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Antonio Calera

20/03/2021 - 12:01 am

Los esquiroles también comen: la comida de los acarreados 

Pero, ¿qué comen los acarreados y a cambio de qué precisamente? Pues aunque sea una obviedad, hay que decir que comen poco: acaso una torta con una rebanada traslúcida de jamón Virginia y un unto casi imperceptible de frijoles, un jugo y, ya de plácemes, un plátano o una manzana por su facilidad para comerlos.

Imagen que muestra los alimentos entregados a asistentes de un mitin del expresidente Peña Nieto en Boca del Río, Veracruz, el 6 de enero de 2013. Foto: Félix Márquez, Cuartoscuro.

Existen varias formas de comer en relación al espacio y el tiempo que disponemos para ingerir nuestros alimentos. Sabemos pues, con claridad, que hablamos del placer de la comida, de comer bien como un ritual de sanación, de procuración lo mismo de energía corporal que espiritual, cuando compartimos el pan y la sal con los familiares y amigos, cuando nos referimos a ese paréntesis que abre un espacio para la franca poesía, para disfrutar de la vida misma: comer ahí a nuestras anchas, significa procurarnos placer, y tal validación de nuestro derecho a la felicidad constituye, para la gran parte de la humanidad, uno de los regalos más altos que se provee la civilización a sí misma, aún a sabiendas que tal lujo sea un imposible para millones de seres humanos.

Por otro lado, hablamos del tiempo de “la hora de comida” como mero proceso de alimentación, lo que los nutriólogos llaman crudamente la “ingesta”, cuando el reloj y las tareas apremian, para definir un proceso más bien rápido y un tanto triste, pudiendo, en el peor de los casos, con el pretexto del trabajo y su apretadísima agenda (cosa rara, para “buscar la chuleta”), llegar a significar más un padecimiento que una cosa natural: a contrarreloj, “con el tiempo encima” decimos, esa cosa que tildamos de “tener que comer”, significa sólo comer mal, engullir velozmente, un atragantamiento más que glotón o voraz, atropellado y, por su ritmo vertiginoso, casi violento. Y no nos referimos aquí a un dominio aparte, el de las circunstancias desfavorables, que nos acontecen y casi no hay cómo escapar de ellas, esa forma de comer que podemos llamar de circunstancia, y que se deja sentir casi siempre en medio del huracán de lo imprevisto. Por ejemplo, cuando nos vemos obligados a comer en medio de un trayecto, de un paseo, de un viaje, y en las que nos vemos forzados a comer lo que nos mande el azar o arroje el itinerario. En tales ocasiones del viaje, si bien nos va, el lugar ocupado en antaño por las tortas hechas en la víspera, unos tamales, algún arsenal de huevos cocidos, es sustituido por la visita obligada con el pretexto de recargar fuerzas, estirar las piernas. ¿Cuál es el menú en esos casos? El del paradero en turno, ese restaurante de toque campirano que hace las veces de tradición generacional: alguna barbacoa, carnitas, cecina, quesadillas, en fin, las especialidades de esos templos carreteros que funcionan como trampolín para adentrarse al meollo del viaje. Y bueno, si la cosa no nos favorece, habremos de conformarnos con ese sándwich frío hecho rápido en casa, pasar por algún tentempié a la comida rápida, abastecernos con algunos entretenimientos bucales en una de las tiendas llamadas de conveniencia. Más o menos el mismo sucede en las juntas súbitas o demasiado prolongadas de la oficina: lo que se tenga a la mano, el lunch menos llamativo, más bien mediocre y hasta patético.

