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Benito Taibo

01/11/2015 - 12:00 am

Me voy…

Debía yo tener unos doce años, la primera vez que intenté escaparme con el circo. Estaba convencido que mi vida de trashumante sería mucho más emocionante y divertida de lo que había sido hasta entonces. Mi padre, en sus andanzas periodísticas, y lo contaba con enorme orgullo, fue nombrado “Mozo de pista honorario” del mítico […]

El circo es el alambique donde se destilan los sueños. Foto: Cuartoscuro
El circo es el alambique donde se destilan los sueños. Foto: Cuartoscuro

Debía yo tener unos doce años, la primera vez que intenté escaparme con el circo.

Estaba convencido que mi vida de trashumante sería mucho más emocionante y divertida de lo que había sido hasta entonces.

Mi padre, en sus andanzas periodísticas, y lo contaba con enorme orgullo, fue nombrado “Mozo de pista honorario” del mítico Circo Price de Madrid. Hay una muy bella foto donde se le ve, con su impecable uniforme rojo de galones dorados, paleando mierda de elefante. Sonríe exactamente igual que si estuviera paleando oro.

Nos contó que haciendo uno de los reportajes que lo llevaron hasta la gran carpa, había  entrado a una jaula con 16 leones africanos de enormes melenas. El jefe tenía una infinita fascinación por el circo, y nos la contagió. Así que de alguna u otra manera fue su culpa.

Y yo, a mis doce años, con una obstinación a prueba de desengaños,  hice una pequeña maleta donde puse unos tenis, un pantalón de mezclilla, unas cuantas camisetas y un álbum con fotos familiares, previendo que en algún momento de mis viajes por el mundo en el vagón del espectáculo, pudiera extrañarlos, aunque fuera un poco.

Y salí a la calle.

En un mal momento.

No había ningún circo en la ciudad.

Y por eso acabé siendo escritor. Sí no podía irme con el circo, por lo menos tendría la oportunidad de contarlo lo mejor que pudiera.

El circo, pues, ha estado en mi vida desde siempre. Y particularmente, el Circo Atayde.

Papá organizaba expediciones numerosas y caóticas cada diciembre para ver qué nuevos prodigios, sorpresas y maravillas nos deparaban los hermanos Atayde, a los que sin conocer, considerábamos parte esencial de la familia. Incluso, un poco en broma y un poco en serio, mi padre nos bautizó como “El circo Ataibo”, en homenaje  al mejor de los circos del continente.

Yo me sentaba en el palco y aspiraba profundamente esos olores inconfundibles y llenos de magia que había bajo la carpa, o en su caso, en la mítica Arena México, que olvidaba por la temporada navideña su vocación de box y lucha para vestirse de colores, luces y misterios; aspiraba pues, agradecido, esa mezcla de aserrín, sudores, algodón de azúcar y el almizclado orín de las fieras, sabiendo que por fin estaba en casa.

Y me dejaba llevar guiar por la voz inconfundible del maestro de ceremonias, para sumirme, complacido y feliz, en el asombro.

El circo es el alambique donde se destilan los sueños.

E incluso, tamiz para elegir pareja. Me explico; cada vez que una chica me gustaba, primero la llevaba al circo. Sí decían, al recibir la invitación,  cosas como: “a mí los payasos me dan tristeza”, “pobres animalitos” o “me dan nervios” (como si los nervios “dieran”), salían inmediatamente de mi radar y de mis deseos. Llevo 25 felices años junto al amor de mi vida, Imelda, a la que el circo le produce la misma fascinación y alegría que a mí. El circo es entonces, sí cabe, también un gran casamentero.

Un buen día,  en el siglo pasado, tuve la oportunidad única de pasar casi un mes en el Atayde, en sus entretelones y su cotidianeidad. Ni más menos que en la gran temporada de aniversario, cuando cumplía la friolera de 100 años de vida.

Don Andrés Atayde, al que quiero y respeto profundamente, me abrió las puertas del circo; todas las puertas del circo, y pude deambular libremente y a mi antojo por todos sus rincones.

Así, conocí la “gruta del payaso”, un lugar secreto del que jamás daría su ubicación exacta aunque me torturaran, donde se reunían noche tras noche algunos miembros de la compañía a contar las anécdotas del día, los pequeños trucos, los malentendidos, los amores secretos. Fui, pues, durante esos maravillosos días, uno más de la “troupe” y supe de primera mano un montón de secretos y de maravillas.

Invitado por el domador norteamericano Doug Terranova, entré a la jaula de las fieras con ocho espléndidos tigres de Bengala, imitando a mi padre y sintiéndome tan gratificado y feliz como él mismo. Esa entrevista, mientras los inmensos felinos nos circundaban y lanzaban poderosos gruñidos, fue grabada para la televisión, y editada en todas aquellas partes donde yo, asido al cinturón de Doug, salía de cuerpo entero. Así evitamos que se viera que tanto me temblaban las rodillas. Nunca durante el tiempo que estuve en el Atayde, ni en el montón de funciones subsecuentes que presencié,  vi ningún tipo de maltrato a los animales. Terranova, por ejemplo, daba instrucciones a los bellísimos tigres, tan sólo con la voz y las manos desnudas.

Me subí, gracias a Alberto y Alfredo Atayde, los otros dos hermanos de la dinastía, y que se han dedicado al manejo y doma de animales, sobre una elefanta de la India, enorme y preciosa que me dio varias vueltas a la pista, suave, amablemente. Y mientras avanzaba, recordaba el “Libro de la selva” de Kipling y me mecía como en el mejor de los sueños.

E incluso estuve en una boda entre artistas donde me reí y divertí como un enano; como el resto de los enanos del circo, quiero decir.

Fue un tiempo espléndido que hoy recuerdo con enorme nostalgia, cariño y agradecimiento.

Sí dejamos que los circos mueran, dejaremos que mueran nuestros mejores sueños.

Hoy, andan de capa caída, por una reglamentación inútil que los está dejando sin sustento. En todas mis aventuras circenses, que no fueron pocas, los animales eran tratados como lo merecían, como artistas. Casi todos ellos nacidos en cautiverio, no eran, por lo menos en el Atayde, y me consta, maltratados de modo alguno. Si no por el contrario, como miembros importantes de la familia. Mejor que en muchas familias de humanos, por ejemplo.

Muchas noches, en la oscuridad y silencio de mi habitación, regresa a mi nariz esa mezcla maravillosa de olores que me transportan de nuevo hasta la pista, iluminada con un seguidor. Suena la música, comienza el desfile, y yo estoy allí, como siempre, detrás de los fabulosos artistas, con mi traje rojo de galones dorados, pala en mano, listo para limpiar la caca de los elefantes.

Estoy esperando con ansias la temporada de invierno del Circo Atayde y empacando una pequeña maleta, con los tenis, un par de camisetas, un pantalón de mezclilla. El álbum de fotos de la familia.

Esa noche que llegará muy pronto, definitivamente, me escaparé con el circo.

Y seré, de ahora en adelante, feliz.

Lo sé de cierto.

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