y cómo no dado el contexto de la amenaza nuclear persistente en esos años). La revista los llamó “los negros blancos”, porque hacían “cosas de negros”: fumar marihuana, escuchar jazz y tener sus propios códigos de idioma. Eventualmente esta subcategorización vinculó a los hipsters a la delincuencia juvenil y al libertinaje sexual.

Al poco tiempo, la Beat Generation y los hipsters eran equiparables para la prensa americana. Comienza la caricatura bajo el término despectivo de “beatnick”: rebeldes sin causa de apariencia desaliñada, que predicaban un fuerte rechazo a los valores institucionales como la familia, el trabajo y el gobierno. Las reacciones del público iban desde la recepción, a la imitación y la condena.

Lo interesante, es que a medida que el disenso beatnick fue aceptado por jóvenes generaciones, la protesta cultural se transformó en un bien adquirible en el mercado. La economía estadounidense engulló la diferencia. Empezó el boom de los coffee shops, los clubes nocturnos y las tiendas de ropa y espresso con happenings de “poesía beat”. Hoy en día, el hipster es más que nada, un término de mercado. Designa a un sector entre 20 y 35 años con un gran poder adquisitivo, dispuestos a gastar dinero en cosas que los hagan sentir únicos y especiales.

El peor enemigo del hipster es sí mismo porque es parte de la trampa del consumo y la producción masiva. Y aquí volvemos a Carl Schmitt: para el hipster, la amenaza es el “otro” que lo despoja de toda su autenticidad porque compra en las mismas tiendas. A ese hay que atacarlo. La moda es ser original y el sistema publicitario nos encamina a desear aquello que no somos. No somos “únicos”. La solución del mercado es que puedas comprar tu autenticidad en cualquier tienda de ropa o música, pero la paradoja es que una vez que entra a ese sistema, se uniformiza: entre más común, menos cool y por eso los hipsters se rechazan entre sí.

Decirle hipster a alguien, es definirlo como igual a los demás, como perteneciente al mainstream del mercado. No hay peor cosa para los hedonistas con pretensiones de originalidad. Todos pueden ser hipsters, mientras compren los pantalones adecuados y tengan dinero para hacerlo.

No hay razón para odiarlos más allá de la expresión del “enemigo” y el “otro” por robarnos la propia autenticidad. El hipster es la generación que desde finales de la década de los cuarenta, sufre una Guerra Fría que aún no acaba (pensemos en Gaza, Ucrania y la rehabilitación de bases de espionaje en Cuba). Atravesada por la línea del mercado, la filosofía hipster implica la deconstrucción de las categorías institucionales que rigen el mundo y que lo tienen bien jodido. Predica el ecologismo, los derechos de los animales, la libertad de expresión, la autoconsciencia, las diversidades sexuales y la política “pro-drogas”. En el fondo se trata únicamente disenso juvenil, y esa es la razón para rechazarlos. Así fue en 1940, y así es ahora.

Tal vez los primeros en insultar al “otro” de hipster, sean los primeros en serlo.

Vengan pues, todos los ataques.

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