Oh, ¿qué será?, ¿qué será? El deseo, Venecia y la Suprema Corte

21/06/2015 - 12:00 am

Sí, lo confieso: hace casi una semana que estoy feliz robándole horas al sueño (más que siempre) para darme un banquete de cine. ¿El pretexto? La invitación que me hicieron a que hiciera la lista de mis diez películas favoritas basadas en obras literarias (que haya leído, claro). Antes de seguir, me gustaría decirles que ODIO hacer esas listas. Me siento incapaz de elegir, frente a tantas y tantas opciones, ni los libros que me llevaría a una isla desierta, ni mis compositores favoritos, ni –como en este caso- sólo diez películas. ¿¿¿Sólo diez??? ¿Incluyo “El color púrpura” y dejo fuera “Un tranvía llamado deseo”? ¿Y el cine francés? ¿Y el de América Latina? Éstas fueron las que elegí, pero podría hacer cuatro o cinco listas más.

¿Cuáles sumarían ustedes?

1) “Muerte en Venecia”
2) “El gatopardo”
3) “Lo que queda del día”
4) “La tregua”
5) “Las viñas de la ira”
6) “Los muertos” (de Dublineses)
7) “El halcón maltés”
8) “El infierno tan temido”
9) “Apocalipsis”
10) “Extraños en un tren”

Hay quien tiene la teoría de que es muy difícil convertir buena literatura en películas que valgan la pena. ¿Dónde quedan la profundidad, los múltiples niveles de lectura, la complejidad de un gran texto literario al pasarlo a imágenes?, se preguntan los defensores de esa posición. Y es cierto si pensamos en adaptaciones como la de “El nombre de la rosa” donde la complejidad de la obra de Eco se convierte en una película buena, pero con una sola dimensión. Sin embargo, esta postura tambalea cuando pensamos por ejemplo en las estupendas versiones de Shakespeare llevadas a la pantalla por Laurence Olivier, Orson Wells o Kenneth Branagh. ¿Será porque se trata de teatro y no de novelas?

Creo que el gran problema es la palabra que subrayé: adaptación. Los mejores films basados en obras literarias no son adaptaciones sino nuevas creaciones Uno de los casos más fascinantes en este sentido es, me parece, “Apocalypse now” de Francis Ford Coppola, película basada en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. En ella el genio de Coppola convierte la historia de Conrad, ambientada en África en el siglo XIX, en una brutal y genial reflexión sobre la violencia. Vietnam, Wagner y la locura conviven con la fuerza de las imágenes y un guión magistral en la que ha sido elegida como una de las mejores películas de la historia del cine.

Pues en esta “panzada” de cine que me estoy dando, volví a una de mis películas favoritas en la vida: “Muerte en Venecia”. La vi por primera vez allá por el 77 o 78 y en una de nuestras “mecas”: el Centro Universitario Cultural, el famoso CUC en Odontología 35, donde nos formamos como cineadictos varias generaciones de adolescentes chilangos que nos movíamos por el sur de la ciudad. En esa sala, y mientras fumábamos un cigarro tras otro (¿quién no fumaba en aquellas épocas?), aprendíamos a ver a Bergman, a Antonioni, a la Wertmüller, a Carlos Saura. Allí, con dieciocho años, conocí el cine mexicano en un curso que dio el entrañable Emilio García Riera. Al salir caminábamos durante horas por Copilco hacia Insurgentes o Revolución hablando de lo que habíamos visto, y soñando con vivir para siempre entre música, películas, libros y pieles jóvenes.

Fue entonces, les contaba, que vi por primera vez la gran película de Visconti. Fue en un ciclo dedicado al milanés en el que aprendimos de política más que en ningún otro lado con “El Gatopardo”, y lloramos a moco tendido con “Rocco y sus hermanos”, que es otra peli que yo podría ver y rever sin parar. El drama de los Parondi, migrantes pobres del sur de Italia, en el norte industrializado y clasista, era para mí el símbolo máximo del dolor del desarraigo.

“Muerte en Venecia” fue en ese momento un shock de belleza y densidad, y un llamado al juego del deseo y sus riesgos. La he visto varias veces más a lo largo de los años, y una y otra vez me conmueve.

Me escribe una querida amiga chilena: “La vi en plena dictadura en Santiago y salí del cine investida de un poder que no me era familiar.” Será que la belleza empodera, digo yo.

¡Vaya coctel que preparó Visconti! Thomas Mann y Mahler dentro de la piel del pobre Gustav Von Aschenbach en el mágico escenario que es Venecia. El comienzo de la película con el mar y el cielo difuminados en un solo tono y un barco que va cruzando es uno de los comienzos más hermosos de la historia del cine. Tan hermoso como Tadzio, ese efebo cuya mirada lánguida y seductora da pie a una de las frases clave de la historia: “No debes mirar así a nadie”… El placer y el dolor de la belleza/amor inalcanzable resumidos en una sola instantánea, como dice la poeta canaria Alicia Llarena.

