Para la pequeña Inés y su pasión
por las capibaras
1.
Eran estrellas al alcance de mi mano. Si yo lograba tocar el agua, seguro mi piel se volvería luminosa. ¿Por qué no? Tenía tres o cuatro años esa primera mañana en que mis padres se subieron al bote de remos y me sentaron con mi salvavidas anaranjado en el lugar del timonel. Sé que grité un buen rato -y puedo jurar que lo recuerdo-, aterrada por el movimiento del agua; pero me calmé cuando descubrí los reflejos del sol en el río: eran estrellas al alcance de mi mano.
Ese se volvió el paisaje que yo más habría de amar a lo largo de la vida: el de los ríos de mi infancia.
Por supuesto, como todos, amo mirar el mar, podría pasarme horas viendo ese movimiento constante. Amo la inmensidad de los glaciares, de nuestros Andes o del desierto de Atacama. Quién podría la enorme dignidad del / Desierto de Atacama como un pájaro / se eleva sobre los cielos apenas /empujado por el viento, escribió el gran poeta chileno Raúl Zurita.
Aunque, lo confieso, tanta majestuosidad de algún modo me inhibe. Me gusta verla un rato pero luego, como buena migrante, sueño con volver a casa, a ese pequeño espacio al que puedo llamar mío: el de los ríos que ponen las estrellas al alcance de las manos. Y si me lo permiten, voy a hablar de este lugar chiquito, que es una parte del Delta del río Paraná.
Tampoco es tan chiquito, claro. Chiquita la zona que yo recorría con mis padres en el bote de remos. Pero, lo cierto es que abarca 14 mil kilómetros cuadrados. El Delta es el último tramo del río Paraná, el segundo río más largo de América del Sur, después del Amazonas, que nace en Brasil y recorre 2 mil 546 kilómetros antes de desembocar en el Río de la Plata.
Pero hoy no me detendré ni en los años vividos allí por Domingo Faustino Sarmiento, autor de nuestra obra cumbre, Facundo o Civilización y barbarie, y Presidente de la República; ni hablaré de la noche en que Leopoldo Lugones, el escritor modernista, precursor además de la ciencia ficción y de la literatura fantástica, se suicidó envenenándose con cianuro en un recreo justamente del río Paraná llamado El Tropezón. Tampoco de las famosas fiestas que daban los geniales Norah Lange y Oliverio Girondo, o de la pasión de Roberto Arlt, el autor de Los siete locos, que pidió que tiraran sus cenizas en el cruce del río Sarmiento con el arroyo Abra Vieja. Dejo el paseo literario por el Tigre, que así se llama esa zona, y el paseo de mi propia nostalgia, para algún otro momento.
2.
Las islas que conforman el Delta del Paraná se han ido formando a lo largo de los siglos por los sedimentos que arrastra el agua. Y en ellas, una conjunción de elementos: temperatura, humedad, características de la tierra, etc., ha permitido una variedad enorme de flora y fauna. Yacarés, arirays, ciervos de los pantanos, pecaríes, curiyúes y aguaraguazúes, son algunos de los muchísimos animales que pueblan la zona. Hay más de 320 especies de aves: el zorzal, el biguá, el martín pescador, el benteveo, la calandria, el boyero, la pava de monte, y tantos otros.
Pero toda esta riqueza, como quizás ya han imaginado, está siendo amenazada por los propios seres humanos. Al igual que el resto del planeta, la zona es víctima de atentados ecocidas que buscan destruir el equilibrio natural para conseguir algún tipo de ganancia. Por ello decimos que la crisis ambiental es una crisis de la civilización generada por el modelo de desarrollo económico. Hoy los humedales del río Paraná agonizan entre sequías, incendios y contaminación. La deforestación para la industria ganadera, el avance descontrolado de los negocios inmobiliarios, los residuos industriales y demás están acabando con el equilibrio ecológico del lugar.
La escritora argentina Gabriela Cabezón Cámara escribió un bello y atroz cuento para exigir la promulgación de la Ley de protección de humedales, en el cual el personaje principal es una capibara, un carpincho -como se llaman en Argentina- muerto en un incendio. El relato se llama “¡Ley de humedales ya!”, y pueden escucharlo aquí:
Pero no todas las imágenes son trágicas. Hay una que me encanta por los que tiene de venganza de la naturaleza. Y por eso he llamado a este artículo “La venganza de las capibaras”.
El hábitat natural de las capibaras o carpinchos es precisamente el Delta del Paraná. Estos simpáticos animalitos que están muy de moda -tal vez ustedes los hayan visto en videos, caricaturas o juguetes de peluche-, son los roedores vivientes de mayor tamaño y peso del mundo, pero también son los más tranquilos.
Sin embargo hay gente a la que no le gusta compartir sus espacios con ellos, a los que consideran invasores. Esta foto muestra la tranquilidad con la que se han instalado en algunos jardines.

https://www.laizquierdadiario.com/Carpinchos-contraatacan-en-Nordelta-Cagan-jardines-comen-el-pasto-y-pelean-con-los-perros
Frente a esto hay quienes han decidido electrificar las cercas -algo absolutamente ilegal-, con lo cual los matan por decenas. Como bien dicen los ecologistas, en todo caso, si hablamos de invasión, los que invadimos fuimos los humanos, que emplazamos esos barrios en su ecosistema. La solución sería coexistir, convivir con ellos de la mejor manera posible. Finalmente de eso se trata, de que todas las especies podamos convivir en esta tierra que compartimos. Parece una utopía, ¿verdad?
Mientras construimos nuevos modos de vincularnos con los otros seres vivos, me gustaría imaginar una historia en la que un pequeño carpincho se sorprendiera con los reflejos del sol en el río e imaginara también él, ¿por qué no?, que son estrellas al alcance de sus patitas.





