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La advertencia que ignoramos de la pandemia de 1918: “En mi calle veías un océano de cadáveres”

31/05/2020 - 10:29 pm

Por Inñigo Sáenz de Ugarte

España, 31  mayo (ElDiario.es).- Río de Janeiro se vio desbordada muy pronto por la gripe de 1918. El alto número de víctimas acabó por superar la capacidad de las autoridades, no sólo en los centros sanitarios. Como recordaba un habitante de la ciudad, sencillamente había demasiados muertos: “En mi calle, podías ver por la ventana un océano de cadáveres. La gente colocaba los pies de los muertos asomando por la ventana para que los servicios de asistencia se los llevaran. Pero el servicio era lento y llegó el momento en que el aire empezó a apestar. Los cuerpos comenzaron a pudrirse. Muchos empezaron a abandonar los cadáveres en la calle”.

Es la misma situación que se vivió en la ciudad ecuatoriana de Guayaquil hace unas semanas por la epidemia de la COVID-19. En Manaos, 2 mil personas murieron por coronavirus en abril, cuatro veces la cifra normal de fallecimientos en la ciudad brasileña. La ciudad se quedó prácticamente sin ataúdes. Las excavadoras abrieron fosas comunes donde apilaron ataúdes en tres alturas. “Esto es como un país en guerra y que ha perdido la guerra”, dijo su Alcalde.

Hay múltiples diferencias entre la pandemia a la que se llamó “gripe española” y la actual. Son enfermedades distintas. Los sistemas sanitarios y los conocimientos científicos han avanzado de forma espectacular en un siglo. El poder económico de los estados es ingente.

Sin embargo, en muchas zonas del planeta las situaciones producidas tienen puntos en común con lo ocurrido en 1918, cuando ni siquiera se conocía la existencia de los virus. Si una enfermedad se convierte en pandemia global, arrasa con todo lo que se le pone adelante, y es también lo que ha sucedido en los países más ricos del mundo.

La frase de los “océanos de cadáveres” aparece en ‘El jinete pálido. 1918: la epidemia que cambió el mundo’, de Laura Spinney, que Crítica ha sacado en España. Publicado en 2017, es el libro más reciente sobre la pandemia que azotó al mundo cuando contemplaba el final de otra catástrofe humana, la Primera Guerra Mundial. Es difícil leerlo sin tener presente todo lo que está ocurriendo ahora para llegar a las conclusiones que habíamos olvidado. Un virus –algo que ni siquiera tiene vida independiente– es capaz hoy de destruir el mundo del Homo sapiens, al igual que a principios del siglo XX y en siglos anteriores.

“En 1918, si escuchabas toser a un vecino o pariente, o le veías caer delante de ti, sabías que había muchas posibilidades de que ya estuvieras enfermo. Por citar a un funcionario sanitario de Bombay, la ‘gripe española’ llegó como un ladrón en la noche”, escribe Spinney. Nadie estaba a salvo, pero –como estamos viendo ahora– eran los pobres las víctimas más frecuentes.

En las últimas décadas, la investigación científica sobre la gripe de 1918 ha tenido un gran avance, así como una mayor cobertura en los medios de comunicación (en agosto Capitán Swing publicará en España ‘La gran gripe. La historia de la mayor pandemia de la historia, de John Barry, el libro de 2009 considerado de referencia). La periodista británica especializada en ciencia recuerda en el libro que la pandemia que causó entre 50 y 100 millones de muertos dejó una huella mínima en la memoria colectiva. Spinney tiene una explicación. El número de muertos fue inferior a los producidos por la guerra en Francia, Reino Unido y Alemania, donde fue considerada como una especie de capítulo final de una tragedia aun mayor. No podían decir lo mismo en China o India, pero esos lugares eran ignorados con facilidad por los países europeos.

Murieron entre 13 y 18 millones de indios por la gripe, es decir, una cifra superior probablemente a todos los fallecidos en la Primera Guerra Mundial.

La mayoría de las víctimas se produjo en las trece semanas entre mediados de septiembre y mediados de diciembre de 1918. Fue una explosión repentina que Europa olvidó muy pronto. Había decidido centrarse en la reconstrucción tras la guerra y disfrutar de la bonanza económica de los años 20.

