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Jorge Alberto Gudiño Hernández

26/11/2016 - 12:00 am

Pagar impuestos

es la certidumbre de que todo lo que he pagado durante años (todo lo que hemos pagado cada uno de nosotros), ha servido de poco. Y eso es algo que, sin duda, el terrorismo fiscal no resolverá. Foto: Cuartoscuro

es la certidumbre de que todo lo que he pagado durante años (todo lo que hemos pagado cada uno de nosotros), ha servido de poco. Y eso es algo que, sin duda, el terrorismo fiscal no resolverá. Foto: Cuartoscuro
es la certidumbre de que todo lo que he pagado durante años (todo lo que hemos pagado cada uno de nosotros), ha servido de poco. Y eso es algo que, sin duda, el terrorismo fiscal no resolverá. Foto: Cuartoscuro

Desde que comencé a trabajar he pasado por diversos regímenes fiscales. He sido asalariado, persona física, desempleado, persona física con actividad empresarial y he participado de un régimen mixto cuando se han combinado algunas de estas posibilidades. Incluso he sido socio de alguna pequeña empresa poco exitosa. En todos los casos, he pagado los impuestos correspondientes. Si bien no vivo dentro de una paranoia fiscal, mi contador hace las declaraciones mensuales y anuales que me tocan y, cada tanto, he debido pagar más por tener algún saldo a favor. En otras palabras, soy un contribuyente cumplido.

No hablaré ahora de lo mucho que me molesta (como a casi todos) saber que parte de lo pagado se dilapida en obras inútiles, con costos excesivos. Tampoco del robo que representa para todos los contribuyentes cualquier desvío de fondos públicos, la corrupción e, incluso, las condonaciones fiscales a empresas cuyos ingresos suenan excesivos para cualquiera de nosotros. No me quejaré ahora por eso porque, aun sin resignarme a esa realidad, nunca he vivido de otra forma. Tampoco me quejaré por esos particulares (que son más bien generales) pues ya tendré ocasión de hacerlo en otras circunstancias.

Desde que expido recibos electrónicos y las facturas que me dan se integran de forma casi automática al SAT, me parece que mi contabilidad es más sencilla. El propio sistema muestra el resultado y, si se debe pagar, mi contador me avisa y hago la transferencia correspondiente. Me da la impresión (quizá muy equivocada) de que no es sencillo evadir impuestos para alguien como yo. Sobra decir que, aunque lo fuera (y aunque ganas no faltan), no lo hago.

Pese a ello, cada mes llegan notificaciones del SAT a casa de mi madre. Cuando me di de alta aún vivía ahí y por eso mi domicilio fiscal es el mismo que el de mi infancia y mi juventud. Si no lo he cambiado con las respectivas mudanzas que he tenido es justo por eso: no tengo la certeza de cuánto tiempo viviré en el hogar nuevo pero sé de cierto que la casa de mi madre seguirá siendo la casa de mi madre.

Y ella se angustia. Cada mes. Cuando me da la correspondencia y me asegura que debo revisar mi situación fiscal. Como ella toda su vida ha sido asalariada, le parece extraño el asunto impositivo. A ella le han descontado religiosamente de su nómina y no ha debido presentar declaración alguna. Tampoco deduce un peso. Ella también ha estado acostumbrada a ganar alrededor de 30 por ciento menos de lo que dice su contrato salarial. Así es que me conmina a arreglar mi situación. Al menos, lo ha hecho durante los últimos años.

Al principio yo corría al teléfono para hablar con mi contadora, primero, con mi contador, más tarde. Ambos respondían lo mismo: son avisos, son invitaciones, son notificaciones que genera el sistema sólo para hacerles ver a los morosos que tienen adeudos pendientes y están siendo fiscalizados. Sí, una suerte de terrorismo fiscal. Así que durante años he ignorado esta correspondencia. Miento. Un par de días antes de que lleguen a mi domicilio fiscal, arriban, puntuales, las mismas notificaciones a mi correo electrónico. Se las reenvío a mi contador y no pasa más. Si bien me parece un tanto absurdo que el SAT no pueda distinguir entre quienes deben y quienes pagan, también he terminado resignándome a sus envíos.

Hasta la semana pasada. Han marcado dos o tres veces al teléfono registrado que sí, es el de mi madre. Le han dicho que yo hago caso omiso de las solicitudes de pago, que debo comunicarme con ellos. De inmediato, claro está, le marqué a mi contador. Se dijo extrañado, primero, pero, metódico como es, se puso a revisar mis declaraciones, entró a la base de datos, fue puntilloso y estricto. Nada. Hemos hecho todo bien respecto a todas y cada una de mis obligaciones fiscales. Pese a ello, la llamada se ha repetido.

Supongo que el SAT o el gobierno (y nótese que es una mera suposición) se han visto con graves problemas de liquidez. Basta con sumar los presuntos desvíos de recursos en Veracruz, Sonora, Chihuahua o donde se le busque, para caer en la cuenta de que una verdadera fortuna ha pasado a manos de quien no le corresponde. Sigo suponiendo: este dinero perdido debe ser recuperado. Y qué mejor forma de hacerlo que por la vía del terrorismo fiscal.

Aclaro ahora: las llamadas no son amenazantes pero así se reciben. A nadie le gusta que lo llamen de Hacienda y con razón. Procuro, pues, restarle importancia para que mi madre no se angustie. Eso no significa, por supuesto, que la molestia no siga escalando. Ahora sí, no sólo es que me llamen por un equívoco, tampoco que me manden avisos que no corresponden a mi situación fiscal, también es la certidumbre de que todo lo que he pagado durante años (todo lo que hemos pagado cada uno de nosotros), ha servido de poco. Y eso es algo que, sin duda, el terrorismo fiscal no resolverá.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.

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