Sonoro silencio

06/09/2013 - 12:01 am

Mi edificio está vivo. Estoy segura. Quisiera preguntarle su nombre. Para mí que tiene cara de Vicente. A casi dos años de vivir aquí, hemos sostenido un romance bastante agradable. Es que me enamoré desde que lo vi, con su piso de madera y sus ventanas de herrería blanca. Ventanas cuadradas, rectangulares, techos altos, mucha luz y ventilación.

Viviendo sola, he aprendido poco a poco a quedarme callada. A apagar los ruidos de las máquinas, del teclado, los ruidos de la mente. A contener el aliento para escuchar el de aquellos que me rodean.

Empieza temprano, a eso de las 6:30 de la mañana. Un despertador parecido al mío suena a través de los muros. Está claro que ese vecino lejano tiene problemas para levantarse, al igual que yo. Suena media hora. Lo apaga y vuelve a sonar.

A las nueve de la mañana invariablemente se prende la bomba del agua e inicia la violencia doméstica del último piso. Mis vecinos se han enfrascado en otra pelea. Insultos, gritos, portazos. Más insultos y más gritos. Un escándalo que baja por el patio interior y toca a cada ventana.

Pasada la media hora de sonidos convulsivos, uno de ellos baja a trabajar. Tienen una papelería. Saludan de manera muy cordial. Quizá en la noche retomen la pelea, pero por lo pronto, estoy segura que el resto del día transcurrirá de manera normal.

A las diez el loro de la casa trasera, color verde chillante, ya está a tope. Es un loro que muchos visitantes podrían considerar simpático. Pero después de más de un año de ser vecinos, yo francamente no lo soporto. Tiene un repertorio al cual no he logrado encontrar pies ni cabeza. Por lo general empieza el día con un “¡cotorro, cotorro!”. Después suelta chillidos a media mañana en los que parece que está en medio ataque epiléptico.

Por las tardes es cuando se vuelve insoportable: “¡voy, voy, voy, voy! ¡cotorro! ¡cotorro!” seguido de chiflidos incitados por el dueño y una especie de imitación barata de un mariachi.

A la hora de la comida las licuadoras se ponen de fiesta, el bebé del piso de arriba despierta, explora sonidos, lanza palabras incoherentes. Las escaleras se llenan de palabras de los niños que vuelven del colegio, de oficinistas que salen a tomar un refrigerio, se oyen pasos y el abrir y cerrar de las puertas. Llega el agua y a veces el gas.

Las tardes transcurren apacibles, con excepción de los jueves, que son de banda. Es el día más ruidoso. Hay unos Godínez que decidieron hacer de este su día de fiesta y celebran desde las tres de la tarde. El crujir de las papitas, los platos, los vasos. Los chismes de la oficina. Me he enterado de cada cosa…

Por las noches se hace el silencio. Eso si el loro no se deschaveta. No se oye ni la televisión ni el radio. No hay voces. Vicente, mi edificio, con un pijama azul oscuro, color noche, manda a todos a dormir temprano, para ceder el paso a los ruidos de la ciudad. A veces parece que los aviones que cruzan el cielo van a aterrizar en el camellón de la avenida Constituyentes. Las bombas de agua se prenden como zumbidos ininterrumpidos. A eso de las diez treinta, es imposible perderse el grito del segundo turno de tamales calientitos.

A las doce queda el sonido de mi respiración, el crujir de la cama cuando uno se mueve, pero solo eso. Y de fondo, el golpeteo de la lluvia contra la ventana.

Cuando el silencio permite escuchar, el latir del corazón inunda el espacio.

@mariagpalacios

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