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Jorge Javier Romero Vadillo

07/03/2024 - 12:02 am

El fracaso político de mi generación I

Mi generación ha dado muchas buenas cabezas analíticas de la política desde visiones liberales y progresistas, pero el clima partidista las ha repelido. Las reglas basadas en asambleas para fundar partidos deforman el proceso de organización y favorecen a aquellos con habilidades de intermediación clientelista, no a quienes pueden proponer proyectos viables de reforma social.

Bandera de México.
“Mi generación ha dado muchas buenas cabezas analíticas de la política desde visiones liberales y progresistas, pero el clima partidista las ha repelido. Las reglas basadas en asambleas para fundar partidos deforman el proceso de organización y favorecen a aquellos con habilidades de intermediación clientelista, no a quienes pueden proponer proyectos viables de reforma social”. Foto: Rogelio Morales, Cuartoscuro

¿Por qué la mayoría de mis coetáneos talentosos con vocación política acabó abandonando o eludiendo la militancia partidista? Según Ortega y Gasset, las cohortes generacionales abarcan más o menos tres lustros, aunque no se trata de una regla que se pueda aplicar con rigidez. Aunque en el sentido más aceptado yo pertenecería a la generación de los llamados baby boomers, la de los nacidos en los quince años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, en realidad mi convivencia escolar, profesional y política se dio sobre todo con nacidos entre 1955 y 1970. Esa es la que considero mi generación, tanto política como académica. 

La característica de mi generación, en su flanco izquierdo, es que no vivió el movimiento del 68 –éramos niños o no habían nacido los más jóvenes–, pero nos educamos bajo el influjo del marxismo de las décadas de 1970 y 1980 en las universidades públicas y con el mito de la heroicidad de los estudiantes de Tlatelolco y del Jueves de Corpus de 1971. Varios de mis compañeros militaban en partidos de izquierda, muchos de estos pequeñas sectas con un credo fervoroso, pero algunos con seria vocación electoral, como el Partido Comunista, en vigoroso proceso de transformación, el Partido Socialista de los Trabajadores, el propio Partido Mexicano de los Trabajadores, con una errática relación con la participación electoral, el Partido Revolucionario de los Trabajadores, de filiación trotskista, pero muy innovador en sus temáticas, pues fueron impulsores del feminismo, de la lucha por los derechos humanos y de la causa de la no discriminación por orientación sexual.

Por supuesto, la mayoría era apolítica, aunque estuviéramos estudiando carreras sociales. Veían la militancia con desconfianza, algunos desde una actitud antiautoritara de carácter anarquista, otros desde pretendidas posiciones revolucionarias, de simpatía con las guerrillas, aunque ya para la segunda mitad de los setenta estaban prácticamente desaparecidas. Pero que muchos fueran apolíticos no quiere decir que estuvieran despolitizados. La abrumadora mayoría abominaba al PRI y hacía escarnio de los pocos convencidos del régimen que todavía recalaban en las universidades públicas, porque ya para entonces la alta burocracia comenzaba a reclutar en universidades privadas, o en los centros públicos blindados del populismo educativo desatado a partir del Gobierno de Luis Echeverría, sobre todo El Colegio de México.

El hecho es que en esa cohorte hubo muchos con espíritu militante, pero muy pocos acabaron haciendo carrera política y los más talentosos recalaron en la academia o en el periodismo, pero se alejaron de la competencia electoral. La mayoría de los que se quedaron en la brega partidista eran los de menores capacidades intelectuales, mientras que otros, con aptitud de emprendedores políticos, eludieron el compromiso partidario o lo abandonamos más temprano que tarde. 

Los que se quedaron en la militancia, con poquísimas excepciones, fueron los menos talentosos, sin refinamiento intelectual, pero con capacidad de administrar la relación entre sus clientelas, con necesidades que sólo el Estado puede resolver, y la captura de protecciones o rentas públicas. Algunos, como la actual candidata a la Presidencia por Morena, arguyeron algún talento técnico en su acercamiento al poder, pero la abrumadora mayoría logró enquistarse en el control de los aparatos partidistas, primero en el PRD y después en Morena.

René Bejarano, profesor normalista que estudió economía en la UAM–Iztapalapa y tuvo una plaza académica durante algún tiempo, como profesor de Economía Política, que usaba para exponer una incendiaria vulgata del tomo I del Capital de Marx, es el mentor original de buena parte de ellos, hasta que cayó en desgracia pública. Bejarano se volvió líder de clientelas de demandantes después del terremoto de 1985 y desde el triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas, en 1997, su red controló los recursos de vivienda del Gobierno de la ciudad.

Martí Batres es el sucesor exitoso, en el límite opuesto de rango generacional del que estoy hablando, de la escuela política de Bejarano, a la que perteneció desde la ruptura con el PSUM de la Ciudad de México en 1985, a la hora de la decisión de las candidaturas, hasta la gestión en el Gobierno de la ciudad durante la Jefatura de Andrés Manuel López Obrador. 

Pero esa red se entretejió con la de los provenientes de la primera generación del Consejo Estudiantil Universitario, el movimiento surgido contra la propuesta de reformas en la UNAM propuestas por el Rector Jorge Carpizo en 1985. Los líderes de la huelga fueron Antonio Santos, Imanol Ordorika y Carlos Imaz, ya entonces novio de Claudia Sheinbaum. De manera lateral, en oposición al grupo líder, pero con ascendencia, estaba una corriente, lidereada por Ricardo Becerra, opuesta al intento impositivo inicial de Carpizo, pero dispuesta a discutir una reforma integral en un Congreso Universitario. 

Batres estuvo primero cerca de Becerra, pero ya para entonces tenía sólidos vínculos clientelistas, construidos en alianza con Bejarano, pero se pudo salvar del hundimiento del profe, como le decían, y puso casa propia para seguir distribuyendo las subvenciones de vivienda del Gobierno de la ciudad entre sus clientelas. 

Ese grupo ató su destino al arrastre electoral de Andrés Manuel López Obrador y gracias a esa cercanía lograron ocupar posiciones de poder cada vez más relevantes, aunque sin otro programa que la captura del botín estatal para sostener su base política.

En cambio, sólo unos pocos de mi generación con una visión más ciudadana, democrática con vocación social, apostamos por la construcción de un instrumento electoral. Claro que algunos de los mejores operadores políticos de entonces, como Mauricio Merino o Ricardo Becerra, acabaron comprometidos con el proceso de institucionalización del IFE, a partir de 1996. Pero a la hora de la construcción de Democracia Social sólo unos cuantos apostamos por el partido, con lo que comenzó un breve ciclo de involucramiento político de mi grupo, el cual terminó en 2008, con el desastre de Alternativa Socialdemócrata. A partir de entonces, sólo Patricia Mercado se ha mantenido en la brega electoral, mientras que el resto nos retiramos a la academia, al activismo en la sociedad civil o al periodismo.

Mi generación ha dado muchas buenas cabezas analíticas de la política desde visiones liberales y progresistas, pero el clima partidista las ha repelido. Las reglas basadas en asambleas para fundar partidos deforman el proceso de organización y favorecen a aquellos con habilidades de intermediación clientelista, no a quienes pueden proponer proyectos viables de reforma social. La próxima semana me referiré a la derecha de mi generación y al desastre que dejó cuando estuvo en el Gobierno.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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