A Mariana le gustaba mucho chatear con su novio en la red. Ella tiene quince años. Es inteligente, aplicada y bonita. Así lo percibe la sicóloga de su escuela, a quien acudió para pedir ayuda.
Ha transcurrido un mes desde que terminó la relación con su novio. Un par de semanas después, una compañera la llamó a su escritorio, donde estaba una lap encendida con imágenes en la pantalla. Estaban presentes otras estudiantes del mismo salón. “Mira, Mariana, quiero que veas esto,” le dijo, de forma que todas pudieran escuchar. “Alguien piensa que eres una loquita”. Se quedó helada.
Desde entonces sus amigas le han dicho que esas fotografías suyas circulan en correos electrónicos en cadena y en páginas de redes sociales donde aparecen con su nombre, dirección electrónica y número de celular, acompañadas de comentarios vulgares muy descalificadores y sexualmente agresivos.
Mariana está muy enojada. También, muy asustada. Tiene miedo de que se enteren su padre y su madre, de que la castiguen y regañen. Perder sus privilegios para usar la computadora y el internet la dejaría aislada de sus amistades y compañeras. Es lo último que desea y así se lo ha dicho a la sicóloga, como condición para hablar con ella.
Le preocupan especialmente una serie de tres o cuatro instantáneas que tomó con la cámara de su tableta. Unas selfis comprometedoras. Su novio la presionó para que posara, con la promesa de que serían íntimas y no las divulgaría ni las mostraría a nadie.
Nunca accedió a quitarse la blusa, como sabe que han hecho algunas muchachas para sus novios, pero sí posó en bikini de playa, de forma humorísticamente sugerente, como es común en anuncios y comerciales de todo tipo. Para ella era solo una broma privada. Ahora, cada que recibe un correo electrónico insultante de una dirección que desconoce, lee algo horrible acerca de ella en algún muro de Facebook o recibe un MSN soez de un número celular sin registro, la broma le parece una pesadilla. Además de ira y miedo, empieza a sentir mucha vergüenza, como si hubiera hecho algo espantoso.
Frente a la consejera escolar, no sabe qué hacer. Afortunadamente, la sicóloga está enterada del fenómeno del acoso por la red, el ciberbullying, y le propone un plan de acción que la tranquiliza y que puede remediar la angustiante situación en que se encuentra.
El ciberbullying implica el uso de computadoras e Internet con la intención de agredir repetidamente a una persona, quien es afectada negativamente en su salud física, emocional y relacional. Su objetivo es molestar, amenazar, avergonzar o excluir socialmente a la víctima, en una relación asimétrica de poder.
El acoso sexual por la red es muy común entre la juventud. Incluye la distribución de texto e imágenes así como la petición de actos de naturaleza sexual, sin el permiso ni la invitación de quienes allí aparecen o las reciben. Como ocurre en espacios virtuales, de automático se presume la repetición por la posibilidad de verlos o leerlos a cualquier hora, desde casi todos lados y con infinidad de dispositivos.
El problema, que la mayoría de usuarios jóvenes de la red desconoce, es que la distribución de este material no depende solo del victimario o agresor sino de cualquiera que lo tenga, así sea momentáneamente, en su poder. Estos textos e imágenes son potencialmente imposibles de erradicar. Y como siempre están accesibles, el acoso se vuelve permanente, con un anonimato muy efectivo para el agresor (los jóvenes comparten sus códigos de ingreso, aprenden fácilmente a utilizar cuentas de correo ajenas o a abrirlas con seudónimos, a evitar el registro de sus celulares en las llamadas o a decir que alguien los hackeó para evadir la responsabilidad).
Además, el ciberbullying dificulta los aprendizajes y daña la salud relacional de las y los estudiantes. Ser agresor o víctima de acoso virtual correlaciona positivamente con un mayor riesgo de depresión, baja autoestima, violencia directa, abuso de sustancias adictivas y delincuencia.
Este tipo de acoso ocurre en espacios en que las y los adultos no se mueven con la misma facilidad que sus hijos e hijas. En muchas encuestas de investigación hechas a estudiantes, éstos retratan a los adultos como absolutamente ignorantes del universo virtual en que transcurre cotidianamente su juventud. Por ello casi nunca sienten confianza para pedirles ayuda en algo que no van a entender.
El asunto es complejo y delicado. Si tú fueras el consejero o consejera escolar, ¿qué recomendarías para detener esta cadena de violencia? ¿Aconsejarías a padres y madres estrategias de castigo y control, como prohibir el uso de tabletas y teléfonos celulares?, ¿aunque esto ocasionara el alejamiento de sus hijas e hijos, dejándolos así más vulnerables? ¿Les pedirías a muchachos y muchachas confianza en los adultos que los rodean en su escuela y familia para pedirles ayuda?, ¿incluso si éstos tienden a descalificar con torpes moralinas la vida emocional y social de los jóvenes actuales? ¿Denunciarías el hecho a las autoridades, lo que pudiera traer represalias adicionales de los agresores?




