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María Rivera

03/07/2019 - 12:03 am

La fiesta

El lenguaje es el asunto, venía pensando de regreso de la fiesta en la carretera. El lenguaje le da forma al mundo, el lenguaje crea identidades y el lenguaje puede destruirlas, el lenguaje crea la realidad, la encubre, como los edificios al cielo o las sombras que se elevan, últimamente, en una caverna que parece cada vez más familiar.

Así, más o menos, es como está el país con la fiesta que el Presidente López Obrador organizó para celebrar el aniversario de su triunfo electoral, y los siete meses de su Gobierno.  Foto: Cri Rodríguez, Sin Embargo.

Es un privilegio mirar las montañas entre brumas, los árboles, el bosque, pensaba en la carretera, camino a una fiesta familiar que se celebraría en Morelos: nunca han dejado de maravillarme los espacios abiertos donde el cielo se extiende sin más obstáculo que la vegetación o las montañas que lo recortan. Un privilegio que no tenemos los citadinos que vivimos en bosques de cemento, asfixiados por la contaminación, el tráfico, los pequeños espacios privados, recluidos como hormigas en nuestras vidas, nuestros universos personales, nuestras fatigas ¿cómo son las vidas de los otros? ¿duermen con tranquilidad en las noches?, ¿qué accidentes de la vida los avasallan?, ¿qué ocurre en la intimidad de sus pensamientos? Pensaba mientras me alejaba de la Ciudad de México. También, que me alejaba de las discusiones políticas para entrar en las familiares: esa otra forma, agridulce, de la política que, combinada con las discusiones de la otra política (la pública), puede ser letal, sobre todo si algún miembro es una decepción para los otros, “ya cambió”, “no milita en las mismas filas que solía hacerlo”. El problema de las filas no deja de inquietarme. Están presentes últimamente en todos los órdenes de nuestra vida; somos avasallados por ellas desde todos los medios, y en las redes sociales. Las filas que se llenaron o se vaciaron, las nuevas filas en los medios públicos, las numerosas filas en las listas de beneficiarios, las inquietantes filas que hacen soldados y marinos vestidos con un nuevo uniforme frente al Presidente en el Campo Marte, las deshonrosas filas de familias migrantes antes de ser metidos en camionetas para ser deportados, las filas de cadáveres que siguen, mudos, bajo la tierra. Ah, las filas, los ejércitos, los ciudadanos. Pero regreso: no me preocupaban las filas familiares porque desde hace tiempo decidimos, por el bien común y por unas horas, romper filas: nadie habla de política. Claro, sucede también a veces que alguien sucumbe al espíritu anarquista al calor de los tequilas, y tira alguna bomba a mitad de la comida, que más tarde deviene en zafarrancho donde la fiesta termina: aparecen entonces los uniformes, las insignias gallardas sobre los platos, la retórica, la propaganda; luego la calma chicha de los banderines estropeados sobre las mesas vacías, los manteles mojados y las montañas impasibles, también los pájaros y los mosquitos que se dan un banquete con las pasiones políticas de los que se quedaron dormidos en sillones, entre risas de heroicos sobrevivientes. Precisamente porque tengo un espíritu claramente rebelde y anárquico, intolerante a la censura, venía pensando en el camino, (con un consuelo agridulce, lo confieso), que esta fiesta marcharía sobre ruedas; no sería yo la responsable de subvertir la paz debido al antibiótico que tomo. La sulfas evitarían que me entregara, por completo, a ese discurrir donde se suceden todo tipo de excesos, al calor de la fiesta, si esta se extiende demasiado. Y es que las fiestas, por naturaleza, suspenden parcialmente el juicio, lo ponen en cuarentena: la vida se abre al gozo como una granada que poco a poco va perdiendo sus granos, con el paso de las horas. Uno está más fuera de uno mismo que nunca: se convierte en la totalidad de sus sentidos, se sumerge en el instante, se comparte con los otros. Lo que no pensé, mirando las montañas, fue que, a veces, la exclusión