Maruan Soto Antaki
12/12/2014 - 12:03 am
Ay, somos unos reaccionarios
Nos comportamos como religiosos del XVII. En 1645, el teólogo alemán Hermann Busenbaum, escribió en un manual cuya popularidad sería envidia de cualquier editor: “Cuando el fin es lícito, también lo son lo medios.” En latín se ve más peligroso, “cum finis est licitus, etiam media sunt licita” y la frase equivocadamente se le terminó […]
Nos comportamos como religiosos del XVII. En 1645, el teólogo alemán Hermann Busenbaum, escribió en un manual cuya popularidad sería envidia de cualquier editor: “Cuando el fin es lícito, también lo son lo medios.” En latín se ve más peligroso, “cum finis est licitus, etiam media sunt licita” y la frase equivocadamente se le terminó por atribuir al buen Maquiavelo.
Deje de leerme un segundo aunque apenas haya comenzado. No se preocupe, en todo caso el que pierde soy yo. Voltee a la parte superior de su pantalla y ubique el punto donde está la sección internacional en este medio y preste atención a la fecha. Haga el ejercicio con cuantos quiera, el mundo cada vez se encuentra más lejos.
Por momentos, parece que nos hemos convencido que lo que ocurre en casa es ajeno a nuestro entorno. También que somos muy modernos y en realidad, espasmos de vanguardia contradicen tales afirmaciones.
Decía la semana pasada que recuerdo cuando el mundo nos importaba un poco. Este etnocentrismo contemporáneo es cosa frecuente incluso en los medios tradicionales, venga, en los más viejos. Los periódicos se hicieron locales, antes de la caída del Muro de Berlín, algunos tenían una sección exclusivamente dedicada a los países socialistas. Porque eran de otro mundo. En las fronteras ideológicas aceptábamos la existencia de otros. Hacíamos propias las noticias de Europa, del Cono Sur. Ese mundo ahora se encuentra en notas pequeñas, a veces largas cuando la tragedia es demasiada, pero ahí se queda.
La falta de revisión sobre nuestra condición, lleva no a tropezar con la misma piedra, según diría el lugar común, sino a realizar animalada tras animalada sin importar el paso del calendario. A veces, justificándonos con vehemencia.
Relativamente poco escándalo provocó en México el informe de tortura por parte de la Agencia Central de Inteligencia norteamericana, que salió a la luz tras una investigación sobre los procedimientos de interrogatorio realizados por Estados Unidos, luego de los atentados del once de septiembre de 2001. Si bien algunos medios lo cubrieron y no será difícil encontrar buenos editoriales al respecto, a la gente le ha dado lo mismo. Nombrar las acciones que se llevaron a cabo para obtener información, sería de una vulgaridad que prefiero evitar. Ni siquiera la mostaza cuando es amarilla me gusta. Alrededor de las investigaciones escucho una frase que me ha encrespado: las torturas ni siquiera habían sido eficaces. Como si lo contrario pudiera otorgarle validez a lo innombrable.
Diremos que los vecinos del norte pecan de primitivos y sin duda, en mucho lo son. Su relación con las armas me sirve para convencerme de tal cosa, aunque al final no somos tan distintos. La poca importancia que le hemos dado a la noticia, si bien nace de la soberbia local –algo que se repite en todo el planeta–, depende de una falta de revisión a las acepciones del bien y el mal. Es síntoma del poco interés en esos otros que de forma muy superficial, teníamos cuando el mundo estaba cerca.
Pensaremos que en el gremio criminal, la frecuencia de actos de tortura viene con la naturaleza del delincuente. Ahora, si las fuerzas del Estado torturan, será otro tema mucho más grave por lo inviable que es tener dichas prácticas en las instituciones diseñadas para evitarlas. Sin duda haremos bien al pensar así, pero ¿dónde queda el interés por erradicar el asunto? Allá en la alcoba de la hipocresía. Aceptamos la barbarie porque cuando hay miedo, hacer sufrir al vecino pasa a segundo plano. El miedo es un gran motor del mundo y no parte únicamente de un Estado mal administrado o un salvaje cargando el hacha; al miedo lo hemos transformado en la disculpa que permite al instinto triunfar sobre la razón.
Ya he citado en estas páginas el estudio sobre constitucionalidad que elaboró el Instituto de Jurídicas de la Universidad Nacional. Solo alrededor del cuarenta por ciento de los encuestados, dijeron estar tajantemente en desacuerdo con usar métodos de tortura para conseguir información de un supuesto malo. Una cuarta parte dijo estar de acuerdo con el empleo de tales prácticas y la décima, respondía una pregunta ridículamente perversa, haciendo hincapié en un: muy de acuerdo. A un veinte por ciento le daba lo mismo.
Dando un vistazo por el Manual de Inquisidores para uso de Inquisiciones de España y Portugal, escrito a mediados del siglo XIV, se podrá leer en un castellano antiguo cómo a pesar de la evolución del lenguaje, no hemos sido capaces de quitarnos lo bestia.
“Se da tormento al reo para apremiarle á la confesion de sus delitos. Las reglas que se han de observar para poner á cuestion de tormento son las siguientes.
Se da tormento, lo primero, al reo que varía en las circunstancias, negando el hecho principal. Lo segundo, al que estando notado de herege, y siendo publica esta nota, tiene contra sí, aunque no sea mas que un testigo que declare que le hoyó ó vió decir ó hacer algo contra la fé, porque en tal caso este testigo solo con la mala nota del reo son dos indicios que fundan semi-plena probanza, y bastan para ponerle á cuestion de tormento. Lo tercero, aun cuando no haya testigo ninguno, si á la nota de heregía sé allegan muchos vehementes indicios, y aunque sea uno solo, tambien se le debe dar tormento al reo. Lo cuarto, aunque no esté el reo notado de herege, un solo testigo que le haya oido ó visto decir ó hacer algo contra la fé, añadiendose á esta circunstancia uno ó muchos indicios vehementes, basta para proveer el tormento.”
Entre los inquisidores y nosotros hay pocas diferencias.
No es que hayamos perdido toda relación de asombro con la violencia, aunque está jamás ha dejado de estar entre nosotros, cuando la condenamos, si somos un poco honestos e intentamos un ejercicio crítico –de esos que tan mal se nos dan–, resulta que el horror que a todos acongoja no cae en el hecho como en quién lo cometió. Evidentemente hay agravantes deleznables cuando la administración pública incursiona en la tortura cual juez del Santo Oficio pero, en ningún momento el agravante debe restarle importancia a la acción. La tortura no nos escandaliza porque también nosotros, somos unos vaqueros reaccionarios.
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