“Se cayó el sistema”

23/01/2016 - 12:00 am
La burocracia no va a destruir tu ánimo. Foto: Cuartoscuro
La burocracia no va a destruir tu ánimo. Foto: Cuartoscuro

Debe haber unas trescientas personas, a ojo de buen cubero. Nomás llegar, los de hasta atrás de la fila te ven con lástima. Tú piensas que no puede ser, te ennecias y encuentras a alguien con cara de saber algo y le preguntas cuál es la fila para el predial. Te indica la que sospechabas y decides tomártela con filosofía. No hay nada más que hacer y, además, eres un ser evolucionado: la burocracia no va a destruir tu ánimo. Te aprendes de memoria la apariencia de la espalda del que te antecede y sacas tu libro. “Es que se cayó el sistema”. Se cayó el sistema: la abstracta explicación que te dan cuando no puedes pagar cualquier cosa, cuando no puedes facturar, cuando no te pueden atender en el banco o, en este caso, cuando el gobierno municipal del bienio pasado borró los datos de miles de predios para, dicen, desprestigiar al PAN, que ha ganado Huixquilucan.

Al principio, la promiscuidad de filas te preocupa: ¿por qué está avanzando más esa que esta otra? ¿Está usted segura, señorita, de que me tengo que formar aquí? Lo mío es sólo una aclaración rápida, porque El Sistema dice que no pagué el año pasado y sí pagué. En dos minutos lo aclaro. A eso venimos todos, te dice la clásica ñora en pants de marca fina y con lentes oscuros tapándole los ojos desmaquillados. Esta es la fila para los de la tercera edad, te explica cortésmente un señor muy elegante. Ves que la fila del Inapam, igual de nutrida que la tuya e igual de lenta, está del lado opuesto al de las bancas en las que se podría sentar la gente mayor. ¿Alguien se quiere sentar?, ofreces, y todos te ven feo. Tengo 80 años pero soy un roble, dice otro señor, y el lugar en la banca queda vacante porque a los jóvenes les avergüenza sentarse si los viejos se niegan.

Una hora y media después ya has ido por un café y le has traído uno a la ñora de pants, que te dio dinero e indicaciones de canderel con una desfachatez irresistible. El chofer de atrás de ti ya recibió seis llamadas de sus jefes: Pues ahí vamos, señor, lento, responde. Todavía hay unas… 70, 75 personas delante de mí. En el centro de las nuevas instalaciones hay una enorme oficina de cristal con tres grandes escritorios vacíos. “Transparencia”, dice el vinil sobre la, en efecto, transparente puerta cerrada. Más allá, de un cubículo rotulado “Área de niños”, salen sin parar gritos de guerra espeluznantes: el hijo de seis años de alguien, al que el día de pinta le salió fatal, expresa lo que todos nosotros, apacible rebaño, callamos.

Para la segunda hora, los de tu área (dos personas hacia delante, dos hacia atrás y la gente mayor de la derecha) y tú ya son amiguitos de burocracia. Has escuchado sus llamadas, atestiguado cómo han cancelado citas, juntos se han estirado como si estuvieran en un largo vuelo, intercambiado sonrisas de resignación y compartido algún bocadillo que han producido de sus bolsas. Te dices que todas las áreas deben tener miembros similares: está el o la politizada que tiene teorías de conspiración e ideas “que a nadie se le habían ocurrido” y que podrían solucionar al país, el calladito que a veces asiente o se encoge de hombros, el o la quejona que dice que no es posible y que es un país de mierda y uno que hace sus llamadas de negocios a todo volumen, como si disfrutara de la audiencia.

Estamos por cumplir la tercera hora y nadie se ha rendido, nadie ha gritado como el niño de la triste ludoteca, nadie ha perdido el control. ¿Por qué? Te dices que es, probablemente, porque todos sabemos que los funcionarios de aquí no tienen la culpa de nada. ¿Quién tiene la culpa entonces? El Sistema. Y no es cosa de meterse con él justo ahora, que se ha caído.