de ese ánimo otorga una forma de atención anómala, se convierte en un ojo estroboscópico, un ojo crítico, donde no debiera estar: en la fiesta. Y ahí comienzan los problemas (y las preguntas) ¿hay algo que celebrar?, ¿qué tipo de fiesta es esta?, ¿cuál es su sentido? Así, más o menos, es como está el país con la fiesta que el Presidente López Obrador organizó para celebrar el aniversario de su triunfo electoral, y los siete meses de su Gobierno, en un informe-informal que lo cobija: una fiesta, donde nadie, seriamente, puede impugnar expectativas y “logros” y hasta ánimos. Porque no, el “informe” no tiene nada que ver, así como las mañaneras, con la rendición de cuentas democráticas, sino con la presencia, avasalladora, del Gobierno en el espacio público, convertido en una rara especie de agencia de campaña “institucional”, sostenida, no por quien busca acceder al poder, sino por quien lo ejerce. Y es que las fiestas sirven para refrendar un sentido de pertenencia y de lealtad comunitaria, utilizando la naturaleza sacra de lo festivo que, como decía, es antitética del juicio crítico. Están, entonces, los que se sentaron en la mesa principal de la fiesta, muy contentos y embriagados; los que se quedaron en el vestíbulo y no les importó, y los que están muy enojados criticándola: y es que, aunque el Presidente quiera imponer el discurso de que su Gobierno, lo que él llama “la cuarta transformación”, es una fiesta nacional, con sede en el Palacio Nacional y su extensión, el zócalo, no lo es, o al menos, no participan todos: la familia está dividida, enojada, producto de la polarización que, diariamente, desde hace siete meses el Presidente y su Gobierno promueven y que  ha dejado muy claro que hay ciudadanos más legítimos que otros (los invitados y los que no merecen ser invitados porque no hay espacio para todos, se sabe), entelequias maniqueas que han colonizado el discurso, tal vez de manera irremediable, a través de las conferencias mañaneras, los discursos oficiales de las dependencias, el uso propagandístico de los medios públicos, que a través de su nueva programación o sus boletines, desacreditan a ciudadanos como científicos, artistas, académicos, motejándolos con la neolengua del poder, privilegiados y que, como decía al principio, suelen aflorar en las fiestas, a la menor provocación, normalizados, y que causan entuertos familiares. Su uso, lejos de ser inocuo, revela la gravedad de lo que está ocurriendo, no en Palacio Nacional, sino en esos pequeños círculos, próximos, de personas que llamamos “la gente” y peor aún, la que consideramos culta, de izquierda, “nuestra gente” que ha caído víctima del discurso demagógico del Presidente y las mentiras llanas de la propaganda, que sostiene un discurso antiintelectual, agazapado en la retórica del combate a la corrupción. No sólo en los medios, en las conferencias, en la prensa, en las redes; sino en la gente que asiste a la fiesta de la “cuarta transformación”, sin tener conciencia de que se ha convertido en instrumento de la propaganda: habla su lengua, piensa con sus categorías, juzga con sus prejuicios, siente, incluso, con sus emociones.

El lenguaje es el asunto, venía pensando de regreso de la fiesta en la carretera. El lenguaje le da forma al mundo, el lenguaje crea identidades y el lenguaje puede destruirlas, el lenguaje crea la realidad, la encubre, como los edificios al cielo o las sombras que se elevan, últimamente, en una caverna que parece cada vez más familiar.

María Rivera
María Rivera es poeta, ensayista, cocinera, polemista. Nació en la ciudad de México, en los años setenta, todavía bajo la dictadura perfecta. Defiende la causa feminista, la pacificación, y la libertad. También es promotora y maestra de poesía. Es autora de los libros de poesía Traslación de dominio (FETA 2000) Hay batallas (Joaquín Mortiz, 2005), Los muertos (Calygramma, 2011) Casa de los Heridos (Parentalia, 2017). Obtuvo en 2005 el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.

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