Resulta inevitable preguntarse por el apellido de “española” de esa gripe. Es conocida la historia que cuenta que las primeras noticias en Europa sobre la epidemia surgieron en una prensa española que no sufría la censura de guerra. Por eso, cuando se detectó en España, el inspector general de Sanidad Exterior, Manuel Martín Salazar, comunicó en junio a la Real Academia de Medicina que no contaba con informes sobre la gripe que vinieran del exterior. Puestos a buscar nombres, en Madrid se le llamó ‘el soldado de Nápoles’ al ser la enfermedad tan pegadiza –es decir, contagiosa– como la canción del mismo nombre de una zarzuela muy popular.

Al igual que con otras muchas enfermedades, cada país terminaba apodándola por algún vecino exterior. La culpa siempre es de los otros. “En Senegal, se le llamaba la gripe brasileña, y en Brasil, la gripe alemana, mientras los daneses pensaban que “era algo que venía del sur”. Los polacos la llamaban la enfermedad bolchevique, los persas acusaban a los británicos y los japoneses acusaban a sus luchadores. Después de que se propagara después de un torneo de sumo, la apodaron la gripe del sumo”, escribe Spinney.

No existe una seguridad absoluta sobre el origen de esa gripe, pero la hipótesis más sólida es que el primer brote se produjo el 4 de marzo de 1918 en un campamento militar de Kansas, EU. Desde unos meses antes, el Gobierno norteamericano estaba agrupando a reclutas para entrenarlos de cara a su participación en la guerra. El Campamento Funston fue uno de de esos lugares. Muy pronto, la gripe se hizo endémica en el Medio Oeste de EU y en los puertos franceses a los que llegaban en barco los soldados. A partir de ahí, pasó a las trincheras, incluidas las del enemigo. ‘Blitzkatarrh’ la llamaban los alemanes. Dos meses después, había viajado mil 300 kilómetros hacia el este hasta el puerto ruso de Odesa.

Varios factores se unieron para extenderla. Por ejemplo, la salida de Rusia de la guerra hizo que los alemanes pusieran en libertad a miles de prisioneros de guerra rusos que trasladaron sin saberlo la enfermedad a su país. Desde Europa llegó al norte de África en mayo y de allí a varios países de Asia, como India y luego China, que también la recibió desde el Pacífico. Cada movimiento de población o tropas provocado por la guerra era un cómplice involuntario de la pandemia.

Lo peor vino a partir de agosto con la segunda oleada de la gripe, mucho más mortífera. La mayoría de los investigadores identifican tres orígenes, según Spinney. Freetown en Sierra Leona, Boston en EU y Brest en Francia. Zonas como Latinoamérica que no habían sufrido el primer embate lo tuvieron en ese momento. Los barcos que devolvían a sus países a todos los soldados de las naciones que formaban parte de los imperios británico y francés se convirtieron en los portadores del virus. La guerra civil rusa, el ferrocarril Transiberiano y la disputa de británicos y rusos por el control de Persia fueron los canales de entrada del nuevo brote en el norte de Asia.

Hubo que esperar a 2011 para tener la confirmación científica del origen de esa mutación. Se había hecho más contagioso entre seres humanos, porque se había adaptado mejor a ellos. Las condiciones sociales también le favorecían. “Amplias zonas del mundo estaban sufriendo una hambruna. Existen algunas pruebas que indican que las deficiencias en nutrición en el anfitrión pueden impulsar cambios genéticos en el virus de la gripe, haciendo que sea más virulento (mientras al mismo tiempo deprimen la respuesta inmunológica del anfitrión)”.

Spinney se hace varias preguntas sobre una de las cuestiones que sorprendieron en la época, como también lo están haciendo ahora. ¿Por qué el virus mató a algunas personas mientras otros contagiados, la inmensa mayoría, se salvaron? ¿Por qué algunas personas de veintitantos años fallecieron y otras no? Las pandemias no son muy democráticas. O sí lo son, pero su letalidad depende del lugar que atacan. Las condiciones socioeconómica de las sociedades humanas son un factor que acelera o atenúa su capacidad de matar. Las personas sufren la enfermedad, pero luego influyen en ella a través de “su situación desigual en la sociedad, los lugares donde construyen sus viviendas, su dieta alimenticia, sus ritos, incluso su ADN”. Es una especie de coalición involuntaria de factores que benefician la propagación.

