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Carlos A. Pérez Ricart

26/10/2023 - 12:04 am

Guerrero: situación límite, violencia extrema

“¿Qué pasa en Guerrero? Hay una respuesta fácil y una más compleja. Decida usted con cual quedarse”.

El calendario se contrae y se extiende tanto como la paciencia del lector.

Hace nada, casi nada, el 23 de octubre, trece policías municipales fueron emboscados y asesinados en Coyuca de Benítez. Sus compañeros los encontraron bocabajo y esposados. Habían sido emboscados tras una falsa llamada de emergencia.

Dos días antes, en Chilpancingo, el 21 de octubre, una familia —padre, madre, hijo— fueron encontrados amarrados de pies y manos en su casa.

Tres días antes, el 18 de octubre, el sacerdote Filiberto Vázquez, director de un centro de Derechos Humanos, fue atacado a tiros en la carretera Tixtla-Chilpancingo. Acababa de salir de una reunión en la Normal de Ayotzinapa cuando un auto se emparejó al suyo. Varios sujetos dispararon durante infinitos segundos. Vázquez “sintió como los cristales que reventaron las balas cayeron en su espalda”. Se salvó de milagro.

Horas antes, el 17 de octubre, Bruno Plácido Valerio fue asesinado a balazos afuera de las oficinas de la Secretaría de Salud en Chilpancingo. Era el líder del grupo de autodefensas armadas más importante de Guerrero.

¿Y antes? El 15 de octubre, cabezas y restos humanos fueron encontrados en dos colonias de Acapulco.

Todo en una semana. Septiembre fue casi peor que octubre. Ese mes fueron acribillados el jefe de la fiscalía general de la República de Guerrero y el fiscal de la región de Tierra Caliente. Se trató de asesinatos de muy alto perfil, pero se trató de solo dos de las 164 víctimas de homicidio doloso en el estado en aquel mes.

¿Qué pasa en Guerrero? Hay una respuesta fácil y una más compleja. Decida usted con cual quedarse.

La respuesta fácil es que dos mafias regionales con vínculos políticos a escala local y nacional, los Tlacos y los Ardillos, están en plena pelea por el control de las rutas de transporte de una treintena de municipios de la zona de la Montaña Baja. Ese último grupo fue el responsable, si hacemos algo de memoria, de la toma de carreteras y de arterias principales de Chilpancingo (y municipios aledaños) hace apenas unos meses. En aquella ocasión, los Ardillos lograron movilizar a más de dos mil vecinos en sus protestas. Más que eso: fueron capaces de disfrazar sus intereses delincuenciales de legítimas demandas populares.

La respuesta compleja es que, independientemente de los nombres de los grupos criminales y de los apodos de sus líderes, Guerrero ha sucumbido a un proceso de captura criminal que parece no tener vuelta atrás. Es el penúltimo ejemplo del fracaso del Estado mexicano por garantizar condiciones mínimas de seguridad a los tres millones y medio de habitantes del estado.

En gran parte de Guerrero —como está plenamente documentado— las autoridades municipales desayunan, comen y cenan con jefes criminales. En el estado, 76 de los 81 municipios tienen policía propia. Casi sin excepción sus miembros están atrapados en una situación límite: o están cooptados por la mafia local o están amenazados por algunas de ellas. O las dos cosas.

¿La policía estatal? Más de lo mismo. Los cuatro mil policías estatales de Guerrero no se dan abasto con una situación que los sobrepasó hace mucho. Su capacidad de fuerza es el misma que hace cinco años. Y que hace diez. Cuatro de cada diez de sus policías no cuentan con el certificado único policial, el criterio mínimo para ejercer funciones. Es la policía peor preparada del país

El gobierno federal, por su parte, apenas tiene herramientas para reaccionar. El envío de miembros de la Guardia Nacional logra disuadir y contener algunas operaciones criminales, pero no ofrece respuestas integrales y de largo aliento.

Guerrero necesita reformas drásticas. Y necesita hacerse las preguntas incómodas. Entre todas, sobresale una: si debe replantease o no —en su totalidad— el esquema municipal y estatal de seguridad pública. El modelo no funciona y cada muerto, cada emboscada, cada fusilamiento es un nuevo recordatorio de su fracaso. Lo sabemos todos.

La devastación del huracán Otis hará que las noticias de los homicidios en Guerrero pasen a segunda página de los periódicos, pero, más pronto que tarde, volverán a ser objeto de primera plana nacional. Pensar que las cosas van a cambiar sin hacer algo distinto —sin siquiera intentar algo diferente— es asumir que los guerrerenses están condenados, hoy, y para siempre, a ser el paradigma de la tragedia nacional.

Carlos A. Pérez Ricart
Carlos A. Pérez Ricart es Profesor Investigador del CIDE. Es uno de los integrantes de la Comisión para el Acceso a la Verdad y el Esclarecimiento Histórico (COVeH), 1965-1990. Tiene un doctorado en Ciencias Políticas por la Universidad Libre de Berlín y una licenciatura en Relaciones Internacionales por El Colegio de México. Entre 2017 y 2020 fue docente e investigador posdoctoral en la Universidad de Oxford, Reino Unido.

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