Author image

Jorge Javier Romero Vadillo

16/04/2020 - 12:04 am

La oportunidad institucional

La estabilidad es un valor colectivo. Donde la crisis sanitaria y económica haga saltar el arreglo político, las pérdidas serán mayores, a menos de que se trate de las ruinas estatales de Cuba, Nicaragua y Venezuela, donde poco queda por destruir.

La estabilidad es un valor colectivo. Foto: Sugeyry Romina Gándara, SinEmbargo.

La destrucción de riqueza que va a vivir el mundo será de proporciones catastróficas, como las que cíclicamente ha vivido la humanidad desde que la civilización existe, ya sea por epidemias, como en este caso, por guerras o por crisis económica desatada por “la mano invisible”, bastante más caprichosa de lo que la economía clásica suponía cuando la consideraba esencialmente virtuosa.  

Los órdenes sociales han sido tanto resultado como causa de catástrofes. Las catástrofes de la naturaleza a las que se enfrentaba la humanidad prehistórica estuvieron a punto de extinguir en la cuna a nuestra joven especie, pero mal que bien los seres humanos fueron aprendiendo a lidiar con su entorno natural y a modificarlo para hacerlo cada vez más habitable. Sin embargo, esa domesticación de la naturaleza ha sido fuente de nuevas catástrofes: las epidemias, aunque de naturaleza biológica, han sido acentuadas por el hacinamiento propio de las civilizaciones.

La ilusión ilustrada de que los humanos podíamos controlar y domeñar a la naturaleza se ha mostrado una fantasía, en el largo plazo por la incertidumbre generada por el cambio climático y en el corto por la peste de nuestros días.  Los humanos solemos lidiar con la falta de certeza del entorno creando reglas, protocolos de actuación, maneras de hacer las cosas que tengan carácter general y obligatorio para una comunidad humana a la que se le imponen, con consecuencias distributivas sobre su producción. Pero esas reglas siempre se crean con base en experiencias pasadas, reflejan la fuerza relativa de quienes las crean en su favor y nunca anticipan de manera absoluta los problemas derivados de la complejidad de las interacciones humanas, en crecimiento exponencial en la medida en la que la población se expande y la globalización avanza. 

Las catástrofes, como momentos que trastocan abruptamente el statu quo, son cruciales para el cambio institucional y tienen consecuencias distributivas acusadas. Adam Prezeworsky, entre otros historiadores y politólogos contemporáneos, afirma que los momentos cruciales de distribución a lo largo de la historia se han dado precisamente como resultado de alguna gran catástrofe que reduce intempestivamente la riqueza. Es la destrucción de lo acumulado lo que lleva a un nuevo reparto, ya sea de manera abrupta o a través de ajustes graduales de las reglas del juego con consecuencias distributivas. 

Las catástrofes pueden llevar a renegociaciones contractuales en la política, que pueden llegar a ser relativamente eficientes en términos distributivos, siempre y cuando existan las elites políticas capaces de aprender las lecciones y pactar nuevas reglas para la formación de consensos, para la actuación y para la rendición de cuentas sobre las decisiones que se toman en nombre de la sociedad. Es de esperar que, ante las consecuencias de la crisis actual, tengan mejor capacidad de adaptación los órdenes sociales de acceso abierto, con procesos de toma de decisiones transparentes, que retroalimenten adecuadamente la información generada por la crisis, aunque en el corto plazo parezca que lidiaron más desordenadamente la respuesta. 

Esos estados están más blindados frente a los charlatanes que los llegan a encabezar. El payaso mayor de la política actual, Trump, se ha visto restringido, aunque ahora clame por el poder absoluto. No creo en la bola de cristal como instrumento de trabajo de la ciencia política, pero supongo razonablemente que en Estados Unidos lo que ocurrirá será un proceso de distribución de corte socialdemócrata, de significado parecido al del New Deal de los años treinta del siglo pasado o al acuerdo redistributivo provocado por el movimiento de los derechos civiles de las décadas de 1950 y 1960. Un retroceso del bloque conservador en beneficio del relevo generacional e ideológico, para lograr un orden menos inequitativo. 

Más incierto parece el futuro de la Unión Europea, que en esta crisis ha mostrado de nuevo sus limitaciones de diseño. Coordinar los intereses de Estados tan diversos, con estructuras políticas, fiscales y administrativas tan distintas, ha mostrado ser una tarea ingente. ¿Habrá más o menos Europa después de esta crisis? Lo previsible es que ahí también habrá un ajuste redistributivo, con recuperación del papel del Estado como instrumento para coordinar la acción colectiva y para generar un piso común de condiciones materiales más amplio y sólido que el actual. Sin embargo, difícilmente esta crisis, con la sensación de invasión que ha producido, va a disminuir los sentimientos nacionalistas, excluyentes, xenófobos, que insuflan los políticos manipuladores de la emoción social, esos que se llamaban demagogos y que hoy se insiste en llamar populistas.

¿Qué efecto tendrá esta crisis sobre los políticos charlatanes y proclives a la concentración megalómana del poder? ¿Orbán logrará consolidar su autocracia o tanto la sociedad húngara más secular, junto con la Unión Europea lo logren frenar? El efecto sobre la política de la crisis actual va a depender en buena medida de la solidez institucional, pero también de la manera en la que golpee a la sociedad, tanto en la salud como en la economía y los malestares que ello genere en el humor social.

El efecto va a ser mayor en los órdenes sociales menos abiertos, con elites voraces carentes del refinamiento intelectual necesario para pactar nuevas reglas. Ahí las catástrofes suelen provocar ajustes institucionales que pueden ser agudos, con consecuencias distributivas inciertas, con una mayor destrucción de riqueza y con periodos de ajuste de décadas. Los estados latinoamericanos, a medio construir y edificados sin planos, solapando estructuras y con cimentaciones endebles, en terreno pantanoso, lodazales de corrupción y abusos que reproducen la desigualdad, van a vivir terremotos si el efecto de la crisis es de la magnitud que se pronostica. La inestabilidad puede durar, otra vez, décadas. 

La estabilidad es un valor colectivo. Donde la crisis sanitaria y económica haga saltar el arreglo político, las pérdidas serán mayores, a menos de que se trate de las ruinas estatales de Cuba, Nicaragua y Venezuela, donde poco queda por destruir. En el caso mexicano es indispensable que se abra una nueva negociación del arreglo, pero los términos del acuerdo no pueden eludir la validación electoral, ni pueden tener otra fuente de legitimidad que la Constitución incluso para reformarla por completo. Es obvio que el nuevo arreglo será imposible durante la Presidencia de López Obrador, quien se ha mostrado refractario a encabezar un cambio negociado e incluyente, así que habremos de esperar a 2024, porque los partidos que participarán en 2021 están muy flacos para impulsar articuladamente un proyecto de acuerdo.

El Presidente seguirá en su empeño de iluminado el resto de su sexenio, entonces el pacto se hará sobre las ruinas que se vean. Porque el Presidente debe terminar su mandato en los términos en los que fue electo. Ni referéndums auto consagratorios, ni asonadas caceroleras por la renuncia. Protesta sí, crítica toda, intentos de negociación, los que sean necesarios, pero este Gobierno fue electo por un término con unas reglas y pase lo que pase debe terminar su mandato constitucional y, en todo caso, después rendir cuentas.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

Los contenidos, expresiones u opiniones vertidos en este espacio son responsabilidad única de los autores, por lo que SinEmbargo.mx no se hace responsable de los mismos.

en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video

más leídas

más leídas