La pandemia fue realmente global. Sus peores efectos, no. Vivir en ciertas partes de Asia significaba tener treintas veces más de posibilidades de morir que en ciertas partes de Europa. También había grandes variaciones en un mismo continente, no todas explicables por razones sociales, y en la misma ciudad. En Río de Janeiro, fueron los suburbios empobrecidos los que sufrieron la peor parte. En Nueva York, los inmigrantes de origen italiano que vivían en casas pequeñas e insalubres. Las peores tasas de letalidad en París se dieron en los barrios más ricos, pero eso no era una paradoja, sino una confirmación. No eran los ricos los que morían, sino sus criados, que dormían hacinados en habitaciones pequeñas y mal ventiladas. Una cuarta parte de todas las mujeres que fallecieron en París trabajaban como criadas.

Esa tendencia de las epidemias a cebarse en los más pobres y vulnerables se ha repetido ahora con la COVID-19. Ha ocurrido en EU y en Europa. O en Singapur, donde el nuevo brote se ha producido en los barrios donde viven los inmigrantes pobres.

Aun así, hay un elemento de solidaridad que iguala a todas las epidemias. Aislarse de los demás es una de las mejores formas de huir de la muerte en estos casos. En las peores situaciones, cuando el pánico se desata, todos abandonan a los enfermos, incluidos los médicos, como se vio en algunos casos con la epidemia de ébola en África. Eso no es lo habitual, ni en África ni en Europa. Mucha gente hace lo contrario. Es una singular conjunción de solidaridad y egoísmo. “Los psicólogos sugieren una explicación aun más intrigante”, cuenta Spinney. “Creen que la resistencia colectiva surge de la forma en que la gente se ve a sí misma en una situación en la que te juegas la vida: no se reconocen como individuos, sino como miembros de un grupo, un grupo que se define por el hecho de ser víctimas de un desastre. Ayudar a otros en ese grupo, según esta teoría, es una forma de egoísmo basada en una definición más amplia del yo. Es la idea de que todos estamos juntos en esto”.

Nadie se salvará por sí solo, a menos que tenga los medios materiales necesarios para huir y quizá esto tampoco te sirva, sino que nos salvaremos o pereceremos juntos.

El personal sanitario es el ejemplo perfecto. La gripe de 1918 lo demostró, al igual que la actual crisis. “La mayoría de los médicos siguieron trabajando hasta que físicamente no podían seguir o hasta el momento en que suponían un riesgo para sus propios pacientes”. En esa época, no había una infraestructura sanitaria como la del presente, lo que significaba que esos médicos iban cada noche a visitar las casas de decenas de enfermos. Ha ocurrido lo mismo ahora y la única diferencia es que la mayoría de médicos y enfermeras tenían que acudir cada día a hospitales donde les esperaba la peor situación que podían imaginar.

El libro de Spinney ofrece otras imágenes que nos colocan ante los mismos dilemas actuales. Los problemas de imponer una cuarentena en una sociedad democrática. La proliferación de remedios milagrosos o teorías de la conspiración cuando aún es pronto como para que la ciencia dé respuestas claras. La importancia de imponer medidas de confinamiento cuanto antes y de no levantarlas antes de tiempo, como ocurrió en Filadelfia, donde la prematura relajación provocó una segunda oleada de la enfermedad mucho más letal. La deuda permanente con el personal sanitario que sólo se puede pagar, si es posible, mejorando sus condiciones de trabajo.

Por diferentes que sean la gripe de 1918 y el coronavirus de 2020, hay una cosa que está clara. Los científicos nos avisaron de que otra pandemia tenía que ocurrir. Era sólo cuestión de cuándo. “La ‘gripe española’ fue un ejemplo de lo que hoy llamaríamos un ‘cisne negro’. Ningún europeo pensaba que existían los cisnes negros hasta que un explorador holandés los descubrió en Australia en 1679, pero tan pronto como se vieron todos los europeos fueron conscientes de que los cisnes negros tenían que existir, dado que otros animales podían tener distintos colores. Por la misma razón, aunque nunca hubo antes una pandemia de gripe como la de 1918, una vez que se produjo, los científicos llegaron a la conclusión de que podía volver a ocurrir”.

Y eso es lo que ha pasado ahora.

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