Dos altares: ¡¡No te rajes, José Alfredo!!

03/11/2013 - 12:01 am

Por sus canciones corren sin prejuicio caudalosos ríos de lágrimas y alcohol en paisajes campiranos, alejados del bullicio de la falsa sociedad, donde crece el desencanto, la desilusión, el rencor negociable, el deseo de venganza, y brotan, orgullosas, las hermosas mujeres ingratas que, hasta eso, les aparece la compasión para aceptar el último brindis de un bohemio por una reina. Y los mariachis callan.

Ahí se dan caballos infatigables, que van desde Guadalajara hasta Ensenada, perros nobles que vengan al amo, palomas por las que hay que brindar por el día en que llegaron a nuestra vida, cocuyos que iluminan el amor, cantineros que todo lo saben, y hasta piedras consejeras. Un mundo raro con caminos de penas sembrados, dependiente de la mano de Dios, porque solamente ella podrá separarnos, con un cielo rojo en el que crece el árbol de la esperanza, y se aplican las leyes del querer, con todo y el agobiante cansancio de rogar, y una copa que cae de una mano sin fuerza. Donde el dinero maldito de nada vale y se ve a un jinete buscar la muerte, con el alma destrozada, porque la quería más que a su vida y la perdió para siempre.

Es el territorio de Gilberto el Valiente, la Lupe, don Julián; de José Manuel el Borrego Jiménez, de la Prieta Marcelina, del Siete Mares, que no tenía tatuajes, ni loro que hablara en francés; del traidor del Coyote, que se hizo bandido y cruel aunque fue a la escuela y cometió el error de enamorarse de María Elena, por eso le pintaron un cuatro. También del hijo del herrero Pedro, que no sabía escribir su nombre, ni leer los letreros. Ahí habitaba el borracho que pidió cinco tequilas y murió con el cantinero en un drama de cantina. María la bandida se sentía a sus anchas en ese paisaje, con esos labios rojos en los que había una mentira.

En esos escenarios todo puede suceder: pasear por el Centenario, en una de las típicas arañas, sentir que con el aire yodatado de Mazatlán cualquiera se siente millonario. Vivir ese universo en el que se apuesta la vida y se respeta al que gana. Ahí, en ese escenario, como en el Comala de Rulfo, la vida no vale nada y se empieza siempre llorando.

Se llamaba José Alfredo, Jiménez se apellidaba. Le gustaban las mujeres, el trago, componer y la cantada. Me salió en rima y con acento de canción del genio de Guanajuato, que me acompaña desde mi infancia, cuando en La Cruz Camachón Viejo ponía en el altavoz del cine México sus canciones para anunciar la función de la noche. Para nosotros, de morritos, escuchar la Media vuelta era el aviso de que la función estaba por iniciar. Se tocaba dos veces, quizá para que fuera la vuelta completa, y teníamos que apurarnos a comprar los elotes cocidos o asados, las piezas de pan hechas a leña, o las rebanadas de jícama con chile, sal y limón. O los cocoyoles enmielados, y una paleta de limón de Las Delicias. En el caso, diatiro grave y sin centavo, unos mangos o guayabas verdes en una bolsa del pantalón y una bolsita de sal en la otra. Como en todos los cines del mundo, comprar en su dulcería era aceptar ser asaltado sin resistencia. Una bolsa de palomitas era más cara que un ciento volando; un vasito de refresco, peor. Y si querías chocolate, el Carlos V costaba como si fuera XV.

Pero me salí del tema por culpa de la nostalgia.

Como Albert Camus y, en el caso patético, Julio Iglesias —que ha cantado con voz lánguida, agonizante, algunas de sus canciones—, José Alfredo la hizo de portero en un equipo de futbol, el Marte, de Primera División, con Antonio la Tota Carvajal como compañero. La Tota jugó cinco copas mundiales y por ello está en la historia. José Alfredo no jugó ninguna, pero se las bebió de manera mundial. Y también está en la historia. Arribita de la Tota, del que pocos se acuerdan, pero nadie se siente ignorante cuando escucha que alguien canta: “Yo sé bien que estoy afuera, pero el día que yo me muera”.

Dicen que no sabía qué era una corchea y del papel pautado, menos, que en la peda total escribía sus lamentos, sus ruegos por un amor. Que tomaba quince o veinte copas para animarse a una serenata y estrenar a grito abierto y lágrimas incontenibles una nueva canción, que escribía en servilletas, mientras se pedía un tequila más en El Tenampa, pero supo decir, con una capacidad creativa que lo ha hecho el favorito de Serrat, Sabina, Caetano Veloso, Lola Beltrán, Dolores Pradera, Soledad Bravo, la gente del taller mecánico, la que hace cola en el banco, en los cajeros de la CFE, en un baño matinal bajo la regadera, esa que silba por la calle una de sus canciones, la enorme necesidad de un pueblo de expresarse en una decepción. Y, también, en una esperanza de amor.

Cuarenta y siete fueron los años que José Alfredo vivió en este mundo. El 23 de noviembre de 1973 se le acabó la fuerza, y no solo de su mano izquierda: la cirrosis le sacó factura.

Cuando murió yo estaba en Guadalajara. 40 años hace de eso. Pusimos en el depa “El corrido a Mazatlán” mil veces y si ella no quiso quedarse cuando vio mi tristeza fue por necia. No hubo Beatles esa noche, mucho menos Santana, ni los Rolling Stones, ni Led Zeppelin, ni nadie, solo José Alfredo. Un mundo raro.

Dora Rodríguez Alonso fue la persona que logró que desde temprano me enamorara de José Alfredo y sus canciones. Era una mujer morena, muy guapa, inteligente, férrea, con gran determinación. Sabía sonreír ante una máquina de coser  y le encantaba el zurdo de Guanajuato.

Ella murió el 17 de noviembre del 2006 y la extraño más que a su ídolo José Alfredo. Era mi mamá.

Para ellos son estos Altares de Muertos bastante sui géneris, porque no los hago con el papel picado, ni flores de cempasúchil, ni velas aromáticas, ni fotos de ellos (aunque si imágenes), ni están decorados a la manera tradicional, pero aunque solo sean palabras pegadas unas con otras, comas que dan pausas, puntos que determinan una idea, párrafos, son un homenaje a su recuerdo. Un último añadido: el punto final.

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