En esta nueva zona hay bancas para todos y cada cinco minutos tienes que recorrer tu trasero y ponerlo sobre el calor corporal de tu antecesor. Eso es casi fraternal. Los de tu área son veteranos: ya saben en qué punto la fila serpentea y continúa hacia un recoveco que ignoraban una hora atrás. Ya saben cuál es la fila del agua y por qué los del Inapam tardan más. Saben dónde está el bote de basura más cercano y cuántos lugares se avanzan por cuarto de hora. Y cuando un nuevo se cuela entre la gente porque le parece imposible tener que formarse donde termina la cola, tres metros fuera de las instalaciones, intercambias con tus amigos de burocracia el mismo gesto de conmiseración que horas atrás te dirigieron a ti: sí, aquí es. Sí, libera tu agenda.

Te acercas a cumplir la cuarta hora y por primera vez te preguntas si algún día saldrás de aquí. Si lograrás, tras tanto esfuerzo, pagar tus malditos impuestos como buena ciudadana para hacer posible la construcción de, por ejemplo, instalaciones tan bonitas como éstas, con cubículos vacíos y transparentes y áreas de juego. El chofer de atrás de ti ha claudicado porque ha de recoger a los niños del colegio y tendrá que volver mañana. Piensas en cuántas horas-hombre se están perdiendo en este trámite (calculas 500 personas por día, de a 4 horas por persona, hasta que El Sistema vuelva a estar en pie) y consideras con cierta nostalgia lo que tú podrías haber hecho hoy. Luego te preguntas porqué la gente que ya ha pasado por las cajas no se retira con gesto triunfante y aquello te preocupa. Se van con la misma expresión de derrota con la que medio día atrás se formaron. ¿Estará El Sistema más caído de lo que imaginabas? Las cajas ya están ahí, ya se vislumbran. Alcanzas a escuchar algunos intercambios entre funcionarios y ciudadanos: Necesitamos los comprobantes impresos, señora. Pero lo hice en línea. Sí, pero eso ya no existe. ¿Cómo? Y otro más: Pero aquí están mis comprobantes impresos. Sí, pero tenemos que encontrar sus datos en línea. ¿Cómo?

Para ambos casos la respuesta es la misma: deben irse y esperar a recibir un correo electrónico con su línea de captura para poder pagar. Por eso nadie sale triunfante: tras medio turno laboral, no pueden ni siquiera tachar el pendiente de sus listas. Tus compañeros del Inapam ya están cansados y malhumorados. Sin embargo, nadie se enoja. Nadie grita. Nadie pierde el control. Tal vez lo que está caído somos nosotros, piensas. Minutos después, cuando te digan que no estás en El Sistema y que no saben por qué, y que te retires de la fila porque no hay nada que hacer y esperan “que se solucione solito”, se te llenarán los ojos de lágrimas pero no harás nada y tras una pataleta buscarás la manera de que te trasquilen en otro momento. Pero eso no lo sabes todavía. Estás a cinco personas de pasar cuando llega uno de esos despistados: ¿Aquí lo del predial? Tus compañeros y tú hacen la misma cara y le señalan que la fila empieza 120 personas más atrás. No, no, yo busco la fila de los que ya vinimos la semana pasada pero no hemos recibido el email con la línea de captura. Una funcionaria le indica que esa fila es la de allá, la de atrás del cubículo de Transparencia. ¿Esa de allá, la larga? Sí, esa. Y hacia allá va, pacífico y derrotado, como buen mexicano.

Lorena Amkie
Nació en la Ciudad de México en 1981. Su idilio con las palabras empezó muy temprano y la llevó a pasearse por la poesía, el ensayo y el cuento, para encontrar su hogar en la novela. Graduada de Comunicación por la Universidad Iberoamericana, ha publicado la trilogía gótica para jóvenes Gothic Doll (Grupo Planeta) y la novela El Club de los Perdedores. Imparte talleres de escritura creativa y colabora con distintos medios impresos y digitales. Su cercanía y profundo respeto hacia su público, así como su estilo franco y nada condescendiente, le han valido la atención de miles de jóvenes en México y Latinoamérica, situándola como una de las autoras de literatura juvenil más interesantes en el mundo de habla hispana actualmente.
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