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Benito Taibo

22/11/2015 - 12:00 am

¿Evolución?

Escribo hoy estas líneas desde la certeza que me da el saberme perteneciente a una especie que evolucionó, desde el fondo de los tiempos, de otras especies. Con esto, lo único que pretendo asentar claramente, es que me queda bastante claro quiénes somos y de dónde provenimos. Pero esa certeza, se ve constantemente nublada por […]

Escribo hoy estas líneas desde la certeza que me da el saberme perteneciente a una especie que evolucionó, desde el fondo de los tiempos, de otras especies.

Con esto, lo único que pretendo asentar claramente, es que me queda bastante claro quiénes somos y de dónde provenimos. Pero esa certeza, se ve constantemente nublada por la incertidumbre que provoca el hecho de no tener ni la más pálida idea de hacia dónde vamos.

Tal vez, tristemente, el creador de la etología (estudio del comportamiento animal), Konrad Lorenz, tenga razón: “El ser humano amenaza con hacer precisamente lo que de otro modo casi nunca les sucede a los sistemas vivos, es decir: sofocarse a sí mismo”.

¿Será que la conciencia de nuestra aparente “superioridad” frente a otras especies, nos haya condenado para siempre?

No lo sé.  Pero sí sé que no me gustaría ver con mis propios ojos la extinción de esos organismos vivos que dieron al mundo belleza y sinrazón a partes iguales.

El joven Charles está destinado a ser médico, siguiendo la tradición familiar; pero siempre está sumido en una inmensa melancolía, observa con ojos penetrantes, y parecería que esa mirada atraviesa las cosas dotándolas de  significados que al resto de los que miran les pasan desapercibidos.

Su padre piensa que no tiene remedio. Charles es curioso, no se conforma con explicaciones simples. Se pregunta, como otros muchos lo han hecho a lo largo de la historia: ¿De dónde salimos? ¿Quiénes somos?

Pero no desde razonamientos filosóficos. Y sí, arrastrado por su enorme capacidad de observación de la naturaleza y de los seres vivos (y muertos).

El 27 de diciembre de 1831, a sus escasos 22 años, Charles Darwin se embarca en Plymouth, Inglaterra en el “HMS Beagle”, en un viaje alrededor del mundo, que durará cuatro años, nueve meses y cinco días, y que lo cambiará para siempre.

Su talento innato para observar y sacar conclusiones lo convertirán en un hombre extraordinario que lanza una tesis  publicada el 24 de noviembre de 1859, llamada “El origen de las especies”, que se convierte en trabajo precursor de la biología evolutiva.

En él, se puede leer de primera mano está aseveración: “…llegué a la conclusión de que las especies no han sido creadas independientemente, sino que han descendido, como variedades, de otras especies”.

Y encuentra muy pronto, una enorme cantidad de enemigos, entre ellos los llamados “creacionistas” que siguen (hoy, en 2015)  diciendo que provenimos todos, de esa mítica costilla de Adán.

Tengo dos libros junto a mí. Y los dos son espectaculares. Uno, es el texto de divulgación científica del paleontólogo español  Juan Luis Ursuaga, titulado “El reloj de Mr. Darwin” (Temas de Hoy, 2009) que de una manera clara e inteligente habla sobre la evolución de las especies para todo público, y que recomiendo con enorme entusiasmo. Bella y contundente a partes iguales.

Y el otro, la magnífica novela de  Rosa Beltrán titulada “El cuerpo expuesto” (Alfaguara, 2013), donde con enorme brillantez narra la vida de Darwin, mientras entrelaza los avatares por los que pasa el último “darwinista”, y que a mí, me parece imperdible.

Yo, sólo quería decirles, que camino erguido, no por un proceso de selección natural, sino como un homenaje al talento observador y singular del señor Darwin, al que le doy las gracias, siempre.

Pero que me preocupa inmensamente el que esa especie a la que pertenezco  haya olvidado la otredad. Esa capacidad humana que nos permite vernos reflejados en la mirada del otro, reconocerlo como distinto a nosotros y sin embargo, necesario para asumir nuestra propia identidad.  Necesario, punto.

Los atentados en París, tanto como los bombardeos irracionales en Siria, o la violencia sin control ni sentido en Guerrero o Tamaulipas han puesto a temblar a la colectividad entera. Han roto la frágil proporción de aquello que nos hace humanos y que en palabras de Aristóteles nos determina como “seres sociales”, esto es, que pueden vivir en sociedad. Y el vivir en sociedad implica, por supuesto, no matar a nuestros semejantes.

Hay muchas teorías que rechazan la idea de que la violencia sea un instinto humano innato. Y afirman, a su vez, que no es más que un fenómeno adquirido dentro de un contexto social, expuesto a factores externos, y llevado al punto de ebullición por causas ajenas al propio comportamiento habitual.

Así, las sociedades contemporáneas, miran a la violencia irracional que salta una y otra vez a las páginas de los diarios y a las angustiantes pantallas de la televisión, como fenómenos aislados y no como una alarmante anomalía que crece y se multiplica en todos los rincones de la tierra.

Mientras tanto,  el señor Darwin, debe estar en alguna parte con los ojos enrojecidos por el llanto, mirando como esos seres que pensaba evolucionados, se autodestruyen sin pausa y sin tregua.

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