ADELANTO | Un viaje a Argentina de Albert Einstein y La sombra del agua, de Fernando López

04/05/2019 - 12:00 am

Una foto muestra a Albert Einstein posando en la escalinata del Edén Hotel, en la ciudad de La Falda (Córdoba, Argentina) por ahí de 1925. Pero el comentario de que aún vive en esa ciudad un ilusionista, Jesús, con quien entabló una sólida amistad durante ese viaje, permite al narrador una investigación acerca de sus actividades extraoficiales. Aquí un adelanto de La sombra del agua, de Fernando López. 

Ciudad de México, 4 de mayo (SinEmbargo).– Fernando López es argentino y vive en Córdoba. Su primera novela, El mejor enemigo, recibió el premio latinoamericano de narrativa de la Universidad de Colima (México, 1984, 4 ediciones en su país). En 1985, Arde aún sobre los años recibió en Cuba el premio Casa de las Américas (6 ediciones, en Cuba, Argentina, Uruguay y publicada en alemán por Pahl-Rugenstein). Dirige el Encuentro Internacional de Literatura Negra y Policial “Córdoba Mata”. Ha publicado 12 novelas, 3 libros de relatos y en 2005 fue primer finalista del premio Planeta de su país con la novela Odisea del cangrejo.

SinEmbargo comparte un fragmento del libro La sombra del agua, de Fernando López. Cortesía otorgada bajo el permiso de NitroPress.

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Me pregunto si Gloria, obstinada como siempre, se tentará de rastrear en los diarios, o en los libros, los datos que obtuve, trabajosamente, del cuaderno de Jesús. Sentados en el jacuzzi con las piernas recogidas bajo el mentón por falta de espacio, saboreando el champán que ha descorchado para festejar la habilitación del baño nuevo, me veo obligado a no desalentarla. Le advierto que no le será fácil unir las frases sueltas, interpretar los dibujos y las fórmulas que aplicaba a sus trucos, pero no pienso ayudarla: deberá comportarse como un lector inteligente, aceptar lo que la historia tiene de cierto y lo que tiene de posible, sin necesidad de superar esa etapa en la que el autor se pregunta si lo que ha encontrado en los apuntes de otro es verosímil. Sabe que en una nueva visita el Edén, derruido por el tiempo y la rapiña, el guía me aseguró que Albert Einstein jamás se alojó en el Hotel. Sólo estuvo de paso, apenas para posar en la escalinata, firmar el libro de huéspedes y consumir un aperitivo antes de partir hacia la Cumbre, donde lo esperaban para almorzar. El guía se burló de la versión de que la huella de su estadía fue borrada por los Eichhorn en pleno ascenso del nazismo. Finalmente, ya de regreso y defendiéndome contra el denuesto al valor de lo que aportan las ficciones a la Historia, Gloria y yo firmamos una tregua que duró varias semanas.

Me lamento de no haber conocido a Jesús en plena lucidez, aunque ya estuviera enfermo, de tristeza incurable, por la amarga victoria del «predador». Así llamó al capitalismo y sus derivados después de un trabajo de Einstein de 1949, según consta en alguna página del vetusto cuaderno. Estoy persuadido de que revivir esa derrota virtual a los futuros ejércitos del Führer lo estimuló a encontrar la paz que necesitaba para morir. Cierro los ojos y lo veo hacer trampas ante un puñado de chicos a orillas de la laguna, las manos agarrotadas, la sonrisa pálida y el Hormiga Negra cargado de turistas atracando al final del embarcadero. Lo veo jugar con ases, haciéndolos aparecer del mazo de naipes colocado boca abajo, Mientras baraja, le cuenta a una niña que el as de oros será amor correspondido, buena cosecha y porvenir venturosos; el de copas anuncia visita; el de espadas, mala fortuna y enfermedades; y el de bastos convite amoroso y felicidad en el matrimonio. Luego le hace cortar, primero por la mitad y enseguida en cuatro, le hace tomar cartas de montón y colocarlas en otro, repitiendo él mismo los movimientos para terminar levantando el as de orso, el as de copas del montón siguiente, luego el de espadas y el de bastos. La niña se ríe y le regala un beso en la frente, acto que lo entristece porque recuerda los besos de Milena en el escenario del Edén, a tres metros de altura, unos segundos antes de ser vistos en vuelo hacia el ventanal que se abre al patio de fiestas. Esa imagen me conduce a otro ventanal, el del restaurante del puerto, donde Albert Einstein contempla la sudestada que demora la partida del crucero, sentado a una mesa junto a Elsa Lowenthal, Jesús Gaspart y el embajador de Suiza en Argentina, que no se apartará de su lado hasta que la nave dibuje una larga estela blanquecina sobre las aguas marrones del Río de la Plata. A excepción del embajador, que habla en español, en inglés y en alemán, permanecen en silencio, como si la espera se hiciera más corta sin el ruido molesto de sus propias voces, Albert asegura que ese líquido que recorre sus mejillas es consecuencia del viento helado que golpeó su rostro mientras caminaba buscando refugio, pero más tarde le confiesa a Jesús, en el inglés imperfecto de siempre, que, después de haber quebrado simbólicamente la impunidad de los nazis, ya no es la misma persona que pasó por el Edén. Acepta, además, que le hubiera gustado tener un hermano para tomarse a golpes en la infancia, quien, seguramente, no se llamaría Frank, y si ése hubiera sido su nombre, enhorabuena, aunque de todos modos, no habiéndolo tenido, valía la pena derramar un lágrima por aquél a quien los nazis confundieron con el hacedor de un monstruo digno de piedad. Basándome en el cuaderno me siento autorizado a afirmar que ninguno de los pasajeros de las mesas vecinas, que aguardan también para abordar el transatlántico, alcanza a percibir en ellos, bastante más tarde, una conducta inapropiada, pero hay que contar, en honor a la verdad, que consumen más bebida que la aconsejable para mantener ciertas virtudes, como la vertical y la risa moderada, que adquieren rango de virtudes en tales circunstancias. Intuyen que nunca más volverán a encontrarse y así queda escrito en el cuaderno:

Sólo sé de sus vidas por los diarios y los libros.

Se puede presumir, por una línea destinada a perderse entre esas pocas palabras escritas por Jesús —volveré por ella— que al despedirse de Albert y de Elsa abordó un tren cuyo camino de acero lo depositó en la Casa de las Columnas, como se llamaba a la estación de la Falda, y que de allí, una noche cualquiera del mismo mes de los sucesos, para llegar hasta el cuarto de Milena, trepó la misma enredadera por donde supo deslizarse Roberto Arlt. Entiendo que esas palabras no fueron escritas después de no hallarla, sino antes. No hay razones para pensar en una represalia más fuerte que un despido, en aquellos años en los que aún no se lee la guerra en las fotografías del Edén. De todos modos, no hay indicios de ella en la lista de mucamas del hotel ni en el derrotero europeo de Jesús. Nada se sabe de lo ocurrido después de esa búsqueda frustrada. Seguramente, se dirige a Cosquín a la casa de Roberto Arlt, de quien no tiene noticias hasta que, en 1935, se encuentran por casualidad, en la Feria de Sevilla, cuando el entonces corresponsal del diario El mundo regatea con un coro de gitanas que pretende venderle unos anillos a cambio de permitirle un fotografía. El cronista del avance de los totalitarismos, y el ilusionista enrolado en la República, se pierden en las tascas para contarse cuitas y y recordar los tiempos del Edén. El violín de Albert, y su asombro ante el último acto de magia en los confines de la Patagonia, constituyen el epicentro del recuerdo.

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