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Maruan Soto Antaki

17/10/2014 - 12:02 am

¿Qué es la justicia?

Se escucha por todos lados que a la justicia se llevarán a los villanos. En realidad usan la palabra delincuentes o asesinos pero, el sentir se acerca a un diálogo de novela de Dumas. La justicia, palabra hecha palabreja, empleada como si ella fuera una verdad absoluta capaz de resolver los males, pierde su sentido […]

Se escucha por todos lados que a la justicia se llevarán a los villanos. En realidad usan la palabra delincuentes o asesinos pero, el sentir se acerca a un diálogo de novela de Dumas. La justicia, palabra hecha palabreja, empleada como si ella fuera una verdad absoluta capaz de resolver los males, pierde su sentido al ser sujeta de versiones con resultados un tanto inútiles.

Hay aspectos de la vida que no suponen ambigüedad. La verdad es una, no habrá verdad para mi distinta a la del otro, eso será una certeza. La verdad podrá ser la gravedad, la forma de la tierra, que los flamencos vuelan y las avestruces no. En la verdad solo entrarán indiscutibles. Hace poco alguien me argumentó que para él, la existencia de Dios es una verdad pero, cómo puede serlo para uno y no para mí u otro. Creencias y certezas ya he dicho, son parecidas y no nos metamos a hablar de respeto, cuando en realidad no se infringe aquel terreno por dudar de una existencia como tampoco al ir en dirección contraria. Las verdades son pocas, decía: las leyes de la física, particulares para cada entorno. La redondez de los planetas –que entiendo es parecida a un óvalo–, que los gatos no ladran como los perros, que nuestra especie necesita oxígeno, que no podemos definir en lo atemporal a la justicia.

Los abogados se enojarán, mala pata. Por práctico, lo jurídico ha perdido lo filosófico que a mí en este espacio importa. Aunque estoy convencido que la justicia jurídica debe ser buscada –en realidad no es justicia pero debemos llamarla de alguna forma–. Ella, que es el único camino para el funcionamiento de las sociedades, no se acerca al auténtico concepto de lo justo porque éste es inalcanzable. Eufamia pura, le discutiría a un buen amigo con quien de vez en cuando hablo sobre el lenguaje.

Vamos, sabremos qué no es justo. De esto no hay duda. No lo es que desaparezcan personas, que sean asesinados por malandrines violentos, parte de un Estado al parecer, también injusto. No es justo el dolor que la brutalidad provoca. No lo es que se sacrifique a un perro porque su dueña está enferma con ébola y la imbecilidad de un inoperante sistema de salud, mate al animal en lugar de usarlo para tratar de entender lo que podría ser una brutal epidemia. No es justo que haya guerras y mueran niños. No es justo que al mundo se le olvide que hay muertos semejantes a quienes estamos vivos. Tampoco es justo que sin pruebas absolutas y un proceso adecuado, se condene a quien parece haber delinquido. Menos es justo que una familia no tenga para comer, para hacer estudiar a sus hijos. Que se tengan deudas imposibles de pagar, que se contraigan por no encontrar otra salida. Será también injusto que una persona viaje más de tres horas diarias para trabajar ocho. Estamos bastante avanzados en ideas de urbanidad como para que nuestros traslados sean parecidos a los del correo en tiempos del Pony Express y las carretas. Si la injusticia es una verdad, somos incapaces de gritar al unísono de qué se trata la justicia, aquel estado de condiciones.

Nuestro entendimiento de la justicia ha cambiado poco desde el día que cuando niños le dijimos a nuestros padres: ¡No es justo! –después de habérsenos negado el más ínfimo placer–. Pensaremos que lo justo será, claro, que no se mate a nadie, que no desaparezcan otros, que no se reprima lo irreprensible pero, ese justo no está siempre ligado a la justicia. En realidad, son actos que deberían mantenerse ajenos a las posibilidades. Absolutos que no deben entrar a la barbarie y cuando lo hacen, no son actos de injusticia como de salvajismo primitivo, anterior al concepto que aquí busco reflexionar.

La justicia al final, no es una verdad. En las épocas del derecho romano era justo el trato a los esclavos, era justo el dedo del César al marcar la suerte de gladiadores en el coliseo. Era justo el ojo por ojo para su coetáneos de Oriente, era justo hace unos cientos de años que se dispusiera sobre la vida de quien era propiedad de un gran señor.

La justicia no es, es lo que pensamos que debe ser. Paradoja de la injusticia: la justicia como la entendemos, es una suerte de opinión. Es un criterio, es el intermedio entre lo que consideramos el bien y el mal, sujetos también, dependiendo de las sociedades y los tiempos, a la consideración.

Esta semana, a partir de una serie de eventos que iban desde la publicación de mi más reciente novela, a la conmemoración del día mundial contra la pena de muerte, pasando por los asesinatos, desapariciones, etcétera, que la podredumbre de nuestro país ha regalado, me he enfrascado en decenas de discusiones sobre el proceder de la justicia. Esa que supone se garantiza con la construcción de sociedades maduras y algo menos brutas que las de hace unos años. Criticando como lo hago siempre –es uno de mis temas recurrentes, ni hablar– la poca inteligencia de la pena capital, descubrí que ante hechos como los de Ayotzinapa o cualquier secuestro, más de uno (cientos) insistían sobre el carácter útil y “justo” de terminar de forma legal con la vida de los delincuentes. –Cuándo maten a tu hijo ya dirás. –Me confrontó el escucha de un programa de radio tras responder que ni para los responsables de esos actos, la pena capital es defendible. Solo tengo ante esto una respuesta y para ella tengo que regresar a Siria, lugar de origen de los míos, destruido ya. Ahí hay una dictadura que es responsable de la muerte de familiares, amigos, de la destrucción de mi casa, de un misil que cayó junto a mi sobrina de catorce años y mató a su joven amigo. Contra ellos, soy incapaz de pedir la pena de muerte y eso que han hecho demasiado daño. Espero nunca entrar al terreno irracional de la venganza. A esos bestias los quiero viajando a La Haya en un avión seguro, sentados y con traje, enfrentándose a la Corte Criminal Internacional.

La justicia es un concepto imposible, casi idiota. Escribo esto en la mayor decepción por ver que es terrible. Lo es desde que yo tengo en mi casa dos latas y el vecino tres. Lo es para la avestruz que quiere volar como flamenco, lo es para todos porque dependiendo de nuestros tiempos, encontraremos la razón para cometer canallada y media. Insisto de nueva cuenta en este texto como en otros –por recurrente, aceptaba hace una líneas– busquemos la equidad como camino para evitar lo injusto, no la justicia porque con ella perderemos tiempo y caeremos fácil en la furia y la rabieta. El berrinche y el odio; la insensatez.

La única respuesta para lograr la equidad que procurará menos injusticia, es la concepción más profunda de ciudadanía, aquella que a partir de la existencia de otro –sí, ya sé, ando con la otredad, también de nuevo–, evitará el tira-toma en que nos hemos transformado. Cosa de largo plazo, seguro. En lo inmediato, cómo hacemos para castigar y resarcir los daños del injusto. No hay manera y peca de cruel. No hay inmediatez a la hora de buscar justicia contra lo deleznable, más que buscar una solución efímera y de cierta forma hipócrita, que nunca nos lleve a ponerse babilonios. Llevar a la justicia a los responsables de actos bárbaros, es apenas un consuelo de las sociedades y no sé usted pero yo, ya no quiero tener que consolarme por nada.

Maruan Soto Antaki
Nació en la Ciudad de México en 1976. Colabora con distintos medios tratando temas relacionados con cultura, política internacional y medio oriente, zona del mundo con la que mantiene un estrecha relación. Autor de Casa Damasco (Alfaguara, 2013). Su novela más reciente es La carta del verdugo (Alfaguara).

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