EL MÁS RICO Y VARIADO BUFFET

05/01/2014 - 12:00 am

Mi primera visita a Las Vegas tuvo lugar en 1987, y en ella hubo ya no una sino dos experiencias inolvidables en restaurantes. No en el deli del viejo MGM Grand –el que desde hace tanto se ostenta Bally’s–, donde el pastel de zanahoria no era sino muy bueno (y muy alto). No en el Lindy’s neoyorquino, famoso por su estatuto de centro de operaciones de los gángsters bondadosos de los cuentos de Damon Runyon, que por aquel entonces había abierto una sucursal desértica (que no desierta) en el Flamingo, donde servía aquel legendario cheesecake y aquel injustamente poco celebrado espagueti con albóndigas. Y ni siquiera en Michael’s, hallazgo afortunado por el que me felicito –lo descubrí vagando por ese casino en el que, a mis 12 años, no se me permitía jugar–, correctísimo (y muy barato) aunque convencional restaurante francés, oculto al fondo de un hotel de medio pelo llamado entonces Barbary Coast –hoy su marquesina reza Bill’s Gambling Saloon pero sus puertas permanecen cerradas–, cuya distinguida clientela parecía mucho más atraída por el otro comedero que albergaba: un McDonald’s. En todos esos sitios comí bien pero no tanto como para que mis visitas a ellos se hayan constituido en Experiencias. (Si los recuerdo es porque ha sido mi fortuna y mi condena tener una memoria privilegiada.) Lo que verdaderamente no habría manera de olvidar de ese viaje son mis visitas a dos lugares mucho más ambiciosos, aunque no –habrá que decirlo– en términos culinarios.

LVH

En uno, cuyo nombre –empiezo a estar viejo– me abandona ahora, enclavado en lo que entonces era el Las Vegas Hilton (hoy, decadentísimo, ostenta el nombre de LVH), la cocina era lo que por aquellos tiempos daba en llamarse polinesia (un invento del restaurante Trader Vic’s de San Francisco, que consiste en adicionar recetas dizque chinas con mucha piña en almíbar y mucho glutamato monosódico… pa’ que espese), y por tanto vagamente repulsiva; lo memorable, entonces, era el espectáculo que amenizaba la velada: cada hora, descendía del techo una parvada de animatronics con forma de aves exóticas, claramente inspiradas en las del Tiki Room de Disneylandia, para espetar dos o tres chistes zonzos y ponerse a cantar, con voces redolentes de las de Las Ardillitas de Lalo Guerrero, la “Hot Stuff” de Donna Summer, toda lances libidinosos y nostalgie de la boue. El otro era todavía más perturbador: sito en el Caesars Palace de ambiente romano –entiéndase de la Roma imperial, no de la de La dolce vita–, ofrecía cocina italiana harto banal pero, pendiente de su pertinente nombre, Bacchanal –tal es la grafía inglesa del decadente festín de marras–, no presentaba carta de vinos sino que empleaba a un par de mujeres añosas que alguna vez debían haber sido voluptuosas (y seguramente debín haberlo sido en tanto coristas del Stardust o del Tropicana) en la capacidad de wine goddesses, sommelières sin formación pero con silicones que vertían a partir de inmensas jarras algo que debe haber provenido originalmente de un TetraBrik, mientras recargaban la cabeza de los comensales varones –incluida la mía, llena de malos pensamientos de puberto y con el rostro sembrado de acné– en sus pechos tan falsos como generosos.

Ésas eran el tipo de sitios que constituían, en aquellos años en que el viejo Las Vegas –el de Bugsy Siegel y los Teamsters y el Rat Pack– agonizaba, una experiencia restaurante de lujo en The Strip. No, sin embargo, que se tratara de restaurantes emblemáticos de los hoteles de la ciudad. Fundada en un modelo de negocio que buscaba atraerse ganancias de manera exclusiva (y alevosa, habrá que decirlo) a través de los juegos de azar, Las Vegas ofrecía todo muy barato, si no es que gratis: las habitaciones de hotel, los boletos para los espectáculos –y uno podía ver a un costo irrisorio a Elvis Presley o a Marlene Dietrich o a Frank Sinatra en vivo, pero siempre en shows cuya duración no superaba los 45 minutos, consigna de los hoteles para no distraer demasiado a los jugadores de lo que de verdad importaba: su despelucamiento a manos de los croupiers o de las tragaperras– y la comida, generalmente servida bajo la modalidad del buffet prix fixe, donde el prix era bajo y la calidad de los alimentos bajísima, ya sólo para que el negocio saliera (y salía, aunque los dieran al costo o por debajo de él, ya que los comensales eran nulamente exigentes –obsesionados con el sexo y, sobre todo, con el dinero como estaban– y, en todo caso, los hoteles se compensaban con lo que perderían en el casino no bien haber terminado sus cocteles de camarones servidos en copa de helado, adicionados con mucha lechuga y mucha catsup para ahorrar materia prima).

El principio del fin de ese Las Vegas hubo de advenir apenas un par de años después de mi visita iniciática, con la inauguración del Mirage, resort de lujo grande y moderno que buscaba atraer una clientela algo menos basal por medio de gimmicks espectaculares –¡un volcán que hace erupción cada 15 minutos!– y de una estética menos, digamos, pecaminosa, orientada a detonar un reposicionamiento de Las Vegas como destino menos para rednecks en plan de juerga y más para familias de clase media alta. Cosa curiosa, las ambiciones culinarias no formaban parte del proyecto: los restaurantes del Mirage se antojaban tan mediocres como los de sus vecinos, concebidos para una clientela que podía ser todo menos gourmet.

MIRAGE

Hubo de ser un feliz accidente, acaso visionario, el que llevara la alta cocina a Las Vegas. Preocupado por el éxito del Mirage, el venerable Caesars Palace planeó una ambiciosa remodelación, que incluía la construcción de un centro comercial, juguetonamente basado en la idea del Foro Romano, conocido como The Forum Shops at Caesars, repleto de boutiques de lujo pero también de restaurantes mediocres. Acaso haya sido la vecindad de Gucci, Vuitton y Cartier la que contribuyera a la decisión de Wolfgang Puck, chef austriaco avecindado en Los Ángeles, de elegir tal mall como la sede de la primera sucursal extra angelina de Spago, el restaurante que –junto con el Chez Panisse de Alice Waters en Berkeley y el Stars de su discípulo Jeremiah Towers en San Francisco– contribuyera al desarrollo de la cocina californiana a principios de los años 80. Si atribuyo tal hito a un accidente es porque en gran medida lo fue: amante del boxeo, Puck viajaba con frecuencia a Las Vegas para ver las peleas y lamentaba la falta de un solo restaurante decente en la ciudad para cenar después. Osado, abrió un Spago en el Forum en 1992, y conoció, en un primer momento, un fracaso de tintes no sólo épicos sino cómicos: no sólo no lograban sus pizzas de salmón y sus risotti al azafrán atraer al visitante tipo de Las Vegas por esos años, sino que los pocos que se animaban a acudir confundían la cocina abierta con las de aquellos buffets all you can eat y se formaban ante ella para pedir hamburguesas y costillitas BBQ. La perseverancia, sin embargo, hubo de fructificar. Un par de años después, Emeril Lagasse, mítico chef neorlanés, abría su feudo de cocina neo cajun en el nuevo MGM Grand y el propio Puck le hacía la competencia en la misma sede con un Bar & Grill. Para cuando en 1998 Steve Wynn, fundador del Mirage, inauguraba su megaresortBellagio, era tan consciente del potencial de negocio de la alta gastronomía que lo hacía albergando restaurantes no de uno ni de dos sino de cuatro chefs de renombre internacional (Michael Mina, Jean-Georges Vongerichten, Julián Serrano y Todd English), además de una sucursal del legendario Le Cirque neoyorquino y una trattoria, Circo, concebida ex profeso por los mismos resuranteros.

SPAGO

Desde entonces, Las Vegas, que ha ampliado su modelo de negocio y reducido su dependencia del juego, se ha convertido en un destino gastronómico con todas las de la ley. Además del Caesars Palace, el MGM Grand y el Bellagio, siete hoteles –Mandalay Bay, Aria, Mandarin Oriental, The Cosmopolitan, Paris Las Vegas, The Venetian y Wynn– acogen restaurantes de chefs renombrados, y entre esos chefs se cuentan Alain Ducasse, Charlie Palmer, Hubert Keller, Pierre Gagniaire, Guy Savoy, Julián Serrano, José Andrés, Gordon Ramsay, Nobu Matsuhisa, Mario Batali, Thomas Keller y un Joël Robuchon ganador de 28 estrellas Michelin –más que ninguno otro en el mundo– y considerado por la guía Gault Millau como el Chef del Siglo que dejó su bien merecido retiro para abrir no uno sino dos locales –un restaurante formal y un atelier experimental– en el MGM Grand.

Las Vegas, sin embargo, no goza de buena reputación entre los foodies del mundo, y hay buenas razones para ello. Primero, porque los cocineros rara vez están presentes en los restaurantes que llevan su nombre, limitándose a supervisar a la distancia a chefs ejecutivos. Y, después, porque, desértico como es Nevada, resulta a todas luces imposible concebir en la ciudad una cocina creada a partir de ingredientes orgánicos y locales: en Las Vegas, la frescura de los alimentos resulta directamente proporcional a la distancia geográfica que los separe de la ciudad y a las horas de refrigeración a que obligue el tiempo de vuelo.

Todo eso es verdad, como es verdad que Las Vegas carece de una gastronomía propia y parece endémicamente condenada a seguir así. Lo cual, sin embargo, no me lleva a repudiarla sino, al revés, a celebrarla. Porque no es su función servir de laboratorio sino de mostrador, porque no es su misión generar una cultura gastronómica sino divulgarla a un gran público venido de todo el mundo que ha aprendido a paladear la gran cocina en sus mesas, ya sólo por su contiguidad a las del juego y por su disposición –“¡Ya que vinimos a arruinarnos!”– a gastar. En Las Vegas, pues, la tónica restaurantera sigue siendo la del buffet. Sólo que este buffet es ahora el más rico y variado del mundo, que ocupa ya no todo un salón sino toda una avenida, y cada una de cuyas estaciones es operada si no por las manos sí por las mentes de los mejores cocineros del mundo.

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