Ahora bien, a un costado de estas posibilidades (comer bien, comer mal o comer simplemente como se puede), se nos presenta un tipo de comida francamente atípica que, si bien pareciera casi un despropósito alimentario, casi contraviene la naturaleza misma de nutrirse, no puede juzgarse tan fácilmente dadas sus características y pudiéramos designar como un tipo de comida a la que nos vemos obligados, y a la cual simplemente no podemos escapar. Tan detestables como las comidas en que nos vemos rodeados por comensales poco o nada gratos, tan abominables como esas comidas de concursos televisivos en que se reta a los participantes a comer porquerías, este tipo de comidas representan realmente un anti programa para cualquiera de nuestros deseos. Tan duro como sería el comer entre los servicios funerarios de un ser querido, en estado de emergencia o carestía por algún siniestro natural o una guerra, el conflicto civil que se mencione, es cuando comen los hombres y las mujeres que se ven en la necesidad, como se denomina en México, de ser “acarreados”. ¿Qué entendemos por esa comida de “acarreados”? A la comida como pago en especie a la que son acreedores los ciudadanos luego de vender su “asistencia” a ciertas actividades con fines de proselitismo político, su apoyo presencial a una u otra actividad para “hacer bola” y  sumarse como fiel y ferviente seguidor de tal o cual consigna política.

Los acarreados son un mal endémico de cualquier clase política corrupta. Se trata en todo caso de una masa de individuos organizados en sindicatos o no que, dada su pobreza, se haya a la venta al mejor postor para hacerse sentir en conjunto como sus simpatizantes (casi siempre se trata de contiendas electorales para ocupar un cargo público), y donde tal representatividad, aunque sea anónima y amorfa y mentirosa, sigue siendo extrañamente eficaz. Esquiroles de la civilidad, podríamos decir, que al verse entre la espada y la pared, hasta el cuello dentro de la precariedad, pasan lista en donde sea para hacerse de unos pesos y poder comer algo.

Pero, ¿qué comen los acarreados y a cambio de qué precisamente? Pues aunque sea una obviedad, hay que decir que comen poco: acaso una torta con una rebanada traslúcida de jamón Virginia y un unto casi imperceptible de frijoles, un jugo y, ya de plácemes, un plátano o una manzana por su facilidad para comerlos. Tal vez por ahí les esparzan algunos tacos a cambio de una jornada de trabajo que consiste en levantarse muy temprano o de madrugada, abarrotar los camiones designados previamente para llevarlos a tal o cual ciudad, pueblo, plaza (mínimamente un auditorio o un templete), y permanecer en el lugar hasta que los jefes autoricen a la caravana regresar a casa. ¿Qué hacen ahí? Echan porras al prócer, tal vez mueven banderines, sostienen pancartas con mensajes pegajosos de apoyo, aplauden a tal o cual prócer de la política local y poco más, en donde quizá lo más terrible suceda por dentro, en los músculos de las piernas, en las plantas y dedos en los pies, casi derretidos bajo un sol radiante, sofocados por un calor abrasador, quemados por el frío extremo o bajo la dura lluvia. Porque los acarreados, como dice el refrán, “llueva, truene o relampagueé”, si pretenden ser pagados y tomados en cuenta para futuras manifestaciones populares (no sólo les dicen mítines sino “asambleas”, “movimientos”, “encuentros”, “frentes”, o resistencias”), deberán mantenerse estoicos en tales condiciones: para eso se les paga y por ello se les alimenta.

Así las cosas, si bien desde el punto de vista de la ética social los acarreados acumulan numerosas faltas, varios errores imperdonables, ¿cómo reflexionar sobre dichos alimentos desde el punto de vista de la gastronomía?  Atendiéndonos primero a la circunstancia misma en que se consumen dichos alimentos, habría que decir que es absolutamente irregular. No sólo porque se hace de pie, ya que tal hecho no es indigno por sí mismo (numerosas comidas en diferentes culturas se hacen de pie y no en una mesa), sino que se come dentro del mismo trabajo, es decir, atendiendo otra cosa, distrayéndose de ambas tareas. En otras palabras: se hace de pie, sí, pero también de manera estropeada y en medio de tareas ajenas al propio acto de comer.  En el orden simbólico de las cosas, más importante aún, dichos alimentos ya de por sí digamos frugales, discordes a la ingente tarea por la cual se proveen, pudieran concebirse como alimentos cargados de signo contrario porque son el resultado de una ecuación perniciosa: que las autoridades que deberían de garantizar el alimento, se hallen o no en el poder, lo administran arbitrariamente para sus propios fines, de manera que el acto humanitario de dar de comer se torna en una especie de trueque desigual entre pobladores en carencia extrema, constituyendo una suerte de anti limosna, de cohecho a la inversa (el cohecho en el ámbito del dDerecho es un delito que consiste en sobornar a un funcionario público mediante la oferta de una recompensa monetaria o no, a cambio de realizar o dejar de realizar un acto inherente a su cargo), en fin, de acto tergiversador de la vida política misma. Y entre otras cosas porque el erario público no puede ni debe destinarse al “pago” de estas corruptelas que fingen una ampulosidad de públicos donde no los hay, y mienten por lo tanto en el novel de popularidad y aceptación de determinada campaña política. ¿No guarda incluso este tipo de artimañas una relación directa con el consabido desvío de despensas de alimentos en caso de siniestros, justo cuando se tratan estas de víveres donados por la misma sociedad abierta para uso exclusivo de los damnificados por alguna catástrofe? Claro que sí, la pobreza y la comida como siniestra ecuación para la denigración del hombre. Porque quizá eso es lo que comen los acarreados. Su propio orgullo, su vergüenza, si dignidad. ¿A qué sino a humillación puede saber ese lunch frío en bolsa de plástico, aplastado y caliente, a pleno rayo de sol, luego de una jornada de vítores por algo que ni se conoce? Pues a porquería, a almuerzo que se paga como manzana de la discordia, como prueba irrefutable del contubernio, la complicidad, la prueba in fraganti que delata a los acarreados como parte de los que, si bien no matan a la vaca, bien que le agarran la pata.  De ahí que muchas veces un acarreado sea confundido o tildado despectivamente de “ganapán”, de “comecuandohay” y, más que de oportunista, de “vendido”, muy distinto al que pide limosna, al que se gana la vida vendiendo dulces, dando bola a los zapatos, los que se dejan el lomo en la calle para ganarse el alimento. A diferencia de ellos, el acarreado sólo va, hace presencia, estira la mano y come.

Un tema quizá, este de los acarreados, profundo y complejo, en donde la calificación o el juicio no embroca con facilidad. Para muchos ojos críticos, el fin justifica los medios, y son los políticos los que primero roban el erario para comprar los alimentos, pagar la gasolina y los camiones, y luego, aprovechándose de la miseria de su pueblo, vuelven a obrar mal sobornándolos. Para otros, más estrictos, se trata en realidad de un atavismo cultural que habría qué erradicar.

Como sea, el acarreado persiste y se reproduce (como los herederos de cargos, de plazas, de negocios turbios), comiendo las migajas que se le dan por su “no trabajo”: un alimento contaminado de la historia de un país vapuleado, un pedazo de pan agusanado por la realidad de un país que no termina de sanar sus heridas ya sea autopropinadas, o bien hendidas por las más altas traiciones de sus dirigentes. Qué hermoso sería saber que los gobiernos como este, en ciernes, apoyaran con víveres a los necesitados en estados de abandono, aplastados, por ejemplo, por el narcotráfico o la violencia feminicida. Así, sin más, sin importar su filiación política. Pero aquí no es así. Aquí en México el ciudadano importa en tiempos electorales y luego ya no sirve a los gobiernos para mucho más. Ahí, fijado en su fase larvaria de votante, como convencido “a fuerza” de ser parte de la corruptela, el ciudadano es de cuidar, y mimarlo con una torta con bolillo duro o un juego embotellado bien vale la pena. Si tiene sed, si se ha insolado, si tiene ganas de ir al baño, allá él y su familia, se les dijo bien que no se querían niños ni abuelos de ochenta años. Ya será de ellos. Por lo pronto que sigan aplaudiendo hasta nuevo aviso, tal vez hasta mañana, tal vez por décadas de populismo, de pan y circo acumulado.

 

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