Thomas Mann escribió la novela en 1912, percibiendo ya las transformaciones vinculadas a la Gran Guerra que significarían para el autor alemán la decadencia del mundo por él conocido. En estas páginas al mismo tiempo celebró con fascinación los cambios y mostró su temor.

Me detengo un momento en el nombre del músico: Von Aschenbach que literalmente significa “arroyo de ceniza”. En seguida pensamos en las cenizas como restos mortuorios; restos que se suman a la visión de lápidas, hombres enfermos y grotescos cuerpos disfrazados. Elementos todos que recuerdan la cercanía de la muerte.

La aproximación al hotel veneciano es en góndola: “…esa extraña embarcación, que desde épocas baladescas nos ha llegado inalterada y tan peculiarmente negra como sólo pueden serlo, entre todas las cosas, los ataúdes… evoca aún más la muerte misma, el féretro y la lobreguez del funeral, así como el silencioso viaje final. ¿Y se ha notado que el asiento de estas barcas, ese sillón barnizado de un negro fúnebre y tapizado de un negro mate, es el asiento más blando, voluptuoso y relajante del mundo?… La travesía será corta -pensó. ¡Ojalá fuera eterna!”, escribe Thomas Mann.

La muerte como decadencia de la carne será la sombra que acompañe al compositor. La muerte, el deseo, la locura, se entretejen en la trama sutil de una historia de amor que nace agonizante.

Frente a ella, la vida aparece encarnada en el cuerpo joven y atractivo de Tadzio, así como en la transgresión que propone en cada uno de sus movimientos. Consciente de su poder sobre el viejo Gustav juega con la sensualidad del que muestra y esconde, seduce y traiciona.

Si en un comienzo Von Aschenbach encarna la idea del arte como disciplina, razón y templanza, el encuentro con la belleza lo llevará a vivir la fuerza transgresora del deseo. De lo apolíneo a lo dionisiaco. Y las notas de Mahler van acompañando los ires y venires del personaje.

El propio Mann estuvo alguna vez en el Lido de Venecia y quedó prendado, como su personaje, de algún jovencito polaco. En una carta le cuenta a un amigo: “Yo con Tadzio no habría sabido qué hacer de ir en serio”.

Quizás por eso la escena final de la película es la más dolorosa. El pacto fáustico ha fallado; el arte y la vida de quien ha controlado sus pasiones aparecen huecos, vacíos, sin sentido. El maquillaje se escurre por el rostro de un genial Dirk Bogarde mientras ve el cuerpo a contraluz de Tadzio perdiéndose en un mar casi sepia.

No creo ser la única que cada vez que he visto la película he deseado con todas mis fuerzas que Von Aschenbach corra a abrazarlo y sean los dos los que vayan desapareciendo en las difuminadas aguas venecianas. ¿O sí soy la única?

La bellísima película de Luchino Visconti se volvió con los años no sólo una obra de una provocadora densidad filosófica en la cual es clave la discusión sobre la relación entre moral y creación, entre ética y estética, sino que además se convirtió prácticamente en un objeto de culto de los grupos homosexuales. Al rigor excluyente y prejuicioso del puritanismo, el film contrapone la libertad transgresora del deseo homoerótico.

Por eso van estas líneas como mi pequeño homenaje a todos aquellos que han luchado en nuestro país para que esta semana pudiéramos leer una noticia como ésta:

“México ha dado un paso de gigante en el reconocimiento del matrimonio homosexual. La Suprema Corte de Justicia de la Nación, en una decisión histórica, ha respaldado estos enlaces y los ha equiparado plenamente a los heterosexuales.” (El País, España)

“La primera sala del máximo tribunal, encargada de conocer asuntos civiles y penales, estableció que las leyes de cualquier estado del país que considere que la finalidad del matrimonio ‘es la procreación y/o que lo defina como el que se celebra entre un hombre y una mujer, es inconstitucional’.”

Para ellos va el abrazo de Aschenbach a Tadzio. Y en esa escena, a Mahler se suma, por supuesto, Chico Buarque con el que seguimos preguntándonos “Oh, qué será, qué será”.

Sandra Lorenzano
Es "argen-mex" por destino y convicción (nació en Buenos Aires, pero vive en México desde 1976). Narradora, poeta y ensayista, su novela más reciente es "El día que no fue" (Alfaguara). Investigadora de la UNAM, se desempeña allí como Directora de Cultura y Comunicación de la Coordinación para la Igualdad de Género. Presidenta de la Asamblea Consultiva del Